31 de diciembre 2021
He dicho en otras ocasiones que la elección en la que Gabriel Boric fue elegido presidente de Chile, cierra un ciclo histórico.
Entiendo por ciclo histórico una sucesión de acontecimientos no previstos, los que articulados entre sí, configuran un comienzo, un desarrollo y un final en el marco de procesos de larga duración.
El estudio de los ciclos, para la historiografía, no remite a largos procesos sino a episodios de la historia de una nación. De hecho, los ciclos, en tanto contienen conjuntos de acontecimientos, no pueden ser previstos (un acontecimiento que se puede predecir, no es un acontecimiento) sobre todo si se tiene en cuenta de que un hecho lleva a otro. O para decirlo siguiendo al pensamiento de Hannah Arendt, no las causas generan a los acontecimientos sino los acontecimientos a sus causas.
Para poner un ejemplo, cuando Gorbachov llegó al poder en la URSS, comenzó (eso lo pudimos saber después) un ciclo que modificó la lógica de la historia universal de nuestro tiempo. La publicación del libro La Perestroika, las reformas económicas en la URSS, el auge de las luchas disidentes, las revoluciones democráticas en los países de Europa del Este, y no por último, el muy simbólico derrumbe del Muro de Berlín, son acontecimientos que redondean un ciclo. No se trataba por cierto de un fin de la historia, pero sí del cierre de un capítulo de una larga historia. Pues bien, eso es lo que ocurrió, visto en dimensión microhistórica, en el Chile donde gobernaba, en su supuesto oasis, el presidente Sebastián Piñera.
Un historiador, chileno o no, podría fácilmente llegar a la conclusión de que entre el estallido social de octubre de 1919, hasta llegar a las elecciones del 19-D que catapultaron a Boric al sillón presidencial, hay un ciclo histórico. Al interior de ese ciclo podemos establecer una lógica que llevó a una cadena de acontecimientos.
Todo comenzó con el estallido social
El imprevisto estallido social —al que historiadores como Alejandro San Francisco y analistas como Andrés Velasco han entendido como una revolución– irrumpió con un marcado carácter escolar y estudiantil, convocando a amplias multitudes citadinas, difíciles de ser enclaustradas bajo un concepto unitario. Las demandas de las grandes movilizaciones eran diversas e incluso contradictorias entre sí. Allí participaban militantes de los partidos de izquierda y centro, movimientos identitarios (etnia y género), grupos ecologistas, escolares y estudiantes, habitantes de los barrios marginales, y no por último, el movimiento obrero organizado.
En fin, el estallido, o revolución de 2019 (no vamos a pelear ahora por denominaciones) convocó al pueblo a las calles. La gran novedad fue que, de acuerdo a los cánones en rigor, el surgido después del estallido no puede definirse como un movimiento populista. Entre otras cosas, carecía de la quintaesencia de todo populismo: un liderazgo. Nadie, en efecto, podía reclamar para sí su propiedad o autoría. Ni un líder, ni un partido, ni una ideología, ni una organización social. Como siguiendo a un plan, o a una astucia histórica de corte hegeliana, el estallido se construía a sí mismo sin que nadie pudiera precisar sus objetivos finales.
Es cierto, podemos detectar algunas reivindicaciones que en el transcurrir del estallido se convirtieron en emblemáticas. La desigualdad social, el injusto sistema de pensiones, la protesta contra una clase política desconectada de la realidad social, incluyendo al, en ese entonces ideologizado, Frente Amplio de Gabriel Boric, entre otras. Pero ninguna de estas demandas llegó a ser determinante.
Por momentos el estallido social parecía desbordarse sobre sí mismo. Una violencia inusitada asomaba en las calles. Como en muchos eventos llamados revolucionarios, la marea popular arrastraba contingentes no siempre marginales y a bandas de grupos organizadas digitalmente, hacia el interior de las luchas políticas. En fin, el movimiento octubrista parecía que no iba a tener ningún final feliz. Fue, sin embargo, en el lugar donde menos se esperaba, donde surgió una alternativa. Los políticos llamados despectivamente tradicionales decidieron abrir un cauce plebiscitario constitucional y constitucionalista al mismo tiempo. Sin que en un comienzo nadie lo exigiera, la Constitución de 1980, conocida como la Constitución pinochetista, debería ser cambiada por dos razones: primero, por el recuerdo de la dictadura militar, y segundo, como un intento para ajustar la agenda jurídica chilena con las transformaciones sociales ocurridas en el país en los últimos decenios. El 26 de octubre de 2020, el 79% de la ciudadanía dijo NO a la llamada “constitución de la dictadura”.
