27 de abril 2020
No es cuando tenemos la verdad que nos ponemos de acuerdo;
es cuando nos podemos de acuerdo que encontramos la verdad.
Gianni Vatttimo
Hace dos años la vida de Nicaragua cambió una tarde de abril. Los estudios de los próximos lustros examinarán aquella tormenta. Unos dirán que fue producto de un largo proceso de deterioro de la democracia, otros enfatizarán en las condiciones explosivas que concurrieron entre las protestas contra el incendio de la reserva Indio-Maíz y las reformas de la seguridad social. Ambos tendrán razón en parte. Sin embargo, cuando se analicen con calma y distancia las consecuencias de aquel estallido, no podrán evitar encontrar las paradojas desencadenadas por la rebelión. Las protestas de abril estallaron en las incertidumbres de la dictadura, en los vacíos existenciales de los partidos opositores y de la sociedad civil y, como se vio luego, estallaron en contra de los propios actores de las protestas. Las consecuencias podrían obtenerse del viejo aforismo: “de aquellas paradojas, estos estancamientos”.
La ambición por imponer su proyecto hegemónico llevó al Gobierno de Ortega a desmantelar los mecanismos institucionales del Estado. Según estudios regionales, el Estado nicaragüense estaba entre los Estados sólidos del continente por la baja conflictividad social que enfrentaba, en teoría, gracias a la fortaleza de sus instituciones para resolver las contradicciones. Sin embargo, al destruir los mecanismos democráticos para procesar el conflicto y eliminar los de mediación entre el Estado y la sociedad, el régimen Ortega causó un tipo de protesta novedosa en Nicaragua, en la que cada ciudadano se sintió compelido a salir a las calles a protestar sin necesidad de que alguna organización lo llamara a la lucha. La vía autoconvocada, cual búmeran, golpeó en plena cara del orteguismo. Creyendo que al asfixiar todas las formas organizadas de lucha cerraba cualquier opción de acción colectiva contestataria, contribuyó a multiplicar las formas de protestar en nombre propio.
Estas formas de protesta también evidenciaban “el vacío de la representación con su correlato en el descrédito de la intermediación, la desafección política y el desencanto”, señalado por Manuel Alcántara[1], que en Nicaragua se reflejaba en el alejamiento de la población hacia los partidos políticos, como había quedado plasmado en la altísima abstención en las elecciones nacionales de 2016 y las municipales de 2017.
En 2018 una parte de la oposición política, la extraparlamentaria, parecía desmantelada, y la otra en estado de cooptación. La primera no parecía recuperarse del zarpazo sufrido la víspera electoral, cuando el régimen eliminó cualquier vehículo para participar en los comicios y desalojó a los diputados que se habían agrupado detrás del Frente Amplio por la Democracia (FAD); la segunda desempeñaba cada vez mejor el papel de comparsa asignado por el régimen en la Asamblea Nacional. No había reivindicaciones ni desafíos estratégicos de la política que desvelaran al orteguismo.
En la arena de la sociedad civil, una vez replegada la mayoría de las ONG que hacían incidencia política, las pocas luchas sociales reseñables se encontraban en la resistencia permanente del movimiento de mujeres y en la explosividad del movimiento campesino contra la construcción del canal interoceánico que había agitado las aguas los últimos cinco años.
Esta falta de referentes políticos e ideológicos claros dio lugar a otra de las señas de identidad de la avalancha desencadenada en abril 2018: el totum revolutum, la amalgama política y social menos imaginable en una Nicaragua tradicionalmente atravesada con clivajes bien definidos por la clase, la procedencia urbano-rural, lo generacional y genérico e incluso lo étnico. De ello se derivó la transversalidad de las demostraciones, lo policéntrico y el carácter coral de los nuevos liderazgos. Ello trajo implícita otra característica: la ubicuidad de las manifestaciones que por una vez no se concentraron en el Pacífico sino que se dispersaron por todo el territorio nacional.
La rebelión de abril, en vez de nutrir a los actores clásicos de mediación con el poder, paradójicamente actuó como una marejada que dejó sin potencial clientela política a los partidos y las organizaciones sociales. Según se ha visto después, quizás sólo el movimiento campesino anti canal salió fortalecido de las movilizaciones contra la dictadura. El resto de organizaciones quedaron descolocadas o tuvieron que reinventarse, y todavía dos años después no han logrado echar raíces en el nuevo sustrato social, en especial el activista, que ha dejado la rebelión.
En cuanto a los autoconvocados, en especial el componente estudiantil/juvenil, desde el minuto fue sometido al ataque sistemático de la dictadura con la finalidad de diezmarlo. Fue la respuesta instintiva de la tiranía. Ha sido convertido en el blanco del estado de sitio. Sus participantes han sido asesinados, encarcelados y torturados en varias ocasiones, independientemente de la responsabilidad que tuvieran dentro del movimiento; han sufrido el acoso de la policía y de los sicarios del régimen en sus viviendas, se les ha declarado muerte civil (sin posibilidades de trabajar ni de estudiar); se les ha empujado al exilio.
Esta persecución debilitó las organizaciones para la lucha que todavía se encontraban en fase embrionaria. La lógica contrainsurgente llevó a los agentes del régimen a tratar de infiltrarse en las filas rebeldes para desarticular un fenómeno que nació disgregado. Pero como ya se ha dicho aquí en varias ocasiones, también ha habido dinámicas internas que erosionaron la amalgama que se movilizó a partir de abril de 2018.
A medida que pasaron los meses la autoconvocatoria y la transversalidad se convirtieron en los peores lastres de la protesta. Lo que al inicio del estallido fue una corriente de aire fresco que multiplicaba los focos de rebeldía, posteriormente fue fuente de la atomización de las fuerzas, en buena medida debido a la propia naturaleza del movimiento. La espontaneidad y la baja organicidad dentro de los autoconvocados, actuaron también como paradoja en contra de sí mismos al no saber canalizar la energía social que desataron. Aparentemente, todavía se encuentran en la transición de la movilización a la deliberación.
Pese a ello, sus herederos, han sabido fortalecer su resiliencia frente a las condiciones adversas. Dentro de esta óptica se encuentran los esfuerzos nucleados en torno a la Alianza Cívica por la Democracia y la Justicia (ACDJ) y la Unión Nacional Azul y Blanco (UNAB). De naturalezas diferentes, ambas encierran el germen de la organización para el cambio en la que los autoconvocados han sabido (o podrían) encontrar espacios a pesar de los tropiezos de los procedimientos, como muestra el camino accidentado e inconcluso hacia la Coalición Nacional.
A dos años de distancia se advierten al menos dos saldos de la rebelión: nada ha quedado en su sitio ni sus efectos terminan de ser capitalizados en una organización para el cambio. Aunque cueste reconocerlo, el 18 de abril ha sido una paradoja para todos. La dictadura jamás lo aceptará; los partidos y la sociedad civil de entonces no terminan de entenderlo; y los autoconvocados a veces parecen comprenderlo. Las fuerzas anti-dictatoriales tendrán que mirarse en el espejo de la obviedad que señalaba Vatimo: “es cuando nos podemos de acuerdo que encontramos la verdad”…y la ruta a la liberación.
[1] Ver: https://latinoamerica21.com/y-las-calles-se-vaciaron/
* Este texto está basado en uno de los capítulos del libro “Nicaragua, el cambio azul y blanco” que será publicado próximamente