10 de febrero 2020
I. Entre 1920 y 1980, y los jóvenes desarraigados
San José, Costa Rica-. Antes de Róger Luque vinieron otros. Llegaron mucho antes de la década del ochenta, cuando el joven huyó del Servicio Militar, durante la guerra entre la contra y el Ejército sandinista. No eran tantos ni salían obligados de Nicaragua. Más bien los atraía el fragor de la United Fruit Company y sus bananos, así como la construcción del ferrocarril en los años veinte. Tampoco fueron los primeros, pero sí quiénes inauguraron los flujos migratorios de nicaragüenses a este país vecino e inevitable. Ciclos que hasta el día de hoy persisten, cada uno signado por las propias particularidades de su tiempo.
Costa Rica es un país de migrantes. Pequeño pero diverso. A finales del siglo diecinueve y comienzos del siglo veinte, el primer flujo de nicaragüenses irrumpió en territorio tico junto a legiones de chinos, indios y jamaiquinos. Todos mano de obra para el enclave bananero, la explotación minera en Abangares y la construcción de la vía ferroviaria.
Los nicas de aquella época eran 10 673, un 25.1% de la población migrante total en Costa Rica. Los jamaiquinos eran mayoría con 38.9%. Los nicaragüenses migrantes de aquella época eran casi todos originarios del departamento de Rivas. A fin de cuentas, los rivenses no sentían tanto desplazamiento hasta Costa Rica. Era como un mismo territorio: La anexión de Guanacaste y la frontera fue delimitada en 1824, pero la línea siempre ha sido porosa, casi inexistente para la gente de este territorio.
Así los rivenses se adentraron a la zona costera pacífica de Costa Rica. Igual sucedió en el Caribe hasta la década de los treinta, cuando la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial desbancaron las exportaciones hacia Estados Unidos y Europa. En la década del cincuenta, Costa Rica inició la producción algodonera. Retornó mano de obra nicaragüense, pero en baja intensidad. En aquel entonces llegó Pablo Ortiz, a través del Río Zapote. A sabiendas que el banano todavía era una industria pujante en Costa Rica, Ortiz decidió instalarse en una zona fronteriza con el Río San Juan. Era un cantón que comenzaría a llamarse Upala y del cual, Ortiz, se volvería fundador junto a otros jornaleros nicas que recolectaban cacao.
“Éramos como 40 peones. Todos nicaragüenses y el 70 por ciento de los trabajadores era de la Isla de Ometepe”, recuerda Ortiz quien aún reside en Upala. Este viejo hombre conoce de palmo a palmo Upala. Desde ese cantón ha vivido décadas de constante migración de compatriotas a Costa Rica. Luego de su llegada en los cincuenta, los acontecimientos mundiales de las décadas siguientes impactarían la relación migratoria entre Nicaragua y Costa Rica: Abrirían una segunda etapa que mutó de la migración laboral a la política.
Costa Rica fue siempre el refugio natural para los nicaragüenses que huían de la dictadura de los Somoza en los años 40 y 50. El doctor Constantino Urcuyo, el poeta Alberto Ordóñez Argüello, el doctor Rosendo Argüello, el periodista Pedro Joaquín Chamorro, el doctor Enrique Lacayo Farfán, y muchos otros vivieron exiliados en San José.
En los años 60 y 70, se afincaron pequeñas células de guerrilleros del Frente Sandinista, lideradas por Carlos Fonseca, quien fue hecho prisionero y liberado por un comando armado. El escritor Sergio Ramírez dirigió en San José durante ocho años el Consejo Superior de las Universidades Centroamericanas (CSUCA), y a finales de los setenta fue uno de los promotores del Grupo de Los Doce y luego de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, que se organizaron desde Costa Rica.
Durante la ofensiva guerrillera de 1978-79 centenares de sandinistas llegaron a Costa Rica. En San José permaneció el entonces guerrillero y general en retiro Humberto Ortega, casado con una costarricense, y los ahora dictadores Daniel Ortega y Rosario Murillo, mientras los costarricenses se desbordaron en una ola de solidaridad con la gesta antisomocista.
Pero la migración de los 80, después del triunfo de la revolución sandinista, simbolizó la ruptura del tejido social de Nicaragua como resultado de la guerra civil. Así terminó empujado a migrar forzadamente a Costa Rica el joven Róger Luque debido a la violencia política.
