28 de enero 2020
En el barrio indígena de Monimbó la normalidad no se ha impuesto, ni a punto de bala ni con discursos gubernamentales. “El barrio en sí no se encuentra regocijante de alegría, pero tampoco está llorando. Está masticando su enojo, masticando su frustración… pero decidido a continuar la lucha. No está pasivo”, asegura ‘Indio Monimbó’, un habitante de este barrio histórico quien, por razones de seguridad, pidió el anonimato.
Este monimboseño de 55 años nunca ha abandonado el barrio. No lo hizo en 1978, cuando tenía 14 años y se unió a la guerrilla sandinista en su lucha por derrocar a Anastasio Somoza Debayle, y tampoco en 2018, cuando participó en la Rebelión de Abril. Este hombre de manos callosas, piel morena, ojos achinados y facciones prominentes ha vivido dos luchas sociales contra dos dictaduras en Nicaragua.
“La juventud nos enseñó algo que mi generación no sabía: que las luchas pueden ser cívicas y pacíficas. Nosotros pensábamos que todo se resolvía con las armas”, cuenta ‘Indio’, desde el corazón de la resistencia de Masaya.
Lleva dos años capeándose de la policía y de paramilitares, resistiendo “en silencio”, por ahora. “No se necesita una palabra para percibir que hay un sufrimiento más allá del observado”, medita el hombre de palabra fácil, voz cordial e impregnada de sabiduría ancestral.
Monimbó fue uno de los barrios masacrados por el régimen orteguista durante la operación limpieza que se llevó a cabo el 17 de julio de 2018, cuando tras varios intentos, las fuerzas represivas del Gobierno tomaron el control del último foco de resistencia en Masaya. Después de siete horas de asedio, la operación dejó a tres muertos y provocó la huida de centenares de personas. Pero ‘Indio’ se quedó.
Tras vivir la sangrienta insurrección contra los Somoza, ‘Indio’ pensó que la historia se repetiría y que la vía armada primaría en las protestas de 2018 contra el régimen de Daniel Ortega. Se equivocó. Muchos defendían sus trincheras con morteros y hondas. Otros entre rezos e ingenio. Algunos pobladores calculan que en el barrio se alzaron hasta 300 barricadas para protegerse de los “escuadrones”. Cada esquina, cada cuadra, cada calle estaba trancada para impedir el acceso de las denominadas “Hilux de la muerte”, las camionetas en las que se movían los grupos irregulares amparados por la Policía.
Hoy el barrio respira bajo tensión. En la placita de Monimbó siempre hay un grupo de más de cinco antimotines y una patrulla de la Policía Nacional. Por la tarde, el patrullaje suele intensificarse. Cuando hay tiangues en el barrio, muchos compradores los ignoran, como si fueran un retrato sin relevancia. No obstante, otros los ven con recelo y prefieren mantenerse alejados de ellos.
Control policial
‘El Lobo’, habitante de Masaya, asegura que en todos los barrios se mantiene el control policial con el fin de aplacar cualquier atisbo de rebelión. Debido a esta persecución constante, los masaya recurren a seudónimos para hablar con los periodistas.
“Las calles siempre están asediadas. Los barrios de Masaya todo el tiempo; en la tarde y en la mañana están patrullando de dos a tres camionetas de antimotines. Pasan por todos los barrios. En la noche, a partir de las nueve se duplica y pasan de una forma más continua”, relata ‘El Lobo’.
En puntos estratégicos de la ciudad, como plazas y parques, permanece al menos una camioneta de la Policía con cuatro antimotines o agentes de la Dirección de Operaciones Especiales Policiales (DOEP).
También los grupos paramilitares, llamados por el régimen como “Policía voluntaria”, realizan rondines en motocicleta a medianoche. Los vecinos se han quejado por el sonido incesante que emana de sus pitos en la madrugada.
“La gente los ignora, pero al mismo tiempo está esa repulsión hacia ellos”, dice ‘El Lobo’. Como casi todos los masayas que acceden a esta entrevista, no permite ser grabado o fotografiado sin una máscara. Asegura que eso es lo que le ha salvado su integridad y la principal razón por la cual nunca ha sido arrestado. Muchos, como ‘El Lobo’, trabajan, salen de compras, se reúnen cuando pueden con sus familias o amigos, pero al describir “la lucha” lo hacen emocionados y fervientes.
Un Monimbó “diferente”
El profesor Álvaro Gómez se topó con un barrio diferente al volver de su exilio en Costa Rica, el 25 de noviembre de 2019. Los cambios, dice, los percibe en la vida cotidiana: “Yo transitaba por el barrio a cualquier hora de la noche y del día. Actualmente yo no me siento con esa capacidad y no he visto que la gente transite con facilidad en el barrio a altas horas de la noche. Hay mucha incertidumbre, no hay seguridad”.
