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El sacrificio de mi hermano

Hoy, 35 años después, escribo estas líneas para que no se olvide el sacrificio de mi hermano.

Marzo de 1079, de izquierda a derecha: Álvaro, Ivania y yo.

Roberto Fonseca

6 de febrero 2020

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El cadáver de mi hermano llegó dentro de un ataúd rústico, el 6 de febrero de 1985. Lo vistieron con un uniforme nuevo, camuflado. Los pies, sin embargo, los tenía desnudos y fríos. El rostro estaba inflamado y de su nariz, al igual que de los oídos, sobresalían algodones. Mi hermano menor, de nombre Álvaro José y del signo Acuario, cumpliría 23 años, once días después.

Esa mañana del 6 de febrero de 1985, desperté cargando una horrible sensación de angustia, de una tragedia. Yo permanecía en una finca de algodón, en la zona de Cofradía, al frente de un contingente de cortadores de Carazo y, recuerdo que de pronto me vi impulsado a preparar mi mochila.

Esperé. Minutos después, por el radiocomunicador instalado en la finca ocupada, avisaron que pasarían por mí. En un vehículo Niva, me trasladaron hasta la carretera a Masaya, donde abordé un bus. Llegué a Managua y mi hermana mayor, llorando, me abrazó y me dijo lo que más temía: “Álvaro está muerto, lo mató la Contra”.

Horas después, frente a la propia puerta de la casa de mi mamá, recibimos abrazados su cadáver. Recuerdo que lo trasladaron en una camioneta de tina y lo lloramos en plena calle de Colonial Los Robles. Desde entonces, un aire de tristeza y de dolor quedó impregnado en aquella casa y todavía no ha desaparecido pese al correr del tiempo.


Aquel diciembre de 1984 sería el segundo que pasaríamos separados. Él en la hacienda Las Lajas, intervenida por el Estado y; yo, movilizado primero en los cafetales de La Meseta, Carazo, y luego en los algodonales de Cofradía, también propiedades confiscadas.

Nosotros muy pocas veces nos separamos. Entramos juntos al kinder, en el colegio Calasanz de El Carmen y muchos años después nos bachilleramos en el colegio de los Padres Escolapios. Regresamos juntos a Nicaragua, días después del célebre 19 de julio, y nos incorporamos de inmediato a la Revolución, impulsados por aquel sueño de querer construir una sociedad mejor. Yo tenía 18 años, y él 17 años.

Durante la cruzada de alfabetización permanecimos en Siuna y en Rosita Después de casarnos muy jóvenes, terminamos compartiendo la misma casa. Ambos con un hijo cada uno.

Álvaro con el equipo de atletismo juvenil del Calasanz, con el número 3.

Éramos muy distintos, incluso físicamente.  Álvaro era un tipo atlético, mientras yo no. Juntos parrandeamos, pusimos serenatas, bailamos y ya ebrios, admitíamos que pese a las diferencias de carácter y de personalidad, nos queríamos mucho y nos complementábamos.

El último recuerdo que conservo de él corresponde a cuando lo llevé a la UCA, en octubre o noviembre de 1984, para reunirse con los otros cortadores de café. Iba caminando, con una mochila en la espalda. Jamás pensé que no volvería a verlo.

Han transcurrido 35 años y su muerte violenta, imprevista, ha sido una tragedia personal y familiar dura de sobrellevar. Después de su muerte, no volví a ser el mismo. Viví por muchos años cargando un sentimiento de culpa, por permanecer con vida, así que me empeñé en sabotearla. Fracasé como pareja, me ausenté como padre, y entré en una vorágine de alcohol que gracias a Dios puse fin en 1991.

Mi hermano y yo, al igual que muchos jóvenes de esa generación, creímos ciegamente que podíamos construir una sociedad mejor y nos empeñamos en conseguirlo. El ofrendó su vida, y los que quedamos con vida, los sobrevivientes, empeñamos juventud, sueños y metas personales.

Hoy, 35 años después, sigo extrañándolo y llorando. Su ausencia no la apacigua el calendario. Cuánto me habría gustado crecer y envejecer juntos, pedalear acompañándonos como cuando éramos chavalos en Altamira, celebrar cumpleaños y fiestas especiales en familia. Me habría encantado que vieras crecer y sentirte orgulloso de tu hijo Álvaro Emilio, de la familia que ha construido estos años, y abrazar a tus nietos.

Te abrazo a la distancia.


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