“Fue muy difícil porque en esa época los jóvenes de mi misma edad no teníamos experiencia de ir a un campo de batalla, de guerra… entonces esa gente iba sin preparación y allí morían”, lamenta Luque en San José. Ya no es un joven, es un hombre que trabaja como chef en un restaurante. Pese al paso del tiempo, recuerda con lucidez el temor al Servicio Militar Patriótico Sandinista. “Cuando los jóvenes morían, los llegaban a entregar a sus padres para que reconocieran si era el cadáver o no. Hubo mucho engaño y mentira… es una herida que jamás va a sanar”.
Aunque la migración de la década de los ochenta no fue el primer flujo provocado por razones políticas en Nicaragua, sí fue el de mayor envergadura producido en tan poco tiempo hasta ese entonces: Fueron alrededor de 80 000 refugiados, entre ellos muchos miskitos escapando de la “navidad roja”. Entre migrantes y refugiados había 120 000 y 285 000 personas, de las cuales cerca de 40 000 tenían estatus de refugiados.
La herida que no sana para Luque es provocada por el desarraigo. El hueco que dejó la separación de su familia, sus amigos y su patria ha sido llenado a medias por la estabilidad económica que le ha proveído Costa Rica. Pero desde el año 1985, cuando cruzó las montañas de Nueva Guinea huyendo de los sandinistas, apenas ha vuelto una vez de paseo a Nicaragua. Porque el país que dejó de joven sigue igual ahora que es adulto: “sin oportunidades”.
“Fuimos una generación de jóvenes en los ochenta a quienes nos arrebataron algo: el lugar donde uno nace y crece. Lo más duro es no poder tener lo que siempre he querido: el anhelo de estar en una familia unida”, dice Luque en un tono que denota profuso resentimiento.
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Alberto Cortés Ramos es politólogo y profesor de Geografía y Ciencias Políticas en la Universidad de Costa Rica (UCR). Se ha destacado como uno de los estudiosos que ha escudriñado las dinámicas históricas de los flujos migratorios de nicas en Costa Rica. Quizá el interés le surja porque él también es nicaragüense y tico a la vez.
Cortés —que no arrastra la erre como tico— explica la simbiosis de ambos países con precisión: De memoria cita censos poblacionales, cifras económicas, laborales, el flujo de remesas familiares, diversos contextos sociopolíticos, motivaciones migratorias, las políticas de los gobiernos ticos, el sincretismo cultural y gastronómico, entre otras aristas que él resume en una sola palabra: la “binacionalidad”.
Este profesor universitario vive la binacionalidad desde 1978, cuando migró a Costa Rica con su familia.
“En los ochenta, sin duda la violencia política se vuelve un factor de expulsión de población. Particularmente el tema de la guerra y el servicio militar obligatorio”, afirma Cortés. Una gran cantidad de nicaragüenses jóvenes se vinieron a quedar acá, o incluso familias enteras a asilarse y refugiarse. En aquel momento llegó a haber campamentos muy grandes de nicaragüenses”.
Al llegar un año antes del triunfo revolucionario en Managua, vio cómo muchas personas y guerrilleros sandinistas que se refugiaron durante los setenta en Costa Rica retornaban embelesados por el derrocamiento del somocismo. Pocos años después vio volver en masa a otros jóvenes que huían de la guerra civil como Roger Luque.
II. Antes fue 1970 y otro joven
Antes de Róger Luque, otro joven llamado Luis Armando Campos Larios llegó a Costa Rica. Era 1977. Las conspiraciones insurreccionales de los sandinistas campeaban en Nicaragua. Campos Larios se colaba a las reuniones clandestinas que “gente importante del Frente Sandinista”, como Jaime Wheelock y Flor de María Monterrey, mantenían en casa de sus abuelos en Carazo.
Con apenas 15 años, la conspiración antisomocista maravillaba a Campos Larios. (“Todos éramos sandinistas”, recuerda el ahora hombre en su apartamento ubicado de Desamparados, en la nublosa San José). La madre pronto descubrió del interés elevado de su hijo por la guerrilla. Ante la inminencia de la violencia armada, la mujer no tuvo más remedio que enviar a Campos Larios a Costa Rica. “Para salvarme de esa situación de peligro según ella”, afirma el hijo, quien es un profesional del mercadeo y publicidad, pero que profesa más pasión por el arte y los libros.
