18 de abril 2020
Precedido por un aluvión de memes que lo pintaban saliendo de un sarcófago o rearmado como maniquí despernancado, a veces bajo las miradas ominosas de los danzantes cargadores de ataúdes de Ghana, Daniel Ortega dio una conferencia de prensa el miércoles 15 de abril. Tenía 34 días de no aparecer en ningún respiradero público, y ese tampoco lo fue a plenitud, porque la conferencia tuvo lugar en su acorazado bunker. Habló –de ahí tomo la palabra– de los varios respiraderos que tenemos, de que el coronavirus es una señal de Dios para que corrijamos el rumbo del planeta, de que hay que seguir trabajando para que el país no se muera, del eficaz sistema comunitario de salud nicaragüense, de que esta pandemia afecta a los países desarrollados, de las armas que matan y del amigo que murió de coronavirus, el peluquero de la corte, que no vino de Estados Unidos -como Ortega dijo, siempre ajeno a esos detalles de poca monta, y también a los de mucha-, sino de Colombia.
Contra lo que algunos vaticinaron, no anunció ninguna nueva medida, ningún giro de timón. Nunca lo ha hecho. Ortega deja hacer a Murillo, aguarda los resultados mientras mira un punto negro en la pared de su cuarto y, si los efectos le complacen, estampa su firma en la siguiente comparecencia pública.
Murillo, que sí suele anunciar lo que viene, ofreció más de lo mismo, con una breve declaración salpicada de Dios, deseos de prosperidad y alusiones a sus pláticas con los seres que están en otro plano de vida. Me ahorro los comentarios: estos dilates se comentan y parodian a sí mismos. Al menos no culpó a la oposición y al imperialismo. No lo hizo porque aquí, en esta tierra bendecida, no está ocurriendo nada. Su negacionismo se basa, por narcisismo extendido, en la construcción de un reino idílico. Y no hubo rebelión ni habrá coronavirus que le echen a perder el cuento.
El salón lo ocupaban unas angostas mesas dispuestas en forma de grapa, con un exuberante centro vegetal, una selva amazónica que dividía en dos al grupo de diez convidados de piedra que, antes de alzar vuelo, introdujeron en sus bolsillos sus objetos personales, al tiempo que lanzaban miradas codiciosas a las canastitas llenas de galletas y dulces con las que hubieran querido llenar sus bolsillos. Los sacos y gabachas de algunos les habrían venido de perlas para ese cometido, quizás el único que tuvieron en mente como objetivo de esa jornada, además de abrazar y besuquear a Murillo y Ortega para gloria y regocijo del coronavirus.
Ahí estaba el hombre del momento, Orlando Solórzano, Ministro de Fomento, Industria y Comercio que un par de días antes le dijo al periodista Wilih Narvaéz que el precio de la canasta básica rondaba los dos mil quinientos córdobas, cuando supera los catorce mil. “Ah pues es catorce mil, pues”, concedió en plan perdonavidas después de ser corregido. Queda ese momento para la historia como un tesoro de contento y mina de memes. El pueblo te lo debe, Wilih. Murillo intentó baipasear al futuro ex Ministro en los manoseos de despedida y solo le rozó el brazo, desviando la mirada hacia otro servil que se adelantó solícito. En lenguaje cortesano: otro desliz y tendrá que convertirse en asesor presidencial. A juzgar por la displicencia de los saludos, Solórzano y Gustavo Porras no son hombres de Murillo. En ellos no gastó ni media palabra.
Estaba ahí también la recién estrenada Ministra de Salud, arrinconada como gallina comprada, ignorada por todos, sabedores de que es una dead woman walking, una reputación lista para ser triturada por vender su rostro como imagen de políticas públicas irresponsables y disparatadas. Otra relegada al olvido fue Camila Ortega. Ignorada por los invitados, se fingía afanada en retirar el fólder con el discurso que Ortega no usó –dicen que Murillo siempre le escribe uno del que él hace caso omiso- y que a veces abría, indiferente a su contenido, para matar el tiempo y escapar a una situación incómoda.
