19 de febrero 2020
WASHINGTON DC – Las elecciones presidenciales estadounidenses de noviembre serán las más trascendentales en la historia moderna. El acceso al poder del crecientemente autoritario, vengativo y peligroso Donald Trump por otros cuatro años podría determinar el futuro de EE. UU. por mucho tiempo.
Las elecciones de este año no serán la típica contienda entre dos partidos con diferencias que son más de grado que de fondo. Pero antes los demócratas deben elegir su candidato... y esta vez la competencia es excepcionalmente incierta.
El tercer intento del exvicepresidente Joe Biden para llegar al máximo cargo del país no está logrando mejores resultados que los dos primeros. Biden es una figura con aceptación, un hombre decente y empático, sin un costado mezquino. Pero ese perfil agradable bien puede resultar en su ruina electoral. Le falta lo que llamo «carácter presidenciable»: una cierta dignidad y distancia que transmiten la sensación de que no sería prudente hacerlo enojar. También le falta un mensaje: recordar a los demócratas que fue el vicepresidente de Obama no dice mucho a los votantes sobre cómo gobernaría.
Tampoco sorprende que la campaña de Elizabeth Warren se haya desinflado. Al principio, respondía a las preguntas con un «Tengo un plan para eso». Conoce la política interna y ha logrado captar un grupo de fervientes seguidores, pero no parece entender que sería imposible implementar tantos nuevos programas. Muchos de sus colegas en el senado —aliados incluidos— me dijeron en las primeras etapas que no se «resistiría bien el desgaste». No les gusta su actitud santurrona. Tiene una cierta frialdad que ninguna cantidad de selfis con sus seguidores logra superar por completo.
El senador Bernie Sanders también es víctima del exceso de promesas. Todavía es al que mejor le va entre los votantes más jóvenes; la mayoría de los votantes más maduros se preguntan cómo pagará todas sus promesas, incluida la educación gratuita en las universidades públicas y la condonación de los créditos estudiantiles.
Tanto Warren como Sanders se metieron en problemas con el seguro universal de salud «Medicare para todos». Nadie ha explicado cómo reemplazar al Obamacare con un sistema de salud pública unificado (single-payer) no aumentaría los impuestos para la clase media, y algunos sindicatos se oponen, porque reemplazaría los planes de salud con mejor cobertura que obtuvieron renunciando a otros beneficios. (Warren ajustó más tarde su propuesta, pero no de manera convincente).
Sanders, un autoproclamado «socialista democrático» es un personaje inquietante en un momento en que la unidad partidaria parece fundamental para derrotar a Trump. Su rigidez ideológica limita su llegada, por lo que no logró aumentar la cantidad de sus seguidores. Aunque ganó en Nuevo Hampshire, que limita con Vermont, su estado, obtuvo un 50 % menos de votos que en 2016. Pero, en este momento, no se lo puede descartar como una sólida posibilidad para la nominación.
Con la ayuda de la prensa política que busca una nueva historia, y un buen desempeño en los debates cuatro noches antes de las elecciones primarias en Nuevo Hampshire, la senadora Amy Klobuchar convirtió su tercer puesto allí (fue quinta en Iowa) en un «repunte». Pero los debates no son un buen indicador de una presidencia: evalúan si alguien es agradable, su inteligencia y visión; pero revelan poco sobre el temperamento, juicio, curiosidad, sabiduría y habilidad diplomática de los candidatos.
Por ahora, el empujón de Klobuchar ha eclipsado su mala reputación en cuanto a la relación con su personal, que le creó dificultades para atraer y retener asistentes de primera línea. Pero, además, Klobuchar carece de visión. Recita un historial aparentemente impresionante de elecciones ganadas en Minnesota, donde no ha tenido una oposición fuerte, y enfatiza sus orígenes modestos (su abuelo era minero de carbón). Lo que no señala es el respaldo corporativo con el que cuenta, incluido el del gigante de los agronegocios Cargill, la empresa privada más grande de Estados Unidos y una de las más controvertidas.
Pete Buttigieg, de 38 años, ha sido el fenómeno más sorprendente en la contienda, gracias a su agudo intelecto e inusual compostura. Sus rivales se ríen de su experiencia política como alcalde de una pequeña ciudad (South Bend, Indiana), pero eso lo ha familiarizado con la forma en que funcionan los programas federales. Se ofreció como voluntario para el ejército y sirvió en Afganistán, y ha pensado más en la política extranjera que la mayoría de sus rivales (excepto Biden). Maneja con aplomo el hecho de ser un hombre gay casado. Tiene un irónico sentido del humor y puede burlarse sutilmente de un contrincante de una manera que recuerda a Obama.
Pero, ¿es eso suficiente para ganar? Bill Clinton transmitía empatía. Los estadounidenses vieron llorar a Obama después de la masacre en la escuela primaria Sandy Hook en 2012. Cuesta imaginar a Buttiegieg llorando. Puede dar la impresión del retraído planificador de McKinsey, que alguna vez fue. Eso, al igual que las controvertidas decisiones que tomó como alcalde en cuanto su personal, pueden ser la causa de las dificultades que ha tenido hasta el momento para atraer el apoyo de los votantes de minorías. Y aunque podemos imaginar que el agudo intelecto y rápido sentido del humor de Buttigieg puedan poner nervioso a Trump, no sabemos si el electorado en su conjunto aceptaría a un candidato gay como lo hacen los votantes demócratas.
Una vez que Mike Bloomberg, alcalde de la ciudad de Nueva York durante tres períodos, ascendió en las encuestas de opinión, fue sometido a un mayor escrutinio, que lo dejó en aguas turbulentas. Por ejemplo, ha sido acusado de racismo, básicamente por el programa de «detención y cacheo» que implementó como alcalde, y la misoginia en sus prácticas comerciales. Están siendo circuladas declaraciones vulgares que hizo antes de ser alcalde. Pero Bloomberg ha recurrido a su enorme riqueza para autofinanciar su campaña y crear alianzas importantes, haciendo donaciones a los candidatos, ofreciendo becas de capacitación para alcaldes, en su mayoría negros, y ayudando a las mujeres a progresar.
Además, la experiencia de gobierno de Bloomberg y su calmada capacidad hacen que para muchos resulte atractivo. Pero su mayor ventaja es que se lo percibe como el mejor preparado para derrotar a Trump, que parece nervioso ante la perspectiva de enfrentar a un contendiente mucho más rico que el (y evidentemente conocedor de sus indecorosas prácticas comerciales en Nueva York).
Poder comprar una ventaja política puede ser injusto o incorrecto, pero Trump es un personaje tan alarmante que muchos votantes parecen, de momento, dispuestos a dejar pasar lo que en otras circunstancias nunca perdonarían. Eso se debe a que la elección de 2020 se libra en una época de crisis para la democracia estadounidense.
Elizabeth Drew trabaja como periodista en Washington, su último libro es Washington Journal: Reporting Watergate and Richard Nixon’s Downfall. Copyright: Project Syndicate, 2020.