A Campos Larios lo albergó una familia en Tibás, San José. En esa casa vivió como cualquier joven estudiante de secundaria, hasta que un día decidió “meterse al Frente Sur”, desoyendo y echando por la borda el esfuerzo de su madre para mantenerlo al margen del conflicto. Se fue con todo el uniforme del colegio a la frontera e ingresó a entrenamiento en las tropas comandadas por Edén Pastora. Pero pronto la revolución triunfó y no tuvo chance de batallar.
“Tomé la decisión de no continuar en el Frente. Porque la verdad, a esa edad, todos éramos sandinistas, pero tenía un criterio: que la cosa no iba a andar por buen camino. Había mucha prepotencia, muchas otras cosas que no me gustaron, así que decidí regresarme para Costa Rica. Ni siquiera llegué a Managua, me regresé de verde olivo a San José”, narra Campos Larios.
El joven no volvió a Tibás. No había dinero para seguir pagando la casa que lo albergaba. La situación en Nicaragua había empeorado debido a la insurrección, y la mamá de Campos Larios no pudo seguir enviando remesas. Tuvo que recurrir a su padre, a quien nunca había conocido en la vida.
Campos Larios nació en Costa Rica. Su madre tuvo una relación amorosa con un costarricense, cuando ella llegó trabajar en un restaurante en San José en la década del 60. Tras dar a luz, la mujer regresó a Nicaragua con su hijo de seis meses en brazos. Campos Larios sabía de su padre pero no lo conocía. Hasta que ese día de 1979, cargando un bolso verde olivo con algunos libros, y vestido con pantalones de mezclilla y una camisa blanca, tocó la puerta de una casa en Desamparados. Era la dirección de la vivienda de su padre. Una mujer abrió la puerta y reconoció por los rasgos al joven desgarbado.
— ¿Vos sos el hijo de Armando?— preguntó la mujer.
— Sí, soy yo.
— ¡Pasá adelante!
Su padre y su madrastra lo acogieron. Campos Larios volvió a los estudios y logró profesionalizarse en Costa Rica, donde se casó y procreó sus hijos.
“Me casé muy temprano. Eran 19 años los que tenía… y mi mujer tenía apenas 16 con nuestra primera hija. Me tocó trabajar en ventas: Salía a la calle a vender higos en almíbar, mangos en almíbar y así comencé la vida. Luego surgió la oportunidad dado al poco estudio que iba teniendo, y logré colocarme en el Ministerio de Transporte en Costa Rica”, afirma Campos Larios.
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Entre 1975 y 1979 Costa Rica recibió al menos 80 000 personas. Sin embargo, muchos de ellos retornaron a Nicaragua con el triunfo sandinista. Pero pronto el círculo de la violencia se encendió en los ochenta, cuando huyó el joven Róger Luque.
En 1990, cuando el sandinismo perdió el poder ante el triunfo de doña Violeta Barrios de Chamorro, se registró otro retorno masivo de nicaragüenses. Los investigadores sociales le llaman flujo y reflujo.
De acuerdo al politólogo Cortés Ramos, muchos regresaron “esperanzados por el proceso de pacificación y las promesas de desarrollo por la nueva condición política del país”. Esta etapa de emigración por factores político-ideológico terminó en el noventa, pero pronto se abriría una tercera fase de emigración motivada por la precaria situación económica de Nicaragua, y la transformación de la economía y el agro costarricense.
III. La década del 90 y el 2000: De la bonanza al desempleo
Georgina Rodríguez llevaba años escuchando que en Costa Rica se ganaba muy buen dinero. Que los trabajos abundaban. Era 1996 y cursaba el tercer año de secundaria. En su casa, conformada por una familia numerosa, la economía andaba mal. Así que la joven decidió viajar hacia Costa Rica e intentar conseguir un estatus legal al otro lado de la frontera.
Lo bonanza que Rodríguez escuchaba sobre Costa Rica era real. Cuando llegó a San José, encontró una economía pujante. Los ticos habían iniciado una transformación económica desde los ochenta, y la consolidación se cristalizó en los noventa. El Estado dejó de estimular la economía campesina para consumo interno, y transformó la estructura agrícola de cara a las exportaciones. Hubo un auge de nuevos productos al margen de los cultivos tradicionales de banano, caña de azúcar y café.
