28 de diciembre 2021
Protestar es un derecho, pero en Nicaragua ese ejercicio político tiene como consecuencia la persecución y terminar frente a dos opciones: la represión o el exilio. Costa Rica recibió en los últimos tres años a más de cien mil nicaragüenses, con un puñado de pertenencias y la vida desarmada con premura. Desde allí las exiliadas denuncian la violencia estatal y política en su país de origen, los retrocesos en derechos para las mayorías, las alianzas con los fundamentalismos y la degradación de los acuerdos básicos para una democracia. Este texto forma parte de Las resistencias fundamentales, un especial periodístico sobre las resistencias a los fundamentalismos en Latinoamérica y el Caribe coordinado por LatFem- Periodismo Feminista.
La represión o el exilio
Mientras se resguardaba en una casa de seguridad, luego de la “Operación Limpieza” que el Gobierno de Daniel Ortega ordenó el 8 de julio de 2018 en Carazo, Xaviera decidió que debía moverse del lugar para proteger su vida. “No me dio tiempo de procesar nada, no pude despedirme de mi hija, ni llorar -cuenta. Cuando me vi, ya iba por el monte buscando llegar a Costa Rica”. Su vida no entraba en la mochila con la que emprendió el viaje diez días después.
Ese año fue el más significativo para la historia del tercer milenio nicaragüense. Catorce años de descontento por goteo hicieron una represa colapsada. El 18 de abril de 2018 estalló una crisis política y social en la que miles y miles tomaron las calles por reformas en la seguridad social pactadas entre el Gobierno de Daniel Ortega y el FMI (Fondo Monetario Internacional). Ese despertar de abril, intensificado durante meses por protestas sostenidas y el reclamo de la renuncia del presidente, se agravó por el accionar de la policía y otras fuerzas de choque. El saldo puede cuantificarse: Ortega dejó al menos 113 ejecuciones extrajudiciales de las 328 cometidas, en su mayoría, entre abril y septiembre de 2018, un número incierto de personas desaparecidas o sometidas a desaparición temporaria, miles de heridas, más de 150 de presxs políticxs y decenas de miles de desplazados.
La euforia de esos comienzos, el ejercicio político de la protesta para hacerse escuchar, se fue transformando en una preocupación constante. Desde ese momento hasta este presente, el hoy ya señalado como “régimen de Ortega-Murillo” despojó a referentes sociales y políticos de su nacionalidad, privó de personería jurídica a partidos y organizaciones de la sociedad civil, encarceló a periodistas y cerró medios de comunicación.
Costa Rica se ha convertido en el segundo país de destino para las y los nicaragüenses, población que ha venido en aumento en los últimos tres años. La Dirección de Migración y Extranjería indica que desde 2018 hasta octubre de este año recibieron 103 350 solicitudes de refugio de nicaragüenses. El 41% son mujeres.
Al igual que Xaviera, Iris y Nuriz cruzaron hacia el sur del río San Juan a fines de 2018, arrinconadas por la persecución policial ante dos opciones: la represión o el exilio. Entraron a Costa Rica de forma irregular, por veredas surcadas por caminantes, con poco dinero y con el temor de ser interceptadas por militares de la zona. No viajaban más que con una mochila cada una, dentro de ella solo cargaban lo necesario para sobrevivir tres meses, pues en ese momento no tenían noción de cuánto les iba a durar el exilio.
Xaviera entró a las veredas de la porosa frontera en compañía de jóvenes caraceños que huían de la represión, pero Iris cruzó sola. De inmediato llegaron al lado costarricense, se dirigieron a pedir refugio a las oficinas de Migración de Peñas Blancas. Nuriz salió a media noche y con su hija en brazos se embarcó en el río San Juan y llegó a suelo tico al amanecer. Su hermana la esperaba en la zona de Los Chiles en Costa Rica.
“Salí huyendo para preservar mi vida”. “Allá no podés protestar, no podés marchar porque te meten preso”. “Yo nunca me imaginé salir del país por proteger mi tierra, defender mis derechos”. Las tres nicas exiliadas podrían afirmar exactamente lo mismo, pero la autora de la primera oración es Xaviera, la segunda es Iris y la tercera es Nuriz.
