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¿Por qué Chile abraza los extremos?

¿Qué sucedió? La respuesta corta es que muchos chilenos se sienten atemorizados, y otros están enojados

El candidato presidencial por el Frente Amplio, Gabriel Boric (c), se toma fotos con ciudadanos durante un acto de campaña en el centro de Santiago, Chile. La segunda vuelta electoral está prevista para el 19 de diciembre. Foto: EFE/Alberto Valdés

Andrés Velasco

4 de diciembre 2021

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LONDRES – Cuando candidatos de la extrema derecha y de la extrema izquierda llegan a la segunda vuelta de una elección presidencial, tienta citar la famosa línea de William Butler Yeats, “las cosas se desmoronan; el centro no puede resistir”. Sin embargo, para comprender la actual contienda presidencial en Chile, un guía mejor es Lenin, quien describió al comunismo de izquierda como “un trastorno infantil”.

Después de las  de fines de 2019, y de la elección hace seis meses de una convención para elaborar una nueva Constitución, repleta de delegados poco convencionales, muchos creyeron que Chile había girado hacia la izquierda. Pero, José Antonio Kast, quien ganó la primera vuelta de las elecciones presidenciales del 21 de noviembre, es un derechista duro que resta importancia a la tortura y a los asesinatos cometidos durante la dictadura del general Augusto Pinochet, promete mano dura contra criminales y narcotraficantes, y libra una guerra cultural estilo Trump contra las feministas y las comunidades LGBTQ+.

¿Qué sucedió? La respuesta corta es que muchos chilenos se sienten atemorizados, y otros están enojados. Por supuesto que la pandemia del covid-19 y el consecuente apretón económico han contribuido a estos sentimientos, pero también lo han hecho los desaciertos de la izquierda.

Los errores de la izquierda comenzaron hace dos años, cuando los líderes de los partidos progresistas aceptaron la tesis que el llamado estallido social no se debía al alza de $30 en las tarifas del metro, sino al descontento con los 30 años previos –24 de ellos bajo Gobiernos de centroizquierda–. Esto tiene que haber sido una novedad para muchas familias de clase media cuyos ingresos se habían triplicado durante esos años, permitiéndoles adquirir un automóvil y una casa con hipoteca a 30 años plazo (algo inexistente en el resto de América Latina), además de enviar a sus hijos a la universidad. Sí, es un hecho que muchos chilenos están sobreendeudados, no siempre tienen acceso oportuno a servicios de salud, y enfrentan la perspectiva de una pensión muy modesta, pero el enorme aumento de la calidad de vida es innegable.


Negarlo, como lo hizo gran parte de la centroizquierda, resultó no solo históricamente inexacto, sino que también políticamente suicida. Tiene poca lógica decir que uno es causa de los problemas que afectan a la población, y luego ofrecerse para solucionarlos. Los votantes comprensiblemente se resistieron, y la senadora Yasna Provoste, candidata presidencial de la centroizquierda, obtuvo apenas el 11,6% de los votos en la primera vuelta.

Provoste, una mujer de ancestro indígena criada en una ciudad pequeña, era una candidata con gran potencial en un momento en que el sentimiento antiestablishment va en aumento. Haber terminado en el quinto puesto –detrás de, entre otros, un demagogo que, al enfrentar una cantidad de demandas en su contra en su país, hizo campaña por Zoom desde los Estados Unidos– es testimonio del colosal fracaso político de la centroizquierda.

Además, tanto la centroizquierda como el Frente Amplio –la coalición de extrema izquierda que apoya a Gabriel Boric, el contendor de Kast en la segunda vuelta que se realizará el 19 de diciembre– pagaron un elevado precio por no tomar una postura clara contra la violencia política. La condena pública por parte de los líderes izquierdistas a la violencia desatada a fines de 2019 (que incluyó bombas incendiarias en veintisiete estaciones del metro de Santiago) fue tímida, en el mejor de los casos. En lugar de manifestar su apoyo a los ciudadanos de clase media que no podían llegar a trabajar porque no funcionaba el transporte público, o cuyas tiendas habían sido incendiadas, propusieron una amnistía –apoyada por Boric y Provoste– para todos los acusados de actos violentos en el curso de las protestas callejeras.

Las consecuencias de este errado enfoque quedaron de manifiesto en la sureña región de la Araucanía, la más pobre de Chile y cuna del pueblo mapuche. La campaña presidencial en esta región debió haber sido acerca de las legítimas reivindicaciones de los pueblos indígenas, que han enfrentado siglos de malos tratos y discriminación, pero se centró en los ataques a camiones e instalaciones pertenecientes a empresas forestales llevados a cabo por grupos pequeños de militantes violentos. La creciente sensación de inseguridad se tradujo en el triunfo de Kast, cuyo caudal de votos en la región triplicó al de Boric.

Los votantes también exigen mayor seguridad económica, y en este ámbito la izquierda tampoco pudo salir adelante. Su confuso plan de reforma de pensiones, que algunos consideraron como una amenaza de nacionalizar los 170 mil millones de dólares que los chilenos todavía mantienen en cuentas previsionales privadas, probablemente le restó votos a Boric. También la desafortunada declaración de uno de sus colaboradores cercanos, quien admitió que las transformaciones económicas que ellos planean podrían “meterle inestabilidad al país”. La centroizquierda no lo hizo mucho mejor: a pesar de que Provoste reclutó a un destacado equipo de asesores económicos, los votantes no quedaron convencidos de que las manos de la candidata fueran lo suficientemente seguras para poner en ellas el manejo de la economía.

Desde el estallido social de octubre de 2019, la izquierda radical chilena ha destilado arrogancia, afirmando que quienes no concuerdan con ellos son lastimosamente ingenuos, lacayos de turbios intereses empresariales, o ambas cosas a la vez. Pero la realidad, como suele suceder, cogió a los ideólogos por sorpresa. Los chilenos deseaban evolución, pero la extrema izquierda pensó que querían revolución. La centroizquierda no supo qué pensar. Careciendo de toda convicción, optó por imitar los gestos radicales del Frente Amplio.

Ahora que está en la segunda vuelta, a Boric le ha llegado la hora de reinventarse. Ha descubierto las virtudes del crecimiento económico y, en caso de que los votantes no le crean, se ha rodeado del tipo de economistas con doctorado a quienes solía motejar de tecnócratas sin corazón. También ha retirado su apoyo al proyecto de ley de amnistía, afirmando que nunca tuvo la intención de perdonar a criminales violentos. Y rápidamente se distanció de una declaración que hicieron sus aliados comunistas felicitando al presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, por su reciente farsa electoral.

Es difícil saber si esto será suficiente para garantizarle la delantera a Boric. La retórica antifeminista, antigay y antitrans de Kast es tan tóxica como la de Trump, y sus dichos sobre la ley y el orden son tan burdos como los del presidente brasileño Jair Bolsonaro y del presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte. Pero logra pronunciar sus líneas más ofensivas con una sonrisa beatífica y el tono tranquilizador de un tío bien intencionado (aunque algo perverso). Esto le ayudará en el balotaje.

Lo que no va a ayudar a Kast es la visita que le hizo en la cárcel a Miguel Krasnoff –un secuaz de Pinochet condenado a cumplir 650 años por crímenes de lesa humanidad– tras la cual afirmó “no creo todas las cosas que se dicen de él”.  Y añadió que, si Pinochet “estuviera vivo, votaría por mí”. De ganar Boric en la segunda vuelta, será porque gran número de votantes comunes y corrientes encuentran que el extremismo de Kast es imposible de digerir.

Pero, como Estados Unidos, Brasil, India, Turquía, Hungría, Polonia y otros países han aprendido por las malas, devolver a su botella al genio del populismo de derecha es muy difícil. Sirve contar con una alternativa reformista moderna. Después de sus recientes fracasos, el inicio de la reconstrucción de la centroizquierda chilena no tiene un momento que perder.

Traducción de Ana María Velasco

Andrés Velasco, excandidato a la presidencia y exministro de Hacienda de Chile, es decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics and Political Science.

Este artículo fue publicado originalmente en Project Syndicate.


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Andrés Velasco

Andrés Velasco

Economista, académico, consultor y político chileno. Fue ministro de Hacienda durante todo el primer gobierno de Michelle Bachelet (2006-2010). Es director de Proyectos del Grupo de Trabajo del G30 sobre América Latina y Decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics and Political Science. Sus textos son traducidos por Ana María Velasco.

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