Fue un cambio muy agresivo, agregando la piña, la naranja y la yuca para exportar a gran escala. Se abrieron miles de plazas laborales en el norte y el caribe, y también en la zona sur de Costa Rica. Mientras que en las ciudades y los destinos turísticos ticos de desarrolló un boom inmobiliario. Construcciones por doquier, sobre todo en San José, adonde se desarrolló la transformación urbana de la gran área metropolitana que conocemos ahora.
En tanto en Nicaragua, la situación económica era diametralmente opuesta. Los noventa significaron para los nicas un viraje brusco: de la guerra a la paz, del régimen revolucionario al régimen democrático liberal, y de un régimen económico estatista a una economía de mercado y privatización, en economía en ruinas por el colapso de la producción y la hiperinflación. Al mismo tiempo, más de 100 000 personas vinculadas el Ejército Popular Sandinista fueron desmovilizadas, al igual que los 30 000 integrantes de la Contra. La reducción del sector público y los programas de ajuste estructural, produjeron un lento proceso de recuperación de la economía y la inversión privada, en medio de altos índices de desempleo y subempleo.
En la casa de Georgina Rodríguez pudieron resistir esta situación hasta 1996. Faltaba poco para tocar fondo. Así que la joven empacó y cruzó la frontera. Encontrar trabajo al otro lado del Río San Juan no fue difícil.
“Yo no llegué a seguir estudiando en Costa Rica, aunque quería. Tuve que entrar a trabajar de empleada doméstica. Trabajaba en una casa y era con dormida adentro como se le decía. Esperaba mis documentos para trabajar en otro tipo de trabajo”, sostiene Rodríguez, hoy convertida en una cajera profesional.
Rodríguez encendió decenas de velas durante 1996. Rezaba por conseguir “los papeles” para legalizarse en Costa Rica. Pero sabía que los trámites eran largos y burocráticos. Dos años después de su llegada a San José, en 1998, Rodríguez se sorprendió al ver las noticias: los titulares alertaban que un poderoso huracán había impactado Centroamérica, en especial Honduras y Nicaragua.
Era el huracán Mitch, uno de los ciclones tropicales más poderosos y mortales que ha visto la era moderna. Tras la estela de devastación y muerte que dejó el huracán, el presidente costarricense Miguel Ángel Rodríguez anunció un decreto de amnistía migratoria para los nicas que llegaron antes de 1998. En esa época se estimaba que aproximadamente 700 000 nicas estaban en Costa Rica, de los cuales 500 000 poseían una situación migratoria irregular. Una de ellas era Georgina Rodríguez.
La joven de inmediato corrió a las oficinas de migración de la capital costarricense, y encontró inmensas filas “de paisanos” en busca de “los papeles”.
“Gracias a Dios me beneficié con esa amnistía”, dice Rodríguez. Desde entonces, la vida cambió para ella. Dejó el trabajo de empleada doméstica y comenzó a probar suerte en otros oficios, sobre todo en ventas, y logró tomar cursos de contabilidad. “Al tener mi documentación empecé a tener un trabajo más bonito como dicen; en una oficina. Pude estudiar un poco, porque sinceramente me veía obligada a trabajar para pagar el alquiler y cosas así”.
El progreso de Rodríguez gracias a la amnistía le permitió poder traer a su madre a Costa Rica. Ambas mujeres comenzaron a trabajar sin descanso. Rodríguez también consiguió trasladar a sus hermanos. La familia estaba completa en Costa Rica, y los problemas económicos comenzaron a ser más livianos.
Rodríguez se casó con un costarricense y procreó dos hijas. Mientras que sus hermanos construyeron sus vidas también en San José. “Este es un país de oportunidades”, dice agradecida Rodríguez. Sin embargo, asegura que los tiempos han cambiado: “Antes los ticos se adaptaban más al trabajo de los nicas, pero ahora con el aumento de la delincuencia y la crisis económica todo es más difícil. Claro que las cosas han cambiado. Las oportunidades están más difíciles para los que recién llegan”.
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El tercer flujo migratorio responde netamente a razones netamente económicas. Entre 1990 y 1995, más de 200 000 nicaragüenses migraron a Costa Rica. Para ese entonces, el número de nicas en el país vecino sumó más de 450 000, una cantidad considerable que representaba el 5.9% de la población costarricense.
