4 de marzo 2020
La muerte de Ernesto Cardenal obliga a un ejercicio de memoria que reconstruya su biografía con el mayor apego a sus ideas. Fue sin duda, Cardenal, un poeta de ideas, un escritor que abrió su poesía a la experiencia de un mundo que amaba y aborrecía. El misterio de ese mundo, contradictoriamente nombrado en su poesía, se sintetizaba en el desencuentro de la belleza de los lagos de Nicaragua, donde fundó comunidades utópicas, y el horror del capitalismo y la dictadura.
En sus Memorias (2003), editadas en dos volúmenes por el Fondo de Cultura Económica, las dos figuras más entrañables, las más acreedoras de una deuda tangible en su vida y obra no eran Fidel y el Che, sino el también poeta nicaragüense, José Coronel Urtecho, y el monje trapense y teólogo norteamericano Thomas Merton.
A través de su maestro, Coronel Urtecho, Cardenal entró en contacto con la gran poesía norteamericana (Whitman, Eliot, Pound, Lowell…), que le aligeró la influencia de Rubén Darío y lo orientó hacia un vanguardismo conversacional. De Merton, Cardenal aprendió un jesuitismo místico, más ascético y utopista que la propia doctrina loyolista que le enseñaron en el seminario de Cuernavaca.
Llama la atención que, de Estados Unidos, un imperialismo y un capitalismo que aparecen en su poesía como metáforas del mal provengan los más poderosos referentes del pensamiento poético y teológico de Cardenal. Eran esas fuentes las que le permitían hablar con propiedad del filibusterismo de William Walker, la expansión de la United Fruit Company o la voracidad de Wall Street. Aquel anticapitalismo de Cardenal estaba informado por la idea poética de la piedad de Pound y por la imagen de Marilyn Monroe, marcando el número equivocado del teléfono de Dios.
En casi todos los poemarios de Cardenal, desde los Epigramas (1961) y los Salmos (1964), hasta el Cántico cósmico (1989) y El telescopio de la noche oscura (1993), había aquellas pastorales contra el mercado, curiosamente abastecidas por el imaginario poético de Estados Unidos. No es raro que aquel poeta, ordenado como sacerdote en los años del Concilio Vaticano Segundo, abrazara la Teología de la Liberación y respaldara la Revolución Sandinista. La mayor parte de la intelectualidad nicaragüense estaba contra Anastasio Somoza en los años 60 y 70.
Menos previsible fue que Cardenal, al final de su vida, se opusiera tan enérgicamente a Daniel Ortega, Rosario Murillo y quienes se apropiaron autoritariamente de aquella revolución. Oponerse a Ortega le supuso distanciarse de la Cuba de Fidel y Raúl Castro, que siempre respaldó desde 1959. Pero vale la pena recordar que aquel respaldo también tuvo sus fisuras, como se lee en el libro En Cuba (1972); testimonio de un viaje a la isla en el que Cardenal denunció la persecución de católicos y homosexuales, rockeros y hippies, la censura del marxismo occidental en la Universidad de La Habana y los campos de concentración de las tenebrosas UMAPs.
*Este artículo se publicó también en La Razón