24 de enero 2020
DAVOS – Estamos atravesando una era de cambio en la historia. La supervivencia de las sociedades abiertas está en peligro y nos enfrentamos a una crisis aún mayor: el cambio climático, que pone en riesgo la supervivencia de la civilización. Estos dos desafíos me han servido de inspiración para anunciar el proyecto más importante de mi vida.
Como sostengo en mi reciente libro En defensa de la sociedad abierta, en épocas revolucionarias el abanico de posibilidades es mucho más amplio que en tiempos normales. Hoy en día resulta más sencillo influir sobre los acontecimientos que comprender lo que está sucediendo; por consiguiente, es menos probable que los resultados se correspondan con las expectativas de la gente. Esto ha hecho cundir la desilusión, que los políticos populistas han explotado en beneficio propio.
Nunca antes la sociedad abierta ha necesitado tanto que la defiendan como ahora. Hace unos cuarenta años, cuando di los primeros pasos en lo que denomino mi filantropía política, teníamos condiciones favorables. El credo predominante era el de la cooperación internacional (en cierto modo prevalecía incluso en la decrépita e ideológicamente quebrada Unión Soviética; no hay más que recordar el eslogan marxista: «trabajadores del mundo, uníos»). La Unión Europea estaba en alza y me pareció que encarnaba el ideal de sociedad abierta.
Sin embargo, la tendencia se volvió contra las sociedades abiertas tras la debacle de 2008, porque la crisis financiera global fue un fracaso de la cooperación internacional. A su vez, esto contribuyó al auge del nacionalismo, el peor enemigo de la sociedad abierta.
Adiós, mundo normal
A mediados de 2019 todavía albergaba esperanzas de que se produjera una vuelta a la cooperación internacional. Las elecciones parlamentarias europeas arrojaron unos resultados sorprendentemente favorables. La participación aumentó en un 8 %, lo que supuso el primer repunte desde la creación del Parlamento. Y lo que es más importante, la mayoría silenciosa se manifestó a favor de incrementar la cooperación europea.
Sin embargo, mis esperanzas se vieron truncadas al final del año. Las mayores potencias, Estados Unidos, China y Rusia, seguían en manos de dictadores reales o potenciales, y las filas de gobernantes autoritarios no hacían más que crecer. La lucha por impedir el Brexit —pernicioso tanto para Gran Bretaña como para la UE— terminó con una aplastante derrota electoral.
En lugar de diluirse, el nacionalismo se vio alimentado. El revés más duro y alarmante se produjo en la India, donde Narendra Modi, elegido democráticamente, está erigiendo un estado nacionalista hindú, adoptando medidas punitivas contra Cachemira (una región musulmana semiautónoma) y amenazando con privar de la ciudadanía a millones de musulmanes.
Mientras tanto, en Latinoamérica se sigue desarrollando una catástrofe humanitaria. Al empezar el año, casi cinco millones de venezolanos habían emigrado, lo que está provocando graves trastornos en los países limítrofes. En el vecino Brasil, el presidente Jair Bolsonaro no ha impedido la destrucción de la selva amazónica a manos de quienes quieren deforestarla para la crianza de ganado. La conferencia de la ONU sobre el clima, celebrada en Madrid, se clausuró sin acuerdos significativos. Y para colmo, el líder norcoreano Kim Jong-un amenazó a Estados Unidos con su arsenal nuclear en su discurso de Año Nuevo; mientras que la impulsiva decisión del presidente estadounidense Donald Trump de asesinar al segundo funcionario más importante de Irán ha elevado el riesgo de conflicto en Oriente Medio.
La difícil cuestión china
El problema con Corea del Norte está evidentemente vinculado con otro todavía mayor: el deterioro de la relación entre Estados Unidos y China. Esta se ha vuelto increíblemente complicada y difícil de entender, pero la interacción entre sus dos presidentes, Trump y Xi Jinping, nos aporta una valiosa pista. Ambos se enfrentan a restricciones internas y a enemigos diversos. Ambos intentan ampliar los poderes de sus mandatos más allá de los límites. Y aunque han hallado razones para cooperar que redundan en su mutuo beneficio, sus motivaciones son totalmente distintas.
Trump es un estafador y un narcisista que quiere que todo el mundo gire en torno a él. Al hacérsele realidad la fantasía de ser presidente, su narcisismo adoptó una dimensión patológica. De hecho, ya ha transgredido los límites que impone la Constitución a la presidencia (y eso ha motivado un proceso de destitución). Al mismo tiempo, se las ha arreglado para arrastrar a un gran número de seguidores que se creen su realidad alternativa. El resultado es que su narcisismo se ha convertido en una enfermedad maligna. Llegó a creerse capaz de imponer su realidad alternativa no solo a sus acólitos, sino a la propia realidad.
El homólogo de Trump, Xi Jinping, pasó por una experiencia traumática en su juventud. Su padre fue uno de los primeros líderes del Partido Comunista chino, pero fue expulsado y Xi se crió en el exilio rural. A partir de entonces, el objetivo del liderazgo de Xi fue reafirmar la predominancia del Partido Comunista sobre la vida de los chinos. Lo bautizó como el «sueño chino» de una China «rejuvenecida» capaz de proyectar su poder e influencia en todo el mundo. Para consolidar su poder, Xi acabó con un sistema minuciosamente elaborado de liderazgo colectivo y se convirtió en dictador en cuanto reunió la suficiente fuerza para ello.
Pero las motivaciones de ambos hombres son totalmente diferentes. Trump está dispuesto a sacrificar el interés nacional para sacar provecho material y político, y hará prácticamente cualquier cosa para ser reelegido en noviembre. Por su parte, Xi quiere sacar partido de los puntos débiles de Trump y emplear la inteligencia artificial para lograr el control total de su pueblo.
El éxito de Xi no está asegurado, ni mucho menos. Una de las debilidades de China es que sigue dependiendo de que Estados Unidos le suministre los microprocesadores que necesita para dominar el mercado 5G y para desarrollar plenamente el sistema de crédito social basado en IA (que es una amenaza para las sociedades abiertas).
Asimismo, Xi se enfrenta a fuerzas impersonales que actúan en su contra, como la demografía. La política del hijo único, que estuvo en vigor entre 1979 y 2015, dio lugar a un faltante de trabajadores jóvenes y mujeres en edad de procrear. La disminución de la población en edad de trabajar, sumada a un aumento de la proporción de ancianos, es incesante. La Iniciativa de la Franja y la Ruta (programa insignia de Xi para la construcción de infraestructuras que vinculen a China con Europa y África) ha exigido la concesión de grandes créditos a los países situados en el recorrido de la ruta, algunos de los cuales nunca serán devueltos. China apenas se lo puede permitir, ya que ha aumentado su déficit presupuestario y su excedente comercial se ha reducido. Al centralizar Xi todo el poder en su persona, la política económica de China también ha perdido flexibilidad e inventiva.
Y para mayor infortunio de Xi, la administración Trump ha desarrollado una política integral y bipartidista hacia China, a la que ha declarado rival estratégico. Se trata de la única política bipartidista que Trump ha sido capaz de generar, y solamente hay un hombre que puede infringirla impunemente: el propio Trump. Por desgracia desde el punto de vista de una sociedad abierta, es capaz de hacerlo, como ya demostró al poner a Huawei sobre la mesa de negociación con Xi.
Irán y el juicio político
Este mes, Trump desvió abruptamente la atención de China a Irán. Cuando autorizó el lanzamiento del misil que acabó con la vida del líder de la Fuerza Quds de la Guardia Revolucionaria de Irán, Qassem Suleimani, y del comandante de una milicia iraquí proiraní, no tenía ningún plan estratégico; sin embargo, tiene un instinto infalible que le dicta cómo responderán sus fieles seguidores a sus acciones.
Y sus seguidores están exultantes. Esto vuelve extremadamente difícil la tarea de la Cámara de Representantes, controlada por los demócratas, que inició juicio político a Trump. Todo indica que la causa en el Senado se reducirá a una mera representación orquestada, puesto que la mayoría republicana del Senado apoya a Trump (aunque el presidente del Tribunal Supremo y encargado de dirigir los procedimientos, John Roberts, puede darnos una sorpresa).
El equipo económico de Trump, por su parte, ha conseguido sobrecalentar una economía ya boyante de por sí. El mercado de valores, feliz por el triunfo militar de Trump, está alcanzando cotas nunca vistas. El problema es que una economía sobrecalentada no se puede mantener al alza durante mucho tiempo.
De haber ocurrido más cerca de las elecciones, esto le habría garantizado un segundo mandato. El problema es que todavía quedan diez meses para eso, y en una situación revolucionaria, es toda una vida.
Desde el punto de vista de una sociedad abierta, la situación es bastante sombría. Ceder al desaliento sería fácil, pero también un error. La población está empezando a ser consciente de los peligros del cambio climático. En la UE se ha convertido en la máxima prioridad bajo la nueva Comisión Europea presidida por Ursula von der Leyen. Pero Trump no puede impulsar la agenda mundial en lo referido a este tema, porque es un negacionista del cambio climático.
La esperanza es lo último que se pierde
También hay motivos para tener fe en la supervivencia de las sociedades abiertas. Es cierto que tienen puntos débiles, pero también los tienen los regímenes represivos. El peor defecto de las dictaduras es que cuando triunfan, no saben cómo ni cuándo dejar de ser represivas. Carecen de los controles y equilibrios que confieren estabilidad a las democracias. Como consecuencia, los oprimidos terminan por rebelarse.
Ahora mismo estamos siendo testigos de ello en todo el mundo. os
: podría costarle a la ciudad su prosperidad económica.
Se están produciendo tantas revueltas en el mundo que nos llevaría demasiado tiempo analizar cada caso por separado. Pero observando esta oleada de rebeliones, de Hong Kong a Santiago y a Beirut, me atrevo a aventurar una generalización sobre las que tienen más probabilidades de triunfar. El prototipo lo vemos en Hong Kong, donde el movimiento de protesta no tiene detrás un liderazgo visible y aun así goza del apoyo mayoritario de la población.
Esta conclusión me empezó a rondar la cabeza cuando oí hablar de un movimiento espontáneo de jóvenes que van a las concentraciones convocadas por Matteo Salvini (el aspirante a dictador en Italia) llevando carteles con forma de sardina; la idea del movimiento, llamado «sardinas contra Salvini», es que por ser estos peces mucho más numerosos que tiburones como Salvini, terminarán prevaleciendo.
Las «sardinas» son la versión italiana de una tendencia mundial liderada por la juventud. Lo cual me lleva a la conclusión de que la juventud actual es un baluarte de la sociedad abierta y no teme confrontar a dictaduras nacionalistas para defenderla.
Por otra parte, observo aparecer en todo el mundo otra fuerza constructiva: los alcaldes de las principales ciudades se están organizando en torno a las cuestiones importantes. En Europa, el cambio climático y la migración interna ocupan los primeros puestos de su agenda. Esto coincide con los principales motivos de preocupación de la juventud actual. La unidad en torno a estas cuestiones podría originar un poderoso movimiento proeuropeo y prosociedad abierta. Pero aún hay que ver si estas aspiraciones tendrán éxito.
La creación del futuro que queremos
Habida cuenta de la emergencia climática y la agitada situación internacional, no es exagerado asegurar que 2020 y los próximos años no solo serán determinantes para el futuro de Xi y Trump, sino también para el destino del mundo.
Si superamos el futuro próximo, aún seguiremos necesitando una estrategia a largo plazo. De conseguir implantar completamente su sistema de crédito social, Xi creará un nuevo modelo de sistema autoritario orwelliano y una nueva clase de ser humano dispuesto a renunciar a su autonomía personal con tal de no tener problemas. Si se pierde, recuperar la autonomía personal resultará muy difícil. En un mundo de esas características no cabría una sociedad abierta.
Como estrategia a largo plazo, estoy convencido de que nuestra mejor opción radica en el acceso a una educación de calidad, más concretamente una educación que refuerce la independencia de la persona fomentando el pensamiento crítico y haciendo hincapié en la libertad intelectual. De hecho, llevo décadas convencido de los beneficios de la educación superior para la sociedad abierta, y hace treinta años fundé una institución educativa que se dedica exactamente a eso. Se llama Universidad Centroeuropea (CEU) y su misión consiste en promover los valores de la sociedad abierta.
En estas tres décadas, la CEU ha conseguido posicionarse como una de las cien mejores universidades de posgrado del mundo en el ámbito de las ciencias sociales. Asimismo, se ha convertido en una de las más internacionales, ya que cuenta con estudiantes procedentes de 120 países y profesores de más de 50 nacionalidades. La CEU se ha labrado una reputación mundial en los últimos años por defender la libertad académica frente al autoritario primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, que está empeñado en acabar con ella.
La CEU reúne a alumnos y profesores de culturas y tradiciones muy diferentes, que se escuchan mutuamente y debaten, lo que pone de manifiesto que el compromiso cívico activo no está reñido con la excelencia académica. Aun así, la CEU no tiene la fortaleza suficiente por sí sola para convertirse en la institución educativa que el mundo necesita. Para ello es necesaria una nueva clase de red educativa global.
La educación es todo
Felizmente, también disponemos de un punto de partida para crear dicha red: la CEU tiene hace tiempo un acuerdo de asociación con el Bard College (Estados Unidos). La CEU es una institución de posgrado, mientras que el Bard es una innovadora escuela universitaria centrada en las humanidades. Ambas cuentan con el apoyo de las Open Society Foundations, y se las anima a ayudar a otras universidades y facultades en todo el mundo, de modo que han establecido una serie de fructíferas relaciones en regiones menos desarrolladas.
Ha llegado la hora de que las OSF se embarquen en un ambicioso plan para, sobre estos cimientos, construir la nueva e innovadora red educativa que el mundo necesita. Se llamará Open Society University Network (OSUN).
La OSUN será única. Ofrecerá una plataforma internacional de enseñanza e investigación. La primera fase consiste en reforzar los lazos dentro de una red ya establecida; en la segunda fase, abriremos esta red a otras instituciones cualificadas que quieran formar parte de ella.
Para demostrar la viabilidad de la idea, ya hemos ejecutado la primera fase. Estamos dando clases en común para estudiantes de universidades de distintas partes del mundo, compartiendo profesores y realizando proyectos conjuntos de investigación en los que colaboran personas de muchas universidades.
La OSUN seguirá los pasos de la CEU y el Bard, y procurará llegar a zonas que necesiten una educación de alta calidad y ayudar a grupos de población olvidados, por ejemplo refugiados, reclusos, comunidades romaníes y otros pueblos desplazados, como los rohinyás. La OSUN se dispone a iniciar un programa a gran escala para «académicos en riesgo», que buscará conectar entre sí y a la red a un gran número de intelectuales prestigiosos que corren riesgos por razones políticas.
La CEU ya forma parte de una red de universidades europeas de ciencias sociales denominada CIVICA, dirigida por el Institut d’études politiques (Sciences Po) de París, y que incluye a la Escuela de Economía de Londres. CIVICA ha ganado un concurso celebrado bajo los auspicios de la UE por el que se pide a los miembros del consorcio que no solo colaboren en materia de educación, sino también en actividades de extensión cívica e internacional. La asociación entre la CEU y el Bard ha sido pionera en estos campos, y esperamos que las entidades integrantes de CIVICA se interesarán en entrar a formar parte de la OSUN, lo que sentará las bases de una red auténticamente global.
Para demostrar el compromiso de las OSF con la OSUN, le vamos a hacer un aporte de mil millones de dólares. Pero nosotros solos no podemos crear una red mundial; necesitamos entidades asociadas y colaboradores de todo el mundo que quieran acompañarnos en esta empresa.
Buscamos socios visionarios que se sientan responsables del futuro de nuestra civilización, personas inspiradas por la misión de la OSUN, que quieran tomar parte en su diseño y realización.
La OSUN es el proyecto más importante y perdurable de mi vida, y me gustaría verla echar a andar mientras todavía estoy por aquí. Confío en que quienes compartan sus objetivos se nos unan para hacerla realidad.
Este comentario es adaptación de un discurso pronunciado en la reunión anual del Foro Económico Mundial en Davos el 23 de enero de 2020.
George Soros, fundador y presidente de Open Society Foundations, es el autor del recientemente publicado libro In Defense of Open Society (Public Affairs, 2019).
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