Aún no puedo asimilar lo que ha sucedido, el golpe más duro que me toca vivir: perder a mi padre. Aún no aceptó la forma en que se fue. Nunca imaginé que escribiría sobre el fallecimiento del hombre más importante de mi vida.
Juan Marcelino Picado Hernández recién cumplía los 77 años de vida, en los que había procreado junto a su esposa durante 55 años de matrimonio, seis mujeres y seis varones, el discipulado completo podría decirse.
Mi papá siempre fue un hombre con mucha moral, estricto y correcto, entregado a su familia y a Dios. Nos enseñó a darle el valor debido a las cosas y trabajar honestamente para conseguirlas, hizo de su hijos hombres y mujeres de valor, que estuvieran preparados para batallar en la vida.
Marcelino nació en San Isidro, Matagalpa, en 1943, donde las quebradas y las montañas se extienden a lo largo de la carretera. Un pueblo modesto, hogareño, donde todos se conocen y prácticamente todos tienen alguna conexión familiar. En ese mismo pueblo conoció a mi madre, una mujer esbelta, de cabellera color azabache. Apenas tenía 22 años cuando contrajo nupcias con la mujer que compartiría toda su vida.
En su vejez, siempre se resistió a quedarse en casa, a ser mantenido por su hijos; todo lo contrario, en muchas ocasiones fue él quien nos apoyó cuando lo necesitábamos. Siendo un pensionado, tenía su negocio en el Mercado Roberto Huembes junto a mi mamá, quien lo administraba.
Empieza la pesadilla
Marcelino falleció el martes 12 de mayo al mediodía, murió en una cama del Hospital Manolo Morales Peralta, en Managua. Según uno de los doctores que trabajan en este centro, el fallecimiento pudo ser una embolia pulmonar o infarto al corazón, debido a la coagulación de la sangre, la cual no le permitió que llegara oxigeno a sus órganos, una muerte fulminante, producida por la covid-19.
La carta de defunción que dio el Ministerio de Salud (MINSA), dice que mi papá murió por “una neumonía adquirida comunitaria grave”, el mismo diagnóstico que hacen a todos los fallecidos por coronavirus en los hospitales estatales de Nicaragua. Es evidente el empeño del régimen Ortega-Murillo para ocultar las cifras reales de la pandemia en el país y el caos que hay en los centros hospitalarios.
Mi papá fue ingresado en primera instancia por su seguro, en el hospital SU MÉDICO, el viernes ocho de mayo. Aislado sin poder comunicarse con sus hijos que hacían guardia a las afueras de este hospital; don Marcelino vivía días de terror, viendo cómo los otros pacientes los intubaban y fallecían horas después.
Sin dormir, esperando día y noche alguna información sobre el estado de salud de mi padre, una doctora salió a decirle a una de mis hermanas que en la placa realizada, los pulmones de mi papá estaban saturados de flema, por esa razón estaba en la sala de sospechosos de covid-19.
Uno de mis otros hermanos, que siempre estuvo esperando en el hospital, relató el martirio de los otros familiares que recibían la mala noticia del fallecimiento de su pariente. Las ambulancias que iban y venían con cuerpos, los llantos y la falta de información que recibían las personas que preguntaban sobre sus enfermos.
El domingo diez de mayo mi padre aún consciente de sus facultades, pero delicado, pidió salir del hospital porque no quería ser intubado. Mis hermanos decidieron sacarlo antes que terminará como los que habían visto.
Cuando fue trasladado al Manolo Morales, papá aseguró a sus hijos que en SU MÉDICO no le dieron comida, ni agua durante su estadía en este centro, lo que se notó claramente en su deterioro físico. Asustado, mi padre no quería morir como los demás que observó en esa sala.
Sus últimas horas
En el Manolo, ingresó ese mismo diez de mayo a altas horas de la noche, con deficiencias graves respiratorias. En este hospital habían tres doctores que me informaban el estado real de mi padre. Uno de ellos me informó que fue ingresado con “Alcalosis Metabólica, Hipoxemia Severa, es un caso grave” le aseguraron.
“¿Esta con ventilador?”, le preguntó mi informante. “Aún no, pero está en alerta ventilatoria”, le respondió el médico que está en el área de covid-19 en el Manolo.
Sin embargo, el lunes 11 de mayo, mi padre tuvo una leve mejoría, empezó a comer y a hidratarse, recuperando las fuerzas que no le dieron en el anterior hospital. Estuvo bien atendido, en medio de la falta de recursos que tienen los médicos. Mi hermana asegura que cuando entró a verlo de lejos tenía oxígeno, pero necesitaba algo más fuerte para sus pulmones, un ventilador, un aparato que escasea en el Manolo ante el elevado número de casos de covid-19.