Para estas mujeres, el proceso migratorio ha significado comenzar de cero. Algunas se alojaron con familiares al llegar, otras con amistades o en lugares de acogida donde les brindaron posada por un tiempo. Elecciones que respondieron al temor de gastar el poco dinero que tenían en un país mucho más caro que Nicaragua y sin fuentes de ingresos.
La resistencia nica desde el exilio preservó sus vidas y las enfrentó a nuevos escenarios en los que deben lidiar con trabas migratorias a la hora de su regularización en el país. La xenofobia pone en desventaja a las mujeres migrantes. Es común escuchar que algunas sufren humillaciones o abusos en sus lugares de trabajo, que otras fueron engañadas respecto de las condiciones laborales que les prometieron y quedan expuestas a escenarios de trata de personas, mientras que otras no encuentran más opciones de trabajo que ofrecer servicios sexuales. Un sinnúmero de limitaciones les dificulta su inserción al país.
En estos tres años fuera de Nicaragua construyeron redes y fuerza colectiva, se identificaron feministas. En ese mismo tiempo vieron cómo las feministas y sus organizaciones dentro de Nicaragua fueron asediadas, objeto de arbitrariedades, agresiones y estigmatización. En ese contexto, resistir se convirtió en una práctica cotidiana, un compromiso, una misión y se abrió paso entre el estudio, el trabajo y los cuidados. Xaviera, Iris y Nuriz no sabían, no podían saber en abril de 2018 que ese ejercicio de resistencia las iba a transformar en activas, empoderadas y resilientes.
A sus 37 años, Nuriz trabaja en el campamento campesino en Upala, al norte del país, lugar que creó al año de haber llegado a Costa Rica, después de pasar mucho tiempo sin encontrar trabajo en la capital y sufrir xenofobia por parte de costarricenses en San José. Es esa situación la que la motiva a unirse con tres campesinos y alquilar tierras para trabajar y vivir de ellas, como lo hacía en Nicaragua.
Ahora el campamento campesino es un espacio autosustentable que alberga más de cincuenta núcleos familiares. Allí se capacitan para mejorar los procesos de producción y cultivos, y también disponen de espacios de reflexión y contención emocional. Nuriz y Francisca Ramírez, otra lideresa campesina, han realizado alianzas con organizaciones que apoyan y acompañan a migrantes, como Cenderos, RET Internacional y otros organismos, para obtener capacitaciones y talleres sobre violencia de género, salud sexual y reproductiva, autonomía económica y salud mental.
Dentro del campamento, crearon el grupo de campesinas “Las Mujeres de Upala”, para promover los productos que cultivan y producen. El espacio es clave para la sustentabilidad económica de cada una de las mujeres. En paralelo, hace ocho meses que trabaja con Cenderos en una casa de acogida para mujeres víctimas de violencia y para personas refugiadas. Nuriz no para. Quiere que las mujeres recuperen la confianza y la esperanza, la autonomía y las ganas de proyectarse, así como ella lo ha hecho.
La realidad de Xaviera, a sus 27 años, es bien distinta. Dedicó parte de su vida en el exilio a recuperar a su hija. Eso la hizo conocer de cerca la burocracia y la violencia estatal. Cuando debió exiliarse, dejó a su hija al cuidado de sus abuelos. Hasta ese momento era la principal cuidadora. Pero a los nueve meses de estar lejos enfrentó un juicio a la distancia, sin garantías del debido proceso, en el que perdió la custodia de su hija mayor. Recién en marzo de 2020 logró reunirse en Costa Rica con su hija, quien vive ya con su madre en calidad de refugiada. A pesar de tener protección internacional, hoy enfrenta un nuevo juicio de Restitución Internacional de Menores.
Este proceso pudo sobrellevarlo gracias a las redes de amigas, que se convirtieron en hermanas en el exilio. Se acuerpan y abrazan con sus conocimientos y herramientas. Esa red las llevó a buscar apoyo entre otras colectivas de mujeres, que la conectaron con especialistas en derecho. Cada punto de la red sostiene al resto; una trama que encuentra en la vulnerabilidad y la codependencia su fortaleza. Fue en este espacio donde conoció a Iris.
