31 de mayo 2020
En Proverbios y cantares, el poeta Antonio Machado escribió que la verdad es lo que es y sigue siendo verdad, aunque se piense al revés. Lúcido el poeta, pues la verdad es única, sin vuelta de hoja ni dobleces. Invariable, irreductible, inalterable, a veces iconoclasta. No sucumbe al engaño ni se amolda a gustos o intereses extraños. Guste o no, es como es. Por eso irrita e incomoda a mentirosos, furulleros y arteros. Puede ser ocultada con artimañas, pero siempre emerge a la luz, para algunos tan difícil esta como aquella.
Durante los últimos dos siglos, los nicaragüenses hemos estado atrapados en la telaraña de la mentira, viviendo de apariencias, creyendo lo que no somos, malsana costumbre que nos convirtió en un país de mentira. Los poderosos inventaron su propia realidad y la repitieron cada día, cada semana, cada mes, cada año, hasta injertarla en la conciencia de miles de ciudadanos… y muchos les creyeron. Y, cuando los muchachos y muchachas nos sacudieron del letargo, vimos sorprendidos que el dinosaurio todavía estaba allí.
Ahora transitamos hacia el cementerio. El Gobierno supo con antelación la ferocidad del monstruo que se avecinaba, pero decidió mantener las apariencias. Lo menospreció. Y en vez de prevenir a la población, le dio la bienvenida a ritmo de carnaval callejero. Su mensaje fue no preocuparse por esa gripe cualquiera, porque si te enfermabas teníamos un sistema de Salud único en el mundo. Y, por fanatismo o temor a ser despedidos de sus trabajos, miles de conciudadanos engrosaron marchas, ferias y francachelas.
Y cuando el virus arremetió, pretendieron ocultarlo. Y la mentira apareció otra vez, triste rol vocalizado por un médico opacado que a diario repetía su triste letanía de pocos contagiados, delicados, pero estables, enfatizando que todos los casos eran importados, intentando desestimar la dimensión real de la crisis. Y en vez de fomentar el resguardo, hubo alcaldes invitando a farándulas, diputados burlándose de colegas de “la oposición” que con tapabocas clausuraban sus bocas ya cerradas. Eso fue antes que enfermaran unos y murieran otros. Ahora no ríen y se les ve desinfectándose con frecuencia.
Y la gente comenzó a abarrotar los hospitales del sistema de Salud único en el mundo. Y ahí comenzaron a morir y a ser enterrados de urgencia en la oscuridad de la noche. Pero la noche oculta celulares y con estos filmaron entierros exprés y los metieron en las redes sociales. Entonces el poder dijo que eran mentiras de golpistas; hechos ocurridos en otros países, y para que sus deudos no divulgaran que el virus había matado a sus seres queridos, en el acta de defunción lo disfrazaron de neumonía atípica.
Al paso de los días la gente se hartó de la falsedad y denunció lo que estaba ocurriendo. Y cuando periodistas de medios de comunicación independientes informaron la debacle, el poder dijo que eran fake news. Por desgracia, la muerte de algunos informadores y la enfermedad de otros, han sido crueles testimonios de la verdad que informaban.
Al finalizar mayo 2020, los nicaragüenses estamos al pie del patíbulo. La mortandad es diaria y va en aumento. Han fallecido trabajadores de la Salud, a los que desde el inicio de la pandemia se impidió protegerse del contagio, para “no alarmar a la población”. Eso agrava la situación. De una semana a otra, al ser imposible encubrir lo inocultable, las estadísticas oficiales aumentaron sus dígitos y el Gobierno aceptó lo que sabíamos: que los contagios ya eran comunitarios. Han fallecido decenas de personas en pueblos y ciudades, algunos han caído en la calle, otros han muerto en sus casas.
La crisis sanitaria se sumó a la política y económica arrastrada desde 2018. Pero no hay apoyo del Gobierno para reducir tarifas de servicios y canasta básica. El INSS orientó a médicos no dar hoja de reposo ni subsidios a sospechosos de estar contagiados del virus; muchos adultos mayores son expuestos en largas filas al cobrar sus raquíticas pensiones; maestros y maestras son obligados a dar clases a pocos alumnos en plena pandemia; los enfermos mueren solos y son sepultados en soledad y la producción de ataúdes se ha incrementado como en tiempos de guerra. Este panorama se agudiza cuando el sistema público hospitalario amenaza con colapsar, y es tanta la inseguridad en su capacidad de respuesta que un joven médico de Rivas, recién fallecido en su casa, pidió a su familia:
—Por ningún motivo me lleven a un hospital.
En Nicaragua no sabemos si vamos saliendo o estamos estancados en la pandemia. Aquí vivimos day after day. Cada noche, al irme a dormir, doy gracias a la vida por el día vivido. Al despertar, a la mañana siguiente, después de verificar dónde estoy y preguntar a mi mujer cómo amaneció, reviso si me duele el cuerpo, si tengo afección en la garganta, si respiro normal, y después de constatar que sigo vivo, me levanto y saludo al nuevo día. En estas condiciones de ser sin rumbo cierto, las manazas de la incertidumbre oprimen nuestras gargantas, convirtiendo el mañana en una incógnita imposible de despejar.