Los 200 000 nuevos nicaragüenses fueron absorbidos fácilmente por la economía tica. El catedrático Alberto Cortés Ramos señala que la transformación del agro de Costa Rica, y el boom inmobiliario sucedieron junto a un proceso de profesionalización de la mano de obra tica.
“La fuerza más calificada y la gente joven de Costa Rica, sobre todo los de la zona agrícola, no quiere trabajar en el sector del agro. Debido a su calificación planeaban insertarse en actividades del sector industrial, y de servicios mucho mejor pagados y con menos esfuerzo”, explica Alberto Cortés. “Eso hace que en realidad no haya una competencia entre la migración laboral nicaragüense y la fuerza de trabajo costarricense. Sino que más bien este proceso migratorio se inserta en una dinámica que permite a la fuerza de trabajo tica estar para otras actividades más sofisticadas”.
La mayoría de la migración nica la absorbió el agro, y otra buena parte el sector construcción. Para los empresarios inmobiliarios, la mano de obra nicaragüense les trajo muchas ventajas. Por ejemplo, si un migrante tenía destreza como carpintero y destrezas como albañil, recibía un poco más de salario, pero desarrollaba varias funciones en los proyectos en un ritmo de “explotación laboral” que no aplicaba a la mano de obra costarricense.
Las mujeres nicaragüenses que no encontraban trabajo en la industria del agro se engancharon como trabajadoras domésticas. De acuerdo al catedrático Cortés Ramos, eso permitió que mujeres costarricenses pudieran insertarse en el mercado laboral para generar ingresos, y así sobrellevar el ajuste estructural que también ocurría en Costa Rica esa época.
La migración del noventa ha sido la más masiva en la historia de los flujos migratorios nicas a Costa Rica, y los nicaragüenses se apoyaron en las redes familiares previas de migrantes establecidos en Costa Rica.
“Todo eso permitió que el flujo de migrantes (en los noventa) pudiera ser bastante ordenado, que no es lo mismo que regular. Y no es casual que a lo largo de esos años hubo un par de amnistías migratorias, sobre todo la del huracán Mitch, que permitió que una gran cantidad de gente se regularizara; aunque eran mucho menos de lo que se esperaba”, afirma Cortés.
IV. Hogares binacionales
En la década del año 2000 comenzaron a nacer los primeros hijos de los migrantes nicaragüenses. Es decir, ticos con raíces nicas. La masiva migración también generó núcleos familiares binacionales, estrechando más la relación entre ambas naciones.
Aunque muchos de la nueva generación no mantienen vínculos tan fuertes con Nicaragua como sus predecesores, la revolución tecnológica ha ayudado a estrechar este distanciamiento. Los jóvenes crecen escuchando el anhelo de sus padres o abuelos de volver a Nicaragua para retirarse, pero la oportunidad casi nunca llega al norte de Peñas Blancas, debido a la inestabilidad sociopolítica.
“Esta es una migración que producto de la transformación tecnológica que se ha vivido a escala global en estos años mantiene un vínculo muy fuerte con Nicaragua. O sea, esta no es una migración que se desconectó de Nicaragua”, explica el catedrático Alberto Cortés Ramos. “La gente tiene familia del otro lado y mantiene un ir y venir constante que hace que se genere un espacio binacional o transnacional muy intenso y activo de flujo de remesas, de productos y también de intercambio permanente de un lado y el otro”.
Pese a que la binacionalidad atenúa el anhelo de la generación que vino a buscar mejor vida a Costa Rica, y terminó aportando en demasía a esta nación hermana, volver a casa, a Nicaragua siempre es una tentación.
Si se le pregunta al chef Róger Luque que llegó en los ochenta, dice “que espera un cambio para poder regresar”. O a Luis Armando Campos que vino en los setenta, responde que “es de dos países, pero se siente más nicaragüense”. Y Georgina Rodríguez que arribó a San José en 1996, dice que ya se ha adaptado a Costa Rica por sus dos hijas pero que no piensa dejar sus raíces. “¡Es mi patria!”, afirma la mujer llevándose la mano al pecho.