Iris, tiene 28 años y en Nicaragua formaba parte del grupo feminista “Las Venancias”. Al llegar a Costa Rica, se encontró con la colectiva “Las Rojas” y continuó allí su activismo. Su recorrido ha sido el de muchas feministas -tanto de largo aliento como recién venidas al movimiento- exiliadas. Los colectivos costarricenses se prepararon para recibir e integrar a las refugiadas, también para acompañar el proceso personal y político que significa el exilio.
Junto con Xaviera, Iris y otras nicaragüenses formaron la Red de Mujeres Pinoleras, espacio de resistencia y resiliencia. Lo que inicialmente era un espacio para encontrarse y escucharse, hablar de política y preocupaciones en común, se fue convirtiendo también en un “trueque feminista” para mejorar su estabilidad económica. El intercambio es de ropas, accesorios y utensilios, pero también de ideas y saberes.
Con un impulso más, crearon “La Feria Pinolera”, que agrupa e impulsa a más de 40 iniciativas de mujeres nicaragüenses exiliadas. Cada mes, el evento hace confluir emprendimientos distribuidos por el mapa costarricense en la capital de Costa Rica. Nuriz es una de las que viaja junto con “Las mujeres de Upala”, desde el norte del país, casi en la frontera nica, hasta San José, para ofrecer sus productos y reconectar con las demás exiliadas nicaragüenses.
Estar organizadas ha sido clave para estas tres mujeres. Tanto la Red de Mujeres Pinoleras como “Las mujeres de Upala” han sido referentes para la población migrante y exiliada, para organismos costarricenses e internacionales. Poco a poco han ganado espacios de participación.
A fines de 2020, distintos colectivos convergieron en la Coordinadora Feminista contra el Feminicidio e Impunidad, en Costa Rica, de la que ahora Iris es parte. Estos espacios favorecieron que las mujeres recuperen la seguridad que habían perdido en Nicaragua. Ahora salen a las calles de Costa Rica, tienen confianza en la justicia y perdieron el miedo a denunciar.
Este 25 de noviembre, por tercer año consecutivo, estas nicaragüenses se sumaron a la marcha del Día Internacional contra la Violencia hacia la Mujer con un reclamo propio: la liberación y el cese del aislamiento de las presas políticas en Nicaragua. También pidieron por el esclarecimiento de los 66 femicidios en lo que va del año en ese país, y denunciaron la impunidad y el estado de terror impuesto por el régimen de Ortega-Murillo.
Lo que en 2018 fue para Nicaragua la represión por parte de las fuerzas de seguridad, en los años sucesivos se convirtió en la consolidación de un Estado policial, con su aparato de vigilancia política y la asfixia de derechos ciudadanos. Entre 2020 y 2021 el Gobierno de Ortega tomó medidas que, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, “impiden a las personas organizarse, asociarse, participar políticamente y expresar libremente sus opiniones”. Se trata de un régimen también misógino, cómplice de la violencia machista y aliado de fundamentalismos religiosos, que ejercen violencia simbólica en las mujeres cis y trans, que limitan la autonomía sobre sus cuerpos, y las obligan a mediar con sus agresores. El objetivo de este escenario es disciplinador, acalla la disidencia y socava los pilares de pluralismo necesarios para la democracia: las manifestaciones están prohibidas, se realizan allanamientos a organizaciones de derechos humanos, se encarcelan periodistas y opositores, cierran medios de comunicación. Las liberaciones y detenciones carcelarias también están sometidas a la arbitrariedad del Gobierno y son utilizadas con fines políticos.
Frente a las violencias en Nicaragua, las voces de estas mujeres resuenan con más fuerza desde el exilio costarricense. Muestran que la solidaridad es transnacional, como la lucha contra la misoginia, la xenofobia y la transfobia; que ante cada régimen autoritario hay alianzas para resistirlo: "¡Libertad a las presas políticas!", grita Iris, desde las calles de San José.
Este artículo fue publicado originalmente en Latfem.