Guillermo Rothschuh Villanueva
28 de noviembre 2021
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Gabo se percató que no podía asistirse de su memoria. En su naufragio, comprende qué está perdiendo su recurso más formidable
"Macondo
“… y vio por la ventana el diamante de Venus en el cielo que
se iba para siempre, las nieves eternas, la enredadera nueva cuyas
campánulas amarillas no vería florecer el sábado siguiente en la casa
cerrada por el duelo, los últimos fulgores de la vida que nunca más
por los siglos de los siglos, volvería a repetirse”.
El general en su laberinto
El fallecimiento de nuestros padres no supone una despedida, a lo sumo un hasta pronto. Imposible escribirles un adiós, quienes mejor lo saben son aquellas personas que han pergeñado algunas palabras, con intención de rendir tributo filial a sus mayores. Entre llantos y lágrimas les decimos que pronto nos veremos. No existe deseos de saldar cuentas con el pasado. Especialmente cuando se trata de nuestros padres. Su recuerdo se vuelve imperecedero. Vivirán para siempre en nuestras mentes y corazones. Su presencia será más intensa si a través de los años forjamos profundas relaciones de amistad. Algunos padres marcan inexplicablemente distancia con sus hijos. Creen que la cercanía resta autoridad. Una decisión cuestionable. Entre más confianza exista entre padres, hijos y hermanos, más cálida será la relación que sostendrán a lo largo de su existencia.
El hijo mayor de Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha, se aventuró a dejar constancia de las últimas semanas de vida de su padre. Un testimonio lacerante. Desde el principio sintió en carne viva lo que significaba relatar los pormenores de sus dolencias y los sinsabores familiares. Dispuso su ánimo —preñado de dolor y angustia— a contar en detalle cómo se fue apagando la vida a uno de los escritores de mayor relevancia durante el siglo veinte y más allá. El sufrimiento martajó su corazón. Tiene la valentía de decirnos que cuando empezó a tomar notas de su padecimiento, sintió cierta vergüenza. Una actitud comprensible. Su progenitor entraba al ocaso de una vida entregada por entero al periodismo y la literatura, no por eso dejaba de molestarle invadir su esfera privada, sobre todo con Gabo, quien se mostraba pudoroso ante la muerte.
A lo largo de la historia ratifica principios en los que militó su padre, tanto en la literatura, como en el ámbito privado. En más de una ocasión, el hijo dilecto de Aracataca, manifestó que los seres humanos teníamos tres vidas, una pública, otra privada y una secreta. ¿A qué ámbito asignar inmiscuirse en lo más íntimo de un ser humano? ¿Acaso no constituye una flagrante invasión en la intimidad de una persona, aun tratándose de nuestro padre, darse a la tarea de escribir un libro, para contar los sufrimientos y desasosiegos en la hora definitiva? Gabo y Mercedes: una despedida, (Literatura Random House, México, junio, 2021), escrito por Rodrigo García Barcha, el hijo mayor de los Gabos, duele hasta los tuétanos. Para quienes Gabo adquirió hondo significado, no habrá manera que tomemos distancia. Perdurará en nuestros sentimientos.
Rodrigo vuelve a contarnos lo que ya sabíamos, las penurias y el hambre que padeció antes de convertirse en escritor laureado, a quienes las figuras más encumbradas de la política, deseaban tener entre su lista de amigos. Una misma escasez vivió en casa. En Vivir para contarla, (2002), apunta que, al recibir sus primeros ingresos, empezó a enviar una contribución a su madre. Estando varado en París, alargó la visita a una dama con la intención de que lo invitara a cenar, estaba sin un peso y tenía el estómago vacío. Lo más dramático fue que no hubo invitación. Al salir hurgó entre la basura y comió de lo que encontró. Gabo recordó esta desgracia a Gerald Martin, su biógrafo. Más tarde, cuando había remontado las alturas, un periodista colombiano le increpó diciéndole, “Clase de carro el que te gastas”. Sonriente respondió: “Imagínate cómo será el de mi editor”.
Su hijo nos recuerda su condición de lector insaciable. Ilumina y escarba entre las páginas de sus muchas lecturas. Disfrutaba leer la revista ¡Hola! En la Civilización del espectáculo, (Alfaguara, 2012), Vargas Llosa critica la frivolidad de estas publicaciones. Disiente y las cuestiona, para convertirse hoy en día en su habitué. Algo impensable verlo retratado en ¡Hola! posando junto a Isabel Prysler, su mujer, haciendo de la revista su mayor caja de resonancia. El incremento de las visitas en los museos, asegura el peruano, no vuelve más cultos a sus visitantes. Simplemente realizan lo que él denomina “turismo cultural”. Entre los amores literarios de su par colombiano, estaba el inglés Thornton Wilder. Los idus de marzo, (1948), estuvo en su mesa de noche, la mitad de su vida. Sentía especial cariño por una novela sobre el poder, orbita alrededor de Julio César. Una delicia leerla.
Rodrigo tomó la decisión de no publicar su bitácora, hasta después de la muerte de su madre, ocurrida en agosto del 2020. El argumento de Mercedes era de una simplicidad apabullante: “No somos figuras públicas”. Los periodistas empezaron a merodear la casa —en la calle Fuego— desde las primeras filtraciones de su enfermedad. No deja de ser digna la actitud de un hijo que se atreve a revelar la demencia de su padre. Otros no lo harían. Después de dos meses de no verlo, Gonzalo, el otro hijo de Gabo, le manifestó que se encontraba más desorientado que nunca. Una estocada para Rodrigo, resintió que Gabo no reconociera a su hermano y que no supiera dónde se encontraba. Estaban conmocionados. Piden a Mercedes presione a los doctores para obligarles a que emitan un diagnóstico. El anuncio fue que a su padre solo le quedaban pocos meses.
¿Cómo enfrentar a una madre para ratificarle sus peores temores: quien había sido su esposo por más de medio siglo era un enfermo terminal? Mientras Rodrigo le confiesa que puede que sea cáncer de pulmón o de hígado, o ambos a la vez, su madre recibe una llamada telefónica proveniente de España: “La observo, estupefacto… y me asombra este vívido, palpitante y clásico ejemplo de negación”. Corta la llamada, cuelga y Mercedes pregunta muy tranquila: “Y entonces”. Una prueba más de entereza. Su madre era dueña de un temperamento apacible. Casi imperturbable. Todavía pregunta al hijo: “—Y entonces, ¿hasta aquí llegó? ¿Para tu padre? —Si eso parece. —¡Madre mía! —dice, y enciende un cigarrillo electrónico”. Como hija del Caribe, sabía sortear los grandes vendavales. Rodrigo solo la vio llorar tres veces. Una fue para la muerte de Gabo.
Tal vez lo más conmovedor para Rodrigo fue relatar su pérdida de memoria. Gabo, el memorioso, había perdido la facultad más preciada de cualquier escritor. Mercedes padeció el suplicio de saber que su marido había dejado de reconocerla. Igual ocurrió con sus hijos. Gabo se percató que no podía asistirse de su memoria. En su naufragio, comprende qué está perdiendo su recurso más formidable para continuar seduciéndonos. Inconsolable, grita, dolorido: “Trabajo con mi memoria. La memoria es mi herramienta y materia prima. No puedo trabajar sin ella, ayúdenme”. Rodrigo cuenta que en ese momento había empezado a desconocer a su madre. Creía que se trataba de una intrusa. “¿Por qué está aquí esta mujer dando órdenes y manejando la casa si no es nada mía?”. Mercedes sintió que una punzada hería su corazón maltrecho. Irritada le reclama. Su hijo la calma.
Cuando leí la biografía autorizada, García Márquez, Una vida, (2008), no entendí por qué Gerald Martin había expresado que Gabo, al leer su intervención durante la celebración de los cincuenta años de Cien años de soledad, en Cartagena de Indias, titubeó y luego logró enderezarse. Después supe que desde aquella época comenzaba a perder la memoria. ¡No alcanzaba a creerlo! El santo de mi devoción perdía su polo a tierra. Supo ser estricto y cauteloso en mantener lejos de los reflectores cómo transcurrían sus días. Al realizar mi tercera reseña sobre Cien años de soledad, lo interpelé por la enorme pausa que se venía tomando. Después de la aparición de Memoria de mis putas tristes (2004), nada nuevo suyo había bajo el sol de encendidos oros del Caribe. Era su canto de Cisne. Jamás imaginé que el maestro era víctima de la peor enfermedad que puede padecer un escritor.
Gabo y Mercedes: una despedida, me supo dolorosa. El día que terminé de seleccionar los textos que conforman mi libro, De cronistas y novelistas, todavía sin publicar, quedé sorprendido. Al hacer el recuento de autores, hasta ese momento había escrito entre crónicas, recensiones y artículos, veintitrés trabajos sobre Gabo. Le rendí homenaje. Publiqué el libro García Márquez, personal, (Managua, marzo 2021), bajo el sello de Gutenberg Impresiones. No creo que llegue a finiquitar mis deudas con el portento. Me desteté leyéndolo. Como sostengo en uno de los ensayos, (El genio nunca muere), resulta difícil, casi imposible escribir su obituario. Mientras su literatura perviva, su imagen se tornará imperecedera. Cumplió a cabalidad con su condición de escritor. “Las obsesiones dominantes prevalecen contra la muerte”. No puede haber despedida.
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Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.
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