Fue un cuadro de lamentable decadencia. Pero mayor es la de la oposición, que ha sido incapaz de explotar las debilidades del régimen y arrebatarle la iniciativa. La mera aparición de Ortega y su continuidad son su triunfo. Eso lo sabe muy bien y por eso no se molestó ni siquiera en prolongar su comparecencia pública. La entrañable transparencia de la querida presencia –y en este caso también, por muchos, pedida presencia– del comandante quiso tener la fuerza suficiente para devolver la confianza a las bases y remachar que su omisión es acción, que los visiteos inoportunos son el modelo comunitario y que la negligencia en aplicar test y tomar medidas son la vía más eficaz para evitar las estampidas de pánico que se producen en los estadios.
Ahí está el dinosaurio a dos años de la rebelión de abril. Los últimos días de la dictadura, de los que tanto escribimos y hablamos, ya suman más de setecientos, o sea más de cien semanas, y sumarán más de dos años. Hay razones para que así sea: el deterioro económico no fue tan contundente como se esperaba –en parte porque nadie está dispuesto a hacerse el harakiri económico, y esto aplica a grandes, medianos y pequeños, a empresarios, asalariados y cuentapropistas–, la fuga de ahorros se revirtió y en el peor momento a lo sumo nos hizo retroceder un lustro o poco más, los serviles y manchados de sangre del régimen no tienen otra opción que apuntalar su continuidad, el empresariado nunca jugó todas sus cartas, etc.
Sin embargo, había también numerosos indicios de descomposición interna que no fueron aprovechados en parte por falta de sagacidad (y también de soberbia porque Fernando Bárcenas, Onofre Guevara y otros y otras les dieron consejos que no quisieron atender) y en parte porque la oposición ha dado muestras de tener siempre otras prioridades: confeccionar el gran plan de desarrollo de pasado mañana en lugar de la estrategia política de hoy y pelearse entre sí por las que suenan a minucias comparadas con salir de la camarilla que hizo correr torrentes de sangre en abril.
Todas y todos los opositores parecen tener a sus enemigos favoritos en la misma oposición y no en el régimen. Muchas feministas buscan hombres muy malos –abusadores en serie– en los movimientos universitarios para someterlos a linchamientos mediáticos tipo reality show, los antisandinistas salen de cacería vestidos de almas impolutas y hurgan en los baúles de la historia para descubrir el pasado sucio en los años 80 de algunos dirigentes de la Coalición Nacional, los que presumen de radicales encuentran cada tres minutos una nueva conspiración de la derecha oligarca para malograr los objetivos sociales que –según ellos– tuvo el movimiento de abril, alumnos enfebrecidos –pequeños en número, grandes en decibelios– se juntan de vez en cuando, en la única universidad que se los permite, para fustigar a sus profesores, vigilantes o autoridades a las que acusan de complicidades con el régimen y, en medio de un largo etcétera, la muy meritoria doña Francisca Ramírez prefiere distanciarse del Movimiento campesino anticanal por diferencias con sus actuales dirigentes y pasear por Europa disfrazada de una versión nica de Rigoberta Menchú.
Dicho en esos términos, espero que se note que gran parte de la oposición representa un ridículo no tan lejano a los disparates de Murillo, solo que sin Dios cada tres palabras, sin seres que viven en otro plano de vida y sin mesas atiborradas de flores. En el vasto mar de las frustraciones, la oposición perdió la brújula y aquella pinta de “Se busca” con la imagen de Ortega que llenó las calles de una Nicaragua insurrecta. Los políticos de oficio y otros líderes de la oposición le deben mucha más creatividad, intrigas, compromiso y escucha a esa sangre que corrió hace dos años. La sangre de abril es la sangre de Abel que, como dice la misa salvadoreña, “escucha el Señor. El grito del pueblo despierta en Moisés. El grito que nace de nuestras entrañas con mil artimañas lo quieren callar.”