27 de noviembre 2021
El día que “Carlos” salió de su casa en Ciudad Darío, Matagalpa, creyó estar preparado para el largo viaje rumbo a su destino final: los Estados Unidos. Sabía que no sería fácil cruzar de forma irregular, pero era la única forma y estaba decidido. Pronto supo que nunca se está preparado para sentir que podía morir dentro de un contenedor en el que viajaba junto con decenas de personas, todas intentando respirar por un ínfimo hueco, todas temiendo la asfixia.
Aquella fue apenas una de varias angustias a las que sobrevivió este hombre de 42 años. Angustias inimaginables, como las que también vivieron "Andrés", de 29 años; las hermanas Sofía, de 17 años; y Camila Quezada, de 18 años; y Meyling Cruz, de 22, nicaragüenses que también brindaron sus testimonios a CONFIDENCIAL. Entre enero y octubre de 2021, Estados Unidos registró más de 58 000 aprehensiones de migrantes nicaragüenses que ingresaron de forma irregular a ese país y que también se arriesgaron a emprender ese viaje peligroso e incierto.
“Pensé que iba a morir”
Lo que vivió en su viaje hacia Estados Unidos solo lo había visto en películas y series. “Esos 28 días fueron de lo más triste. Nunca pensé, ¿para qué la voy a engañar? Nadie me dijo que me iban a montar en un container con un solo hoyito por donde entra el aire, que sentís que te ahogás, que te desesperás... son cosas horribles”, dice al teléfono “Carlos”, desde Florida, donde ahora vive este nicaragüense solicitante de refugio que pide protejamos su identidad.
Este matagalpino es originario de Ciudad Darío, lugar del que partió el 29 de julio de este año. “Carlos” es ingeniero, trabajó durante muchos años para una institución del Estado y también formaba parte de la estructura partidaria del gobernante FSLN. Cuenta que no “ajustaban” los 350 dólares mensuales que ganaba y con los que debía proveer para su familia, compuesta por su esposa y tres hijos. Nunca pensó emigrar, pero cuando su hija le dijo que ojalá algún día pudieran tener casa propia, le entraron ganas de llorar y resolvió que debía marcharse a los Estados Unidos, donde lo esperaría una sobrina que le daría donde vivir.
Acordó pagar a un “coyote” o “pollero” 3800 dólares y emprendió el viaje junto a un grupo de 120 personas, que incluía, principalmente, a hombres jóvenes, pero también a familias completas con niños pequeños. “Venían de Chinandega, Managua, León, Ciudad Darío, Matagalpa, Sébaco, La Trinidad, Estelí, de Bluefields y de Nueva Guinea”, recuerda.
El viaje de Nicaragua hasta Guatemala fue tranquilo, “como una excursión” de tres buses que iban siempre juntos, dice, pero eso cambió una vez llegaron a Ciudad de Guatemala, desde donde empezarían a trasladarse de manera irregular. “Ahí ya nos dijeron ellos que escondiéramos la cédula, el dinero, todas las pertenencias, porque ya de ahí íbamos como que fuéramos un saco de droga, como un paquete de cocaína, ya escondidos en un carro”, explica.
A partir de ese momento del viaje “Carlos” se sintió deshumanizado. “Como ganado”, “como un bulto inerte” que debe pasar inadvertido ante las autoridades migratorias, policías y militares, que en algunos casos les dejan pasar a cambio de un pago por parte de los “polleros” que organizan la ruta por todo México. A los miembros de carteles del narcotráfico que los interceptaban debían darles una “contraseña” para pasar: “Somos del grupo de ‘Reyes’”, debían decir. Si “Reyes” había pagado el “peaje”, entonces podrían continuar.
“Carlos” recuerda el miedo que sintió cuando escuchó gritos y una balacera a pocas cuadras del lugar donde se escondía en Tapachula. Poco después le dijeron que otro grupo de migrantes había sido atacado por narcotraficantes, supuestamente por no haber pagado el “peaje”. Asegura que fue en ese incidente que falleció un migrante de La Trinidad, Estelí, en agosto pasado, en las afueras de un albergue mexicano de esa ciudad.
Viajaban de noche, por veredas y apiñados en camiones, camionetas y carros, paraban en hoteles precarios, en gallineros o en ranchos con bodegas en las que los encerraban juntos con otros grupos de migrantes durante el día, usaban pedazos de cartón que colocaban para no dormir en el suelo mojado, a veces sin comer por largos periodos, custodiados por hombres con armamento pesado.
Recuerda los llantos constantes de niños, mujeres y hombres, por el hambre, el frío, por la vergüenza de tener que hacer sus necesidades fisiológicas delante de todos durante el viaje, por el peligro.
“Carlos” se entregó a las autoridades el 23 de agosto. Antes tuvo que cruzar el Río Bravo, donde asegura que salvó a una niña que estuvo a punto de ahogarse en medio del caos de los migrantes que eran lanzados al agua desde las lanchas en que habían sido trasladados por jóvenes pagados por los “polleros”.
En compañía de otras seis personas caminó y caminó, encendió su celular y con ayuda de un mapa logró ubicarse para seguir avanzando hasta que por fin vio una patrulla fronteriza estadounidense a la cual entregarse. “Al llegar, lloramos. Usted sabe, hacer esa inversión en ese viaje. Yo comencé a llorar cuando ya me metieron preso, me metieron a la famosa “hielera”, nos tiraron unas cobijas térmicas para dormir en el piso”, recuerda, refiriéndose a un cuarto sumamente frío en el que colocan a los migrantes aprehendidos dentro del centro de detención en la frontera estadounidense.
Salió a los dos días del centro, después de una entrevista con las autoridades migratorias. Hoy día trabaja lavando platos en un restaurante y al rememorar ese viaje repite que no se lo recomienda a nadie. “Es horrible, sí pensé que iba a llegar a morir. Se lo digo que sí”, admite, recordando esos momentos dentro del contenedor. “Carlos” dice que de su departamento han salido otros miles como él, lo sabe porque las estructuras partidarias del FSLN llevan un conteo de la migración reciente, asegura.
Más de 50 000 detenciones de nicaragüenses en fronteras de EE. UU.
Expulsados por la pobreza, la persecución política y la desesperanza, cada vez son más los nicaragüenses que han salido del país en el último año hacia Estados Unidos.
Más de tres años han pasado desde que estalló en Nicaragua una seria crisis sociopolítica y económica, producto de la letal represión y el estado policial impuesto por el régimen de Daniel Ortega desde 2018. Desde entonces decenas de miles de nicaragüenses han salido principalmente hacia Costa Rica, Estados Unidos y España. La Agencia de la ONU para los refugiados, ACNUR, reporta que más de 110 000 nicaragüenses se han desplazado en busca de refugio desde entonces.
Entre más se agrava la crisis, más nicaragüenses emigran y el flujo hacia Estados Unidos ha crecido considerablemente. Así lo demuestran las cifras de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de los Estados Unidos (CBP por sus siglas en inglés): si para 2017 apenas se registraban 1000 aprehensiones de nicaragüenses en las fronteras estadounidenses al intentar ingresar de forma irregular a ese país, al cierre del año fiscal 2021 (en septiembre) fueron más de 50 000.
La mayoría de aprehensiones de nicaragüenses este año ocurrieron entre junio y septiembre, cuando -ante las votaciones del 7 de noviembre- el régimen desató una nueva oleada represiva, que incluyó la cacería de aspirantes presidenciales opositores, líderes cívicos, empresarios, exdiplomáticos, periodistas y defensores de derechos humanos. Para octubre de este año se mantiene un flujo considerable, con 9256 nuevos arrestos de personas de origen nicaragüense.
El pasado 7 de noviembre el régimen se declaró ganador de unos comicios sin competencia política, sin la participación de más de 80% de la ciudadanía -según el observatorio independiente Urnas Abiertas- y sin el reconocimiento de más de 40 países, que más bien rechazan la deriva autoritaria de Daniel Ortega y Rosario Murillo.
Ante ese panorama y una alta incertidumbre sobre el futuro político y económico del país, la migración nicaragüense hacia Estados Unidos seguirá, advierten expertos en temas migratorios. “Debido a que la migración engendra migración, una vez que esta ola de migrantes se establezca, llamarán a sus familiares y Nicaragua se sumará a los países del norte de Centroamérica como un emisor recurrente de migrantes hacia Estados Unidos”, proyecta el investigador José Luis Rocha, en su ensayo “Tres años de represión y exilio de los nicaragüenses: 2018-2021”.
Llegar a Estados Unidos tras dos intentos
Cuando “Andrés” brindó esta entrevista se encontraba en Tapachula, México, y dijo que intentaría, por segunda vez, llegar a la frontera estadounidense para pedir asilo.
Este joven artista de 29 años salió de Managua en junio pasado, después de ver con terror la cacería desatada por el régimen Ortega-Murillo de líderes cívicos, exdiplomáticos, defensores de derechos humanos, periodistas y empresarios.
“Andrés” temió que también llegaran por él, ya que así se lo habían advertido, en más de una ocasión, los policías y simpatizantes sandinistas de su barrio. Las líricas de su música urbana contra el régimen Ortega Murillo fueron la causa de la persecución política en su contra. “Un policía me dijo que me iba a desaparecer si no me callaba, que la música que yo hacía movía gente y que eso les perjudicaba, que era incitar a la gente en contra del Gobierno”, dijo el joven, que pidió que su identidad se mantuviera protegida, ya que teme represalias contra su familia en Nicaragua.
“Andrés” salió con un grupo de amigos y conocidos. Eran seis en total que emprendieron su viaje por cuenta propia, luego fueron juntándose con más migrantes en el camino, hasta llegar a la frontera entre Guatemala y México.
Una vez allí, supieron que cruzar México sin la aprobación de “coyotes” o “polleros” era casi imposible. Esa “aprobación” le costó 2000 dólares. “El que quiere ir solo no corre muy lejos, no podés. Oí de personas que estuvieron secuestradas, de mujeres que fueron violadas grupalmente. Tenés que negociar con ellos (los “coyotes” o “polleros”), ellos hablan con sus patrones para que no te hagan nada. Usualmente, los polleros trabajan en coordinación con los miembros de los carteles de droga y, a cambio de dinero, los migrantes reciben las “contraseñas” que deben usar para que los dejen pasar, aseguró.
De Chiapas pasó a Puebla, luego a Guadalajara, Mazatlán, Hermosillo, hasta llegar a Río Colorado. Fueron 17 días de viaje, más una estadía forzada de un mes en un pueblo cercano a la frontera, ya que un migrante de su grupo se enfermó gravemente. "Vas batallando contra Migración, la Policía, los carteles, batallando contra el 'covid'. Parece que nos dio (a todos), a un amigo sí le dio fuerte y tuvimos que esperar que le pasara”, recordó.
El joven se entregó a las autoridades estadounidenses el 15 de septiembre. Estuvo tres días en un centro de detención de migrantes de Yuma, en Arizona. Intentó, sin éxito, explicar a los agentes su situación, por qué necesitaba solicitar asilo, pero no lo escucharon.
El viaje había sido en vano. A “Andrés” lo regresaron a México en un avión que aterrizó al sur del país, cerca de la frontera con Guatemala, en Tabasco. “No puedo quedarme en México, preferiría regresarme a Nicaragua, pero tampoco pienso regresar, porque está peor la situación. Prefiero seguir intentándolo. Voy a probar por Monterrey, volver a entrar a Estados Unidos para que me escuchen”, contó.
En el trayecto, “Andrés” se encontró a muchos nicaragüenses, “familias completas, algunas víctimas de represión de la Policía, también me hallé a un trabajador sandinista, un brigadista del Ministerio de Salud, me he encontrado a mujeres solas con hijos”, aseguró. Todos intentando llegar a Estados Unidos, todos con el temor y la incertidumbre de si lo lograrían.
Finalmente, 50 días después de ofrecer esta entrevista, “Andrés” llegó a Estados Unidos, este 23 de noviembre. “Sí, llegué, ahora mismo me acaban de soltar”, escribió en un breve mensaje de texto.
Huir del trauma de la brutalidad policial
Sofía Quezada recién cumplió 18 años. Cuenta que nunca pensó que alcanzaría la adultez en un país desconocido, dejando atrás la vida que conocía y los planes que tenía en el departamento de León, de donde es originaria.
Sus padres juntaron los más de 7000 dólares que les pedía un “coyote” y con la esperanza de que todo saliera bien, escogieron asumir los grandes riesgos del viaje irregular que sus únicas dos hijas, Sofía, de 17; y Camila, de 18; debían emprender para llegar a Estados Unidos. Era mejor arriesgarse a que se quedaran viviendo en Nicaragua.
Ambas jóvenes habían sido víctimas de la Policía Nacional. A Camila, durante la rebelión ciudadana contra el régimen en 2018, agentes de la Policía la detuvieron arbitrariamente y la golpearon luego de arrestarla por pegar papeletas con mensajes antigubernamentales. Desde entonces no pararon las amenazas de simpatizantes del partido gobernante hacia su familia, que siempre fue abiertamente crítica y demandaba un cambio en el país. Tres años más tarde, Sofía fue también víctima de dos oficiales de la Policía que la interceptaron, encapucharon y golpearon, contó. Las dos quedaron muy afectadas psicológicamente después de esas agresiones, así que sus padres decidieron enviarlas a Estados Unidos, donde tenían parientes.
Las hermanas salieron de León el primero de agosto a las once de la noche, rumbo a Managua, de donde partieron en transporte privado de una empresa que hace viajes terrestres en el istmo. Al llegar a Guatemala, un carro las trasladó hacia una ciudad cercana a la frontera con México donde se reunieron con el “coyote”. Empezaron un viaje difícil en compañía de 15 personas, incluyendo cubanos, otros nicaragüenses y una familia hondureña cuya integrante más pequeña era una bebé de tres meses.
A México cruzaron por un río, después se movilizaban siempre de madrugada en varios vehículos medianos en los que debían amontonarse. “En caravana, súper rápido, íbamos a esa hora para evitar a la Policía y por calles de lastre”, cuenta Sofía. Hubo partes del viaje que hicieron en transporte público interestatal en los que, en caso de ser detenidos por autoridades migratorias o policiales, debían entregar dinero para que les dejaran pasar, dice la joven.
Sofía y su hermana también sintieron la sensación de sofoque de viajar escondidas en un bus con bultos y maletas encima durante once horas, hasta que llegaron a Ciudad Acuña. Al cruzar el Río Bravo, Sofía tuvo que cargar a una niña de seis años y luego caminar ya en territorio estadounidense hasta encontrar a las patrullas fronterizas el 15 de agosto, después de dos semanas de viaje.
Ese día las hermanas tuvieron que separarse y desde entonces no se han vuelto a ver. Sofía, entonces de 17 años, fue trasladada a un albergue de personas menores de edad y posteriormente pudo irse a Virginia a vivir con una tía; mientras que Camila, de 18, estuvo detenida un mes en un centro de migrantes adultos y luego salió a Miami, donde otra tía. Ambas esperan la resolución de sus peticiones de asilo y poder reencontrarse.
A Sofía le duele no saber cuándo volverá a ver a sus padres. También sufre por todo lo que planeó y no pudo ser. “Mi sueño fue ser fisioterapeuta pero cambió mi vida, mi expectativa, de estudiar, prepararme, no pensé que me iba a ir así del país y venir a hacer mi vida aquí. Ya no quería estar en Nicaragua, no quería pasar más cosas”, cuenta. Al igual que ella, otros jóvenes de su edad también han emigrado recientemente a Estados Unidos: Una amiga suya viajó en un grupo de 200 personas que fue detenido por la Policía en México, mientras que en el albergue de niños y adolescentes en el que ella estuvo, inclusive coincidió con un compañera del colegio, a quien también sus padres prefirieron sacar del país.
“Nicaragua no me ofrecía un futuro”
Ante de emigrar, Meyling Cruz, una joven de 22 años de La Trinidad, Estelí, estudiaba su último año de la carrera de Comunicación Social y aunque trabajaba en una empresa financiera en atención al cliente, económicamente dependía, sobre todo, de las remesas que le enviaban su mamá y su papá desde Estados Unidos, país al que se habían ido hace muchos años en busca de trabajo.
Tras el estallido de la crisis en 2018, Meyling, que había participado en algunas protestas y había recibido amenazas por esa razón por parte de simpatizantes sandinistas, vio cómo la situación de Nicaragua solo tendía a empeorar, así que mejor decidió unirse a sus padres en el país del norte. Consiguió un “contacto”, pagó 4500 dólares y se fue junto con su hermana, de 26 años, y otros 58 nicaragüenses, casi todos de La Trinidad, la madrugada del 2 de julio.
El grupo viajó de manera regular en una “excursión” desde Managua hasta Guatemala, luego fue recorriendo México de forma irregular, pero siempre en un bus de turismo. Eso sí, los “organizadores” proveyeron identificaciones mexicanas falsas y dieron instrucciones de no hablar, para que las autoridades no reconocieran el acento extranjero de los viajeros.
“Fue muy peligroso, pasamos todo el tiempo asustados”, dice, especialmente al recordar un tiroteo entre mafias en Sinaloa, cuando el grupo tuvo que esconderse por varias horas en el monte. “Solo temblaba del miedo y del frío, y rezaba el rosario mientras pasaba pensando que hasta ahí íbamos a llegar”, recuerda.
“Una siente más miedo por ser mujer y joven, algunos choferes y ‘organizadores’ nos miraban con morbo”, agrega.
Finalmente, el grupo llegó a Altar, ciudad de Sonora, donde permaneció una semana antes de cruzar a Estados Unidos. Cuenta Meyling que los “coyotes” dividieron el grupo en dos y se fueron entregando a las autoridades estadounidenses por partes. Ella y su hermana llegaron el 20 de julio, después de 18 días de travesía, y solicitaron asilo.
La parte del viaje que más la marcó fue su estancia durante 52 días en el centro de detención en Tucson, en Arizona, donde se tuvo que separar de su hermana, que había dado positivo a la prueba de covid-19, aunque afortunadamente ella se recuperó y fue liberada a los pocos días.
Meyling, en cambio, tuvo que pagar una fianza de 5000 dólares y pasar una serie de entrevistas. “Había muchas nicaragüenses en la misma situación que yo en ese centro, solo en mi bloque éramos 15, pero en los patios comunes vi a más”, asegura.
Emigrar bajo esas condiciones no es fácil y menos aún para quienes tienen depresión, como el caso de Meyling, que fue atendida por una psicóloga que, en vez de ayudarle, la hizo sentir muy mal. “Me dijo que era una delincuente, que no me iban a dejar entrar, que solo llegaba a aprovecharme del Gobierno estadounidense”, relata.
Finalmente pudo reunirse con su familia en Los Ángeles. El encuentro fue emotivo, porque vio por primera vez a su padre en persona, ya que él había emigrado a Estados Unidos cuando Meyling era una bebé. El viaje había valido la pena. “Nicaragua da mucho pesar. Yo iba a terminar mi carrera y, ¿qué iba a ser de mí? Con un sueldo que no ajustaba, uno se siente impotente. No hay esperanza”, exclama.