En un barrio comunal, como Monimbó, la vida en los parques, calles y esquinas transcurre a través de interacciones sociales cada día. La presencia permanente de agentes policiales en lugares públicos, como en la placita, ha provocado que adultos y jóvenes no puedan reunirse.
“Nosotros somos un barrio bien comunal. Recibimos a las personas en nuestros hogares, con cariño con aprecio, pero también somos un barrio donde no nos gusta que la gente de afuera quiera imponernos cosas. O en este caso, reprimir a nuestro pueblo”, relata el profesor Gómez, quien perdió a su hijo durante las protestas cívicas de 2018. Por el temor que ha infundido la dictadura, Álvaro Gómez permanece la mayor parte del tiempo recluido en casa y sigue demandando que las autoridades que esclarezcan el asesinato de su hijo Álvaro, sucedido el 21 de abril de 2018.
Al igual que ‘Indio’, el profesor apoyó en algún momento de su vida al Frente Sandinista. Fue combatiente del Ejército Popular Sandinista y en combate perdió una pierna, hace treinta años.
“La resistencia viene cuando tocan a una persona, a un sector de la comunidad. Entonces Monimbó, la misma comunidad, busca cómo apoyarse, que es lo que pasó el 19 de abril de 2018”, relata.
Como monimboseño también le da relevancia a los símbolos que han marcado a la particular forma de rebelión de este barrio indígena. Uno de ellos, pero no el único, son las máscaras.
“Hay una creatividad en el barrio de parte de los artesanos, que demuestran el descontento que hay contra el régimen de Daniel Ortega. Ellos buscan la manera de expresar lo que sienten. No te lo dicen con palabras, sino mediante la creatividad artesanal”, explica.
Artesanos perjudicados por la crisis
‘Muleta’ se dedica desde hace una década a la elaboración de máscaras. Además de fabricarlas junto a un grupo amplio de artesanos, se las ponía cada vez que en Masaya había una protesta. Muestra con orgullo algunas de ellas: una con el rostro de Daniel Ortega, otra con el de Rosario Murillo, y otra dedicada al canciller Denis Moncada. Y, por supuesto, no podía faltar la máscara del comisionado Ramón Avellán, a quien los masayas señalan como el verdugo.
Las máscaras de ‘Muleta’ tienen dos fines: burlarse de los opresores y proteger sus vidas. “Son nuestro escudo”, dice el joven artesano originario de Monimbó. Cree que muchos han salvado sus vidas por utilizarlas en protestas y barricadas. Pero ahora, además de no haber barricadas, tampoco hay muchos compradores.
“En los últimos meses (la venta) ha caído, porque no hay comercio nacional. Tampoco se están promoviendo las fiestas. El turista, que era el que más adquiría estos productos, no entra por la misma zozobra que vive Nicaragua. La economía artesanal esta caída al cien por ciento, se podría decir”, explica el artesano.
Era una realidad que miraban venir desde la rebelión. Muchas de las máscaras que utilizaron los rebeldes fueron creadas por artesanos, que en la efervescencia del momento las hacían de yeso. Pasaban encima de ella una leve capa de pintura y luego realzaban los detalles con pinceles. Tras los ataques policiales, algunas de estas “manos laboriosas” tuvieron que dejar sus casas y sus negocios. “El trabajo se detuvo, pues no había comercio, y muchos negocios de máscaras se cerraron”, explica el artesano.
‘Carmencita’, una pobladora de Monimbó y activista, explica que este símbolo de rebelión salvó la vida muchos jóvenes.
“Hay personas que no han sido secuestradas ni las persiguen gracias a estas máscaras, gracias a esas manos laboriosas y esos cerebros creativos que elaboran las máscaras”, comenta.
La resistencia de los masayas se percibe en la actualidad desde diferentes encuadres. El más reciente se representó en una muestra de repudio. El 7 de octubre, cuando se celebraba la procesión de la Octava de San Jerónimo, un grupo de personas lanzaron bolsas de agua al comisionado Ramón Avellán y a otros oficiales que lo acompañaba. Avellán siguió caminando sin inmutarse, al verse rodeado por decenas de personas que lo abucheaban y le gritaban “asesino”.
La vicepresidente Rosario Murillo también intenta imponer una normalidad que no llega. El 21 de enero anunció que pronto se colocaría la primera piedra para una Universidad para la Paz en el barrio indígena. Murillo no brindó mayores detalles del proyecto, ni cual sería en verdad su utilidad.
A pesar de este panorama desolador, ninguno de los monimboseños entrevistados cree que todo está perdido: “Considero que Monimbó es la esperanza de un pueblo que ha sido marginado por un Gobierno. Nosotros como pobladores estamos dispuestos a resistir, como sea”, relata ‘Muleta’.
Otros, como ‘Indio’, consideran que la llama que encendió este histórico barrio durante la Rebelión de Abril continúa viva, bajo las máscaras y el silencio: “Monimbó escribirá el epitafio de todas las dictaduras, para Nicaragua y para toda su historia. Monimbó es el enterrador oficial de las dictaduras”, sentencia.