9 de febrero 2020
El conflicto fatídico sobre si el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, debía ser removido o no del cargo reveló la alarmante fragilidad de la Constitución de la que los norteamericanos han dependido durante más de 200 años para mantener su sistema democrático. Nada desde la Guerra Civil había puesto tan a prueba su viabilidad. Y la lección alarmante es que un presidente decidido con un control férreo de su partido y un desprecio por el régimen de derecho puede liberarse de sus restricciones.
Los redactores de la Constitución de Estados Unidos eran brillantes, pero su visión del futuro era limitada. Preveían que un sinvergüenza o algo peor pudiera ocupar la presidencia, pero, aunque anticipaban “facciones”, no querían ni creían que fueran partidos políticos, mucho menos que los partidos serían instrumentos del poder de un presidente. En verdad, hasta Trump, Estados Unidos nunca había tenido un presidente que ejerciera una presión tan férrea sobre su partido. Ahora que sí lo tiene, las previsiones de la Constitución para remover al presidente —a través de un juicio político por parte de la Cámara de Representantes y una condena por parte de una mayoría de dos tercios del Senado— han sido neutralizadas.
Dos factores explican la influencia de Trump sobre los miembros republicanos del Congreso, muchos de los cuales son más inteligentes que él, no lo quieren o hasta lo desprecian, o no lo consideran apto para el cargo: su astucia salvaje y su capacidad para infundir miedo en los potenciales opositores, soltando a su base hechizada en contra de un republicano disidente o respaldando a un rival importante en la próxima elección del disidente. Todo republicano electo es consciente de la existencia de ex miembros del Congreso que se volcaron contra Trump y que ahora están fuera de la política.
El primero de dos artículos de juicio político adoptados por la Cámara controlada por los demócratas en diciembre fue abuso de poder. La Cámara acusó a Trump de retener casi 400 millones de dólares en asistencia militar aprobada por el Parlamento para Ucrania hasta que el presidente de ese país, Volodymyr Zelensky, anunció una investigación de Joe Biden, que luego apareció como un rival importante de Trump en la elección presidencial de noviembre, y del hijo de Biden, Hunter, por un supuesto conflicto de intereses. La resistencia general sin precedentes de Trump a cooperar en la investigación del juicio político de los demócratas de la Cámara al negarse a ofrecer testigos o documentos llevó a un segundo artículo de juicio político: obstrucción del Congreso.
La acusación de conflicto de intereses contra Hunter Biden surgió del hecho de que se había desempeñado en la junta de una compañía de gas natural corrupta de Ucrania al mismo tiempo que su padre era responsable de la política hacia Europa del este de la administración Obama. Por cierto, Trump no exigió una investigación real; simplemente insistió en que se la anunciara. Al retener la ayuda para un aliado bajo ataque militar por parte de Rusia, a cambio de la posibilidad de desprestigiar a su posible contrincante en la reelección, Trump desafió el consejo de sus más experimentados asesores en materia de políticas, incluido su asesor de seguridad nacional de línea dura John Bolton. (Trump también quería una investigación de una fantasía originada en el Kremlin de que Ucrania, y no Rusia, había interferido en la elección presidencial de 2016).
Los retos judiciales ante la reticencia de Trump a cooperar con los investigadores de juicio político de la Cámara bien podrían haber llevado el proceso hasta la elección de noviembre o después. Esto puso a los investigadores de la Cámara en una situación engorrosa: el equipo de fiscales de la Cámara en el juicio del Senado insistió en que había suficiente evidencia, inclusive en la transcripción alterada hecha por la Casa Blanca del llamado de Trump a Zelensky en julio pasado, de que el presidente había exigido un quid pro quo. Entonces, el equipo de defensa del presidente insistió: ¿por qué los fiscales de la Cámara estaban pidiendo más testigos y documentos?
Los defensores legales de Trump desestimaron el hecho de que pudiera salir a la luz información condenatoria luego de los votos de destitución de la Cámara. Pasaron por alto informes periodísticos creíbles de que el inminente libro de Bolton contiene revelaciones que respaldaban la argumentación de los demócratas de la Cámara, o que la razón por la que la Cámara no había escuchado a ciertos testigos fue que Trump se los había impedido. Otros argumentos de la defensa —por ejemplo, que la presión de Trump sobre Ucrania surgió de la repentina pasión del presidente por desterrar la corrupción en ese país— eran ridículos.
El argumento más aterrador de los defensores del presidente, formulado por el ex profesor de la Facultad de Leyes de Harvard y prominente abogado defensor de apelaciones Alan Dershowitz, fue que, si un presidente cree que su reelección es de interés público, lo que haga para defender ese objetivo no es procesable. Dershowitz más tarde dijo que estaba siendo “teórico”. Pero esta opinión es consistente con la visión manifestada públicamente por Trump de que según el Artículo II de la Constitución, que establece la presidencia y sus poderes (cabe observar que el Congreso viene primero), “tengo el derecho de hacer lo que quiera como presidente”.
Al aliarse con Trump, los senadores republicanos asumieron el riesgo de que surja nueva información comprometedora después de haber votado para absolverlo. Se aventuraron con él, sabiendo que la situación podía complicarse. Ese riesgo persiste.
Mi opinión, inevitablemente controversial entre quienes creen que Trump es culpable de los cargos por los que la Cámara lo enjuició —y de otros por los que no lo hizo— es que la resolución de la violación de sus obligaciones constitucionales por parte del presidente terminó de la manera correcta: en la negativa del Senado a condenar al presidente. Los redactores de la Constitución tenían razón de que algo tan drástico y traumático como remover a un presidente del cargo no debería hacerse sin un fuerte consenso nacional —por inferencia, un acuerdo bipartidario— detrás. La existencia de este consenso es la razón por la que Richard Nixon entendió que sería condenado y removido del cargo si no renunciaba a la presidencia.
El escaso margen de votos del Senado (52-48) para absolver a Trump no fue una sorpresa. Mitt Romney, el único republicano que votó para condenarlo, dividió las aguas al votar no culpable sobre el cargo de obstrucción del Congreso. Romney —uno de los dos senadores republicanos que votaron a favor de llamar a testigos (la otra fue Susan Collins de Maine)— anticipó en su dramático discurso en el Senado donde explicó su voto condenatorio que esto lo sometería a ataques por parte de un presidente vengativo y sus aliados rencorosos. Romney estaba en lo cierto; uno de los primeros ataques provino de Donald Trump, Jr.; los del presidente vinieron inmediatamente después.
Aun así, Trump está desacreditado y su presidencia quedó marcada de manera permanente. El fiscal principal de la Cámara, Adam Schiff, probablemente tenía razón de que Trump, una vez absuelto, probablemente daría un paso más en su intención de minar la integridad de la próxima elección presidencial. Poco antes del voto final en el Senado, los colaboradores de Trump informaron que el presidente se sentía “invencible” —y que estaba redactando una lista de personas que debían ser procesadas—. Ahora existe un interrogante real sobre si la cláusula de juicio político, el mecanismo de seguridad de la Constitución contra un comandante en jefe que abusa de su poder, puede funcionar bajo un presidente fuerte y beligerante. Más que en cualquier otro momento de la historia moderna, la democracia de Estados Unidos está en peligro.
Elizabeth Drew es una periodista radicada en Washington, Estados Unidos, y autora, más recientemente, de Washington Journal: Reporting Watergate and Richard Nixon’s Downfall.
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