Las remesas familiares: el vínculo económico indisoluble
- Más de 370 000 nicaragüenses envían 340 millones de dólares anuales, el 20% del total de las remesas
En el centro de San José, los nicaragüenses residentes en Costa Rica se agolpan en las ventanillas de las empresas que se encargan de enviar remesas. Teledólar es uno de los más concurridos, aunque Karla Calero Pérez ha comenzado a enviar dinero a sus familiares a través de otro método: un banco convencional.
“Estoy mandando por el servicio de remesas de LaFise porque es más barato. Le mando a mi mamá y mis hermanas”, afirma Calero López en el parque La Merced, punto neurálgico de los nicas en la capital tica. Allí, la mujer vende café, pan y nacatamales para poder enviar una vez al mes remesas hasta Chinandega, en el occidente de Nicaragua, de donde es originaria.
El envío de remesas familiares a Nicaragua constituye --más allá del recurrente anhelo de patria de los nicas y los hogares binacionales en Costa Rica-- el vínculo más fuerte forjado por la migración histórica a los dos lados del Río San Juan. El mercado para el envío de divisas es tan fuerte en Costa Rica, que hasta los bancos convencionales se han sumado a ofrecer este servicio.
Si uno recorre los alrededores del Parque La Merced, o camina sobre la concurrida Avenida 2, verá los establecimientos para enviar remesas atestados. Igual sucede en otros cantones ticos. En la Western Union, las filas suelen ser interminables. Esta avalancha de migrantes enviando remesas desde Costa Rica tiene un impacto significativo en Nicaragua: Del total de remesas que llegan a Nicaragua, entre el 20% son enviadas desde Costa Rica., según el Banco Central de Nicaragua.
Las remesas representaron, en 2018, el 7.3% del Producto Interno Bruto (PIB) del país, para un total 1, 501 millones de dólares. Para 2019, tras el estallido de la crisis sociopolítica que derivó en una crisis económica, pasaron a representar el 11.5% del PIB, es decir 1 700 000 dólares entraron a Nicaragua en concepto de remesas.
De Costa Rica, provienen unos 340 millones de dólares del total de envíos de dinero. Segun al última encuesa de hogares de 2019, en Costa Rica residen unos 376 000 migrantes nicaragüenses que llegaron a lo largo de las distintas décadas, más las decenas de miles que se refugiaron en el país del sur a partir de abril de 2018.
El economista Álvaro López Espinoza, Coordinador del área social de la Fundación Nicaragüense para el Desarrollo Económico y Social, Funides, explica que el fenómeno de las remesas es reciente. Empieza a tener incidencia en la economía de Nicaragua a partir de mediados de los noventa, cuando la migración nica fue atraída por el boom económico tico. Desde esa época a la actualidad, el crecimiento anual de las remesas se mantiene en aumento.
“Siempre han existido las remesas, pero su importancia como tal data de los últimos 15 y 20 años”, subraya López Espinoza. “La migración en los ochenta es similar a la que hubo en 2018: una migración basada en conflictos políticos. La gente migra por el conflicto y empuja al exterior. Pero las remesas se dan cuando hay migración enfocada desde la perspectiva económica. Cuando la gente busca oportunidades en mercados laborales más desarrollados. Eso puede verse claramente a mediados de los noventa debido al ajuste estructural que tuvo la economía nicaragüense a partir de la presidencia de doña Violeta Barrios de Chamorro”, dijo.
El crecimiento interanual del flujo de remesas ha oscilado entre el 9% y el 10%. Para una economía como la nicaragüense, y debido a que se mide en dólares, es bastante. Según el economista de Funides, las remesas tienen dos impactos específicos: uno directo en los hogares y en el PIB ya que dinamizan en el consumo.
“Hacen que crezca más la economía porque las personas consumen más bienes y servicios. Esto es importante, pero toma más relevancia cuando hay episodios de contracción económica, como el que vivimos desde 2018, porque lo que hacen las remesas es un suavizar la caída de la economía”, explicó López Espinoza.
“De alguna manera lo poco que yo mando le ayuda a comer a mi familia en Nicaragua”, dice Karla Calero Pérez en el parque La Merced. “En Nicaragua las cosas solo se ponen peores: no hay trabajo para las familias”, afirma la mujer, quien insiste que la clave para poder enviar las remesas es trabajar sin descanso en Costa Rica.
¿Le gustó la primera parte de nuestro especial sobre migración? Puede leer las tres entregas posteriores aquí: