15 de enero 2020
NUEVA YORK – Charles Carroll de Carrollton (Maryland) fue el único firmante católico de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos en 1776. Pese a ser uno de los Padres Fundadores, como católico tenía impedido acceder a cargos públicos; y esto no cambió hasta 1789, cuando la Constitución prohibió al Congreso instituir religión oficial, y la pertenencia religiosa dejó de ser un impedimento para el acceso a la función pública.
Esta separación de la Iglesia y el Estado no dejó contentos a todos. Algunos acusaron a Thomas Jefferson de ser un peligroso infiel, y hubo fanáticos que creían que si llegaba a presidente, sería el fin de la religión en Estados Unidos. Todavía hoy muchos querrían volver a poner la religión en el centro de la vida pública y política. Tal vez el procurador general de los Estados Unidos, William Barr (un católico profundamente conservador), estaba pensando en eso cuando denunció a los “secularistas” por su “ataque a la religión y a los valores tradicionales”.
El prejuicio contra los católicos como enemigos de la libertad y traidores en potencia (por su lealtad espiritual a Roma) también fue duradero. En 1821, John Adams se preguntó si un gobierno libre era compatible con la religión católica. Las ideas angloamericanas de libertad y democracia se asociaban tradicionalmente con el indómito individualismo protestante; a los católicos se los consideraba esclavos reaccionarios de una jerarquía eclesiástica. Se veía a los individualistas protestantes como librepensadores, industriosos y comprometidos con lograr lo mejor de sí mismos (en sentido material, tanto como espiritual), mientras que los católicos eran atrasados y a menudo perezosos.
A principios del siglo pasado, el famoso sociólogo alemán Max Weber (protestante) promovió la idea de que los católicos no eran aptos para el capitalismo. John F. Kennedy, hasta ahora el único presidente católico de los Estados Unidos, tuvo que aclarar durante la campaña presidencial que era leal a la Constitución, no al Vaticano. Sesgos anticatólicos también influyeron en la hostilidad inglesa a la unificación europea, que a veces se vio como un oscuro plan papal para restaurar el Sacro Imperio Romano.
Que un procurador general de los Estados Unidos exprese ideas estridentes no es la única señal de que los tiempos cambiaron significativamente. Sólo uno de los miembros de la Suprema Corte es protestante (Neil Gorsuch), e incluso él recibió una educación católica. Tres de los jueces supremos son judíos. Los otros cinco son católicos (algunos, vinculados con el Opus Dei, una misteriosa organización que comenzó a prosperar en la España fascista de los años treinta).
El otro cambio histórico, iniciado en la segunda mitad del siglo XX, es el alineamiento político de los cristianos evangélicos con los católicos conservadores. Los protestantes estadounidenses siempre habían estado felices de tener una constitución que protegía sus vidas religiosas de la intervención estatal: se podía ceder la esfera pública a gobiernos espiritualmente neutrales, mientras dejaran en paz a los creyentes. Esto cambió después de los movimientos de los sesenta por los derechos civiles, que alarmaron a muchos cristianos blancos, especialmente en los estados sureños. Hoy, evangélicos y conservadores católicos se cuentan entre los simpatizantes más ardientes del presidente Donald Trump, y también están convencidos de que la familia y la fe son blanco de ataque de liberales y secularistas.
Para ambos grupos, el hecho de que Trump no tenga fama de ser persona religiosa y que su vida haya sido todo menos un modelo de moralidad cristiana tradicional es irrelevante. Figuras como el secretario de Energía Rick Perry creen que Trump es “el elegido de Dios”. El secretario de Estado Mike Pompeo insinuó hace no mucho que Trump fue enviado por Dios para salvar a Israel. “Como cristiano”, declaró, “creo sin duda que es posible”.
Es un error llamarlo hipocresía. Esta clase de reverencia no demanda que el líder tenga un carácter moral irreprochable. Hasta un pecador puede ser instrumento de Dios.
Hay en Estados Unidos cierta renuencia a señalar los antecedentes religiosos de las figuras públicas, por no pasar por prejuiciosos. Pero es importante comprender la historia de ciertos tipos de creencias para entender una era extraordinaria en la que un presidente pecaminoso está rodeado de creyentes convencidos de que Dios lo puso en la Casa Blanca para salvar a Israel y redimir a un Estados Unidos malvadamente secular.
Obviamente, no todos los católicos son reaccionarios. El papa Francisco no lo es, y por eso desagrada profundamente a católicos como Steve Bannon (una de las primeras influencias ideológicas de Trump). La teología de la liberación, popular en Sudamérica en los sesenta y setenta, fue un movimiento de izquierda radical. Y la presidenta de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, Nancy Pelosi, una de las principales figuras de la oposición a Trump, es tan católica como Barr.
Pero hay una vertiente del catolicismo, con raíces en Europa, que nunca se reconcilió con la Revolución Francesa, que destruyó el poder temporal de la Iglesia y anuló el derecho divino de los reyes, fundamento de la monarquía absoluta. Uno de los pensadores reaccionarios más claros e influyentes, Joseph de Maistre, creía que sin la autoridad sagrada de la monarquía y la Iglesia, la sociedad caería en una inmoralidad caótica.
Esta línea de pensamiento antiiluminista nunca desapareció del todo. En Francia alentó movimientos nacionalistas de derecha como la antiliberal, antisemita y antisecular Action Française. Pero los católicos conservadores no fueron los únicos cristianos que se opusieron al legado secularista de la Revolución Francesa. Hasta su fusión con otras denominaciones en una fuerza democristiana, el principal partido calvinista de los Países Bajos se llamó Partido Antirrevolucionario.
El intento actual de evangélicos y conservadores católicos de infundir en la política sus creencias religiosas es obviamente contrario a las ideas de la Revolución Francesa, que promovió la libertad respecto de la religión, pero también las de la Revolución de las Trece Colonias estadounidenses, que instituyó la libertad de religión. Ambos grupos pretenden destruir las barreras cuidadosamente alzadas entre la Iglesia y el Estado.
Esto es peligroso, no sólo porque fomenta la intolerancia, sino también porque (en un espíritu similar al de de Maistre) cuestiona la idea de que la argumentación política debe basarse en la razón humana. Cuando los conflictos políticos se convierten en choques religiosos, el acuerdo se torna imposible. Un creyente no puede negociar un principio sagrado. Quienes ven en Trump un instrumento de Dios, tienen que defenderlo, por más racionales que sean los argumentos de sus oponentes para acusarlo de actos ilícitos. Decir que esa defensa no es razonable es no comprenderla: con Dios no se discute.
Es posible que los reverentes simpatizantes de Trump no basten para mantenerlo en la Casa Blanca después de 2020. Pero es difícil oponerse a una fe tan ardiente con planes racionales de resolver tal o cual problema. Por eso es tan preocupante oír a altas figuras del gobierno estadounidense hablar de política en términos que deberían guardarse para la iglesia. Están cuestionando los principios fundacionales de la república estadounidense, y el resultado podría ser que terminen ganando.
*Ian Buruma es autor de A Tokyo Romance: A Memoir. Copyright: Project Syndicate, 2020.