Paralelas a las elecciones regionales y municipales del 18 de mayo de 2021 tuvieron lugar las elecciones para designar los miembros de la Convención. Ese fue el día de la gran sorpresa: los independientes obtuvieron nada menos que 45 sillas: mayoría apabullante. Las elecciones municipales y regionales fueron en cambio para los partidos. Las de la Convención, para los independientes. Una inteligencia colectiva llevó a ese extraño pero lógico resultado, el que puede ser definido con un no escrito lema: “Dad a los partidos, lo que es de los partidos. Y dad al pueblo lo que es del pueblo”. En otras palabras, el estallido social había cedido el paso a la reconstitucionalización política de Chile. Las elecciones presidenciales de diciembre, deberían ser llevadas a cabo, inevitablemente, de acuerdo al espíritu de la Convención.
El nacimiento de un nuevo “bloque histórico”
En medio del aparente caos, había comenzado a cristalizar un orden. Primero el estallido, luego el plebiscito, después las elecciones constitucionalistas, para culminar todo en las presidenciales del 2021, en donde el espíritu octubrista debería ser sustituido por el espíritu decembrista. En el marco de ese nuevo orden, apareció, ya durante las elecciones primarias, el líder del movimiento constituyente y a la vez candidato presidencial de una izquierda diferente a la antigua. Una izquierda desgajada del tronco político tradicional, constituida por el Frente Amplio como contenedor de diversos partidos y movimientos, más el Partido Comunista.
Gabriel Boric debió disputar el liderazgo en las primarias con Daniel Jadué, representante de una línea social que no depende cien por ciento de la anquilosada dirección comunista. A pesar de que todas las encuestas, sin excepción, daban como ganador a Jadué, se impuso Gabriel Boric. Y bien, hoy lo sabemos: esas primarias no fueron secundarias. En ellas, Gabriel Boric comenzó a diferenciarse del dogmatismo comunista y a levantar una línea social dirigida al corazón del centro político chileno. El miserable resultado electoral de la candidata Yasna Provoste solo puede ser explicado por la fuga de gruesos contingentes centristas hacia el —todavía— extremo, representado en la figura emergente de Boric.
Había definitivamente aparecido un líder que iba más allá de los desordenados partidos que lo respaldan. Para muchos, Boric es el líder de la revolución constitucional chilena. Con lo que casi nadie contaba fue que, si los acontecimientos comenzados en 2019 conformaban una especie de revolución, debería emerger, como ha ocurrido siempre en casos similares, una contrarrevolución. Y esa “contrarrevolución” no solo surgió, además resultó vencedora en las elecciones presidenciales de noviembre de 2021 representada en el discurso levantado en contra del desorden, de la violencia y del caos, por el extremo conservador José Antonio Kast. Con razón Ricardo Lagos dijo, el fenómeno Kast fue un producto del ultraizquierdismo chileno.
Boric está bien asesorado y aprende rápido, no se puede negar. Comprendiendo donde yacía la fuerza magnética de Kast, decidió disputar el centro político al inteligente conservador. Todo su discurso de la segunda vuelta debe ser entendido en el marco de esa intención. Por de pronto, separó su retórica de la del PC, estableciendo desde un comienzo su repudio a los tres gobiernos no democráticos del continente, los de Venezuela, Nicaragua y Cuba, produciendo así grietas en donde nadie imaginaba que podían aparecer, al interior del mismo PC. En segundo lugar, dejó claro que la continuidad democrática del país estaba estrechamente ligada al proceso de su reconstitucionalización, haciendo aparecer a Kast como un agente disruptivo frente a esa continuidad. En tercer lugar, logró sentar los pilares que pueden llevar a la formación de —vamos a decirlo con las palabras de Gramsci— un nuevo bloque histórico. Un bloque a ser construido sobre la base de una alianza estratégica entre dos izquierdas: la nueva representada en el FA en alianza con el PC y la antigua, representada por los partidos de la exConcertación. Al llegar a ese punto, Boric entendió el mensaje de Ricardo Lagos: la extrema izquierda no ayuda sino dificulta la reconstitución democrática del país.
No las tendrá fácil Boric en la puesta en marcha de su proyecto político. De hecho, es representante de diversas izquierdas: la izquierda rabiosa de las multitudes violentas del estallido social, la izquierda de los movimientos identitarios, la izquierda dogmática del PC. Y a esas izquierdas se suma ahora la centroizquierda, con sus partidos clásicos, el PPD, los socialistas y los socialcristianos. Mantener la unidad entre tantas fracciones de izquierdas será un enorme problema. Pero aún más importante será impedir la reconstitución de la unidad de todas las derechas bajo la conducción mesiánica de un líder populista, José Antonio Kast u otro similar.
Boric debe saber ya que detrás de los antiguos y de los nuevos partidos de la derecha, UDI, Chile Vamos, Evópoli, los regionalistas independientes, más los Republicanos de Kast, hay tres fracciones que no siempre concuerdan entre sí: la antigua derecha conservadora, la centro derecha democrática y la derecha extrema republicana. Si Boric, por alguna mala inspiración, decidiera apoyarse más en los extremistas que habitan en el FA que en los centristas, la derecha no tendrá más alternativa que unirse bajo la conducción de un líder único, en este momento, Kast. El choque de trenes estaría programado.
Quisiera finalizar este artículo con una reflexión teórica
Dicha reflexión tiene que ver con las profundas transformaciones del paisaje político chileno. Al observarlas, el sociólogo José Joaquín Brunner llegó a la conclusión de que Chile no solo tiene una loca geografía territorial sino, además, electoral. Correcta observación. No obstante, cabría agregar que esas transformaciones no solo tienen lugar en Chile pues son inherentes a la mayoría de las naciones del occidente político, incluyendo a muchas latinoamericanas.
Como consecuencia de las profundas transformaciones habidas en los espacios de la producción material, sobre todos las que devienen de la globalización de los mercados (incluyendo el mercado laboral y las enormes migraciones intercontinentales), ha tenido lugar de modo paralelo, una transformación radical de la realidad política en las democracias occidentales.
Para decirlo en breves palabras, en Chile como en otros países ha dejado de existir una sociedad de clases —en el sentido marxista y no marxista del término– para dar lugar a una nueva sociedad de masas. Pero esta sociedad de masas –aquí está el nudo del problema– no es una restauración de la que algunos autores analizaron en los primeros decenios del siglo XX. Los estudios sociológicos de un Gino Germani o de un Torcuato di Tella, los económicos de la antigua CEPAL y los filosóficos de un Ortega y Gasset (La Rebelión de las Masas), no nos sirven para entender a la sociedad de masas del siglo XXI.
Mientras la primera sociedad de masas fue el resultado de dos procesos no siempre confluyentes: urbanización e industrialización, la segunda es un resultado de la desintegración social. Mientras la primera llevó a la sociedad moderna, la segunda no se sabe aún adónde lleva. Las masas de hoy –no siempre pauperizadas- no provienen de la ruina del mundo agrario, al margen de las ciudades, sino desde el interior de las propias ciudades. Las interconexiones sociales son cada vez más débiles. El exótico Partido de la Gente del más exótico Franco Parisi, es solo un síntoma que muestra como la desintegración social puede traducirse además en una desintegración cultural y política. Las bandas violentistas plegadas al estallido social chileno podrían también, bajo otras condiciones, servir como carne de cañón a los populismos de derecha. Si se dan esas condiciones, el clamor por alternativas autoritarias será cada vez más fuerte. Ese es el difícil Chile que espera a Gabriel Boric.
Lo dicho vale como epílogo y también como enunciado. Felices Navidades.