3 de noviembre 2021
En momentos en que los líderes mundiales se reúnen en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26) en Glasgow, existe un entusiasmo sobre el potencial de los recursos de energía verde. Pero la dura realidad es que los combustibles fósiles todavía representan el 80% de la energía global, lo mismo que cuando los Gobiernos firmaron el acuerdo climático de París con gran fanfarria en la COP21 hace seis años. Y aunque muchas economías todavía no han regresado a su nivel de PIB prepandemia, el mundo ya va camino en 2021 a registrar su segundo incremento anual más importante en emisiones de dióxido de carbono de las que haya registro.
Es verdad, el reciente informe insignia Perspectiva Energética Mundial de la Agencia Internacional de la Energía, que sigue siendo el patrón oro del análisis sobre la energía, tiene un tono optimista al darle un mayor énfasis a lo que se puede hacer para limitar el calentamiento global. Pero, al mismo tiempo, “mantener abierta la puerta a 1,5°C” parece implicar tantas partes móviles, innovaciones, adaptaciones y, sí, sacrificios, que es difícil ver que vaya a funcionar sin el precio del carbono global que la mayoría de los economistas consideran necesario. En particular, un impuesto al carbono incentiva y coordina simultáneamente los esfuerzos de reducción de emisiones, y asigna recursos en consecuencia, de maneras que los planificadores estatales simplemente no pueden lograr.
La idea de un impuesto al carbono sigue siendo un anatema político en Estados Unidos; salió a la luz brevemente durante las recientes negociaciones presupuestarias pero se la abandonó por considerársela un tema candente. Por el contrario, el presidente Joe Biden promoverá una combinación de medidas —como un giro a autos eléctricos y el fin del desarrollo de combustibles fósiles— que en su mayoría son buenas ideas, pero que en conjunto son inmensamente más costosas y menos eficientes que un impuesto al carbono.
La Unión Europea, con su Sistema de Comercio de Emisiones (una alternativa de tope y canje en lugar de un impuesto al carbono), ha hecho más progresos en materia de precios del carbono. Aun así, el plan actualmente cubre solo alrededor del 50% de las emisiones de gases de efecto invernadero de la UE y da muchas asignaciones de manera gratuita. No sorprende entonces que los responsables de las políticas en las economías emergentes y de bajos ingresos reaccionen de manera tan cínica cuando se les pide que se arriesguen a una desaceleración del desarrollo económico de sus países para ayudar a combatir el cambio climático. Muchas de ellas, en cambio, preguntan por qué los acuerdos sobre cambio climático no instan a todos los países a alcanzar niveles similares de emisiones per cápita.
Aún si un impuesto global al carbono llegara a suceder mágicamente, el mundo seguiría necesitando un mecanismo para transferir recursos y conocimiento a las economías en desarrollo para impedir que se conviertan en los principales emisores del futuro. Yo he promovido la idea de establecer un Banco Mundial de Carbono, que contaría con experiencia técnica, facilitaría el intercambio de mejores prácticas y ayudaría a canalizar cientos de miles de millones de dólares en subsidios y préstamos a los países de más bajos ingresos.
Una aceptación por parte de los países en desarrollo es esencial. El carbón, que representa el 30% de las emisiones globales de CO2, es barato y abundante en países como India y China. Si bien 21 países han prometido eliminar gradualmente la energía alimentada a carbón, casi todos ellos están en Europa, y representan sólo alrededor del 5% de las centrales eléctricas alimentadas a carbón en el mundo. La reciente promesa de China de dejar de construir nuevas plantas de carbón en el extranjero es un buen comienzo. Pero la propia China produce más de la mitad de la electricidad alimentada a carbón del mundo, y muchos otros países, como Vietnam, supuestamente ahora construirán más plantas de carbón propias.
Asimismo, inclusive con un impuesto al carbono, los reguladores tendrán que abordar infinidad de cuestiones, como decidir dónde se pueden construir turbinas eólicas, cómo se pueden erradicar gradualmente las plantas de electricidad de carbón existentes y hasta qué punto se puede utilizar el gas natural como una fuente de energía transicional. Como el viento y el sol son fuentes de energía intermitentes, hay razones de peso para una presión renovada a favor de impulsar la energía nuclear. Esto implicaría utilizar tecnologías modernas mucho más seguras para construir centrales eléctricas de gran escala y el tipo de generadores de pequeña escala utilizados en los submarinos nucleares.
Los partidos políticos verdes pueden condenar esa idea, pero el conocimiento climático tiene que ir de la mano del conocimiento energético. Alcanzar emisiones “cero netas” de CO2 en 2050, momento en el cual el mundo puede tener dos mil millones más de habitantes que hoy, exige algunas decisiones difíciles.
Convencer a los responsables de las políticas y a la población de enfrentar estas decisiones no es fácil. Una escasez de viento el verano pasado ha contribuido a la actual crisis energética en Europa, donde los líderes hoy esperan que el presidente ruso, Vladimir Putin, le ofrezca a la región más gas natural. De la misma manera, con la perspectiva de que los precios de la energía se disparen el próximo invierno, Biden ha implorado a los países de la OPEP que produzcan más petróleo, inclusive cuando su administración intenta reducir la producción doméstica de combustibles fósiles.
La inversión ambiental, social y de gobernanza, cuyos defensores apuntan a recortar el capital para la inversión en combustibles fósiles, ha causado furor, y durante un tiempo hasta parecía ofrecer retornos interesantes. Pero ahora que los precios de la energía vuelven a subir, tal vez no siga siendo el caso. Como sea, aún si las economías avanzadas —quizás inclusive Estados Unidos y la recalcitrante Australia— prohíben la exploración de combustibles fósiles, las economías menos desarrolladas seguirán teniendo incentivos poderosos para expandir la explotación de sus propios recursos que emiten CO2.
Es alentador que la AIE siga considerando que fijar un límite para el calentamiento global en 1.5°C es un objetivo alcanzable, aún si el camino es descomunal. Desafortunadamente, sigue sin estar del todo claro si los esfuerzos políticos por alcanzar este objetivo cobrarán tracción a la misma velocidad que se calienta el planeta, según nos dicen los científicos. Cuando se trata de cumbres climáticas, por lo tanto, no podemos más que esperar que la vigésima sexta cumpla con el hechizo.
Kenneth Rogoff, ex economista jefe del Fondo Monetario Internacional, es profesor de Economía y Políticas Públicas en la Universidad de Harvard.
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