Los doctores, sin la protección debida en este hospital, ha provocado que más del 60% del personal diera positivo al virus y atiendan con escasos recursos a los pacientes. “El descontento es enorme en el personal” afirmó otra doctora que me informaba sobre la situación de este centro médico.
Un doctor que trabaja en consulta externa en este hospital, me ayudaba a enviarle vídeos de ánimo a mi papá, mensajes de apoyo de sus nietas que están fuera del país. A las 10 a.m del martes 12, el doctor me envió un vídeo donde mi padre dice: “Hija estoy bien, un poco maltratado, pero bien, Yaro (su nieto) cuídate”, fueron sus últimas palabras.
En el vídeo, mi padre se nota muy cansado, su cara está inflamada, no tiene suero, ni oxígeno, es evidente su deterioro. Mi preocupación se la hice saber al doctor y le dije que por favor le dijera al médico residente que atendía a mi padre que le pusiera atención, porque se notaba muy agotado.
A las 12:20 del mediodía, después de ver ese último vídeo, mi hermano mayor me notificó que papá había muerto.
No lo podía creer, había visto a papá vivo hace dos horas, ¿cómo era posible que haya muerto tan abruptamente? Sentí que habían atravesado una daga en mi corazón, una herida tan profunda que aún sangra en nuestra familia y que quizás nunca cicatrice.
Un entierro rápido, sin respeto al luto
Mis hermanos en Nicaragua hicieron lo posible para que mi padre fuera enterrado, al menos en el lugar que ya había pagado años atrás, Jardines del Recuerdo, en Ticuantepe. Papá fue puesto en su ataúd y sellado por los trabajadores del MINSA, quienes vestían trajes de protección y máscaras bucales.
A lo lejos, filmando con su celular, uno de mis hermanos capturaba el momento que mi padre es enterrado. No les permitieron acercarse hasta que el féretro estuviera sepultado y fumigado. Las imágenes son desgarradoras y la voz de mi hermano quebrado en llanto, porque no pueden estar cerca.
Tres horas después de que falleció, mi padre fue enterrado. Murió en esa cama de hospital, sin sus hijos ni su esposa de toda la vida. Es totalmente inhumano el procedimiento que ejecuta la dirección central de los hospitales estatales, que están regidos por las órdenes de la dictadura en Nicaragua. Nadie merece morir de la manera que se fue mi papá, de la misma forma que han muerto todos los pacientes con supuestas “neumonías” que en realidad son fallecimientos por coronavirus.
Víctima de la negligencia gubernamental
Mi papá no solo fue víctima de la covid-19, también fue de la negligencia de un régimen que no se preocupa por sus ciudadanos, el único país en América que sigue sin tomar medidas para evitar la propagación del virus. Todo lo contrario, son promotores de la irresponsabilidad, de salidas en masa para apoyar su discurso de “normalidad” inexistente, ayudando a esparcir el contagio en todo el país.
Mi padre es una de las cientos de víctimas de esta negligencia del régimen, así como todas las que han fallecido hasta ahora. Es lamentable que vivamos en un país donde reina la tiranía y la injusticia, donde los débiles pagan las consecuencias de los que tienen el poder.
Mientras la vicepresidenta de facto, Rosario Murillo trata de convencer que los casos de coronavirus en el país son falsos, los hospitales están saturados de personas que luchan en condiciones mínimas por su vida, con doctores expuestos sin equipos protectores adecuados, tratando de salvar vidas. La muerte de mi padre como la de muchos en Nicaragua NO es falsa. Ocurrieron y causan un dolor inmenso en las familias nicaragüenses. Esto es real, la pandemia está azotando el país y estamos desprotegidos.
Don Marcelino Picado fue el mejor de los padres, fui afortunada en ser su hija. A mi familia le robaron que siguiera disfrutando de sus nietos y nietas, la alegría de seguir celebrando su vida junto a mi madre. Nos robaron el luto de darle un entierro digno, de velar su cuerpo, de morir junto a sus hijos, a como él quería.
La pérdida ha sido enorme, recuperarse es un proceso largo y doloroso. Nos queda la resignación que mi padre ahora descansa en paz, reposando en ese hermoso lugar en el cielo que nos decía que existía cuando leía la Biblia.
Asimismo la familia goza de la tranquilidad que en su última llamada a una de sus hijas, él afirmó “sentirse bien con sus hijos e hijas”, supo cuánto le queríamos y que no estaba solo, a pesar de su aislamiento en esa sala de hospital.
Espero que en algún momento de mi vida cuando esté en mi lecho de muerte, pueda ver otra vez su rostro y descansar junto a él. Hasta entonces, siempre estará en el corazón de sus hijos, hijas y la mujer que amó toda tu vida.
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