Guillermo Rothschuh Villanueva
10 de octubre 2021
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El argumento esgrimido por los abogados del expresidente Trump ante la Corte contiene una gran verdad. Constituye el corazón de lo que está en juego
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Donald Trump anunció el pasado mes de julio, que recurriría ante los tribunales para pedir la restitución de su cuenta en Twitter. Ya lo hizo. La decisión de la Corte Federal del Sur de Florida tendrá hondas repercusiones en el ejercicio de las libertades ciudadanas. Más allá de disentir de las violaciones constantes a las normas establecidas por las redes, las que aceptó al solicitar la apertura de sus cuentas, interrumpir abruptamente su discurso y después cancelárselas indefinidamente, constituye un acto sin precedentes y totalmente cuestionable. Los empresarios no pueden arbitrar ni decidir que sí y que no puede publicarse. Un acto peligrosísimo por su incidencia en la libertad de expresión.
Con el desarrollo exponencial de las redes y la promesa incumplida que entrábamos al advenimiento de las tecnologías de la libertad, dábamos por seguro que ingresábamos a una nueva etapa en el despliegue y consolidación de las libertades públicas. Nada sería igual en el futuro. Las elecciones presidenciales en Estados Unidos (2016), actuaron como catalizadoras. Sirvieron para demostrar que las plataformas digitales funcionan igual o mejor aún que los medios de comunicación. Su ubicuidad, plasticidad y seducción, hizo que millones de personas de los cinco continentes, se sintieran atraídas por su utilización. Con velocidad geométrica se constituyeron en fuentes informativas. Un acontecimiento inédito.
Las redes entraron de lleno a la liza política, el encanto sobre la clase política está determinado por la posibilidad que ofrecen de saltarse el escrutinio público. Los políticos han sido reacios a toda forma de rendición de cuentas. Los medios tradicionales resintieron la estocada. En países donde el uso de las redes es mayor, el interés por brincárselas ha sido enorme. A las arbitrariedades cometidas por gobiernos de izquierda y derecha, suspendiendo o limitando el ejercicio de la libertad de expresión, vino a sumarse la tentación empresarial de intervenir en un campo que, por su propia naturaleza, rebasa cualquier acción encaminada a restringir de manera indefinida la libertad de expresión.
Existe conciencia del creciente poderío de los dueños de las grandes empresas tecnológicas. Unos días antes que Trump dijera por vez primera que acudiría ante las instancias legales, para solicitar la restitución de sus cuentas, el Congreso y Senado de Estados Unidos, prosiguieron con las acciones orientadas a controlar Facebook, Twitter, Google y Amazon. El malestar entre la clase política es evidente. Existe un gran riesgo. Los mastodontes digitales no pueden continuar por la libre, como lo han hecho hasta ahora. No se trata únicamente de estar de acuerdo o no con Trump. Sus excesos han sido determinantes para que las tecnológicas anularan sus cuentas.
Al haberse conocido que Twitter y Facebook se ponían de acuerdo para suspender las cuentas, provocó una oleada de protestas. Existen justificadas razones para evitar las consecuencias negativas que suponen las medidas adoptadas por la clase empresarial. Los estándares internacionales que rigen el ejercicio de la libertad de expresión —apología del delito, racismo, odio, xenofobia, prostitución— merecen ser celosamente cautelados. Ninguna persona o medio de comunicación puede saltarse impunemente estas prescripciones. Ni gobiernos ni redes sociales tampoco pueden imponer a su antojo la censura previa. No les está permitido. Los textos constitucionales lo prohíben.
El discurso de Trump, alentando a sus seguidores sitiar el Congreso, causó perplejidad. Su conducta era similar a la de cualquier dictadorzuelo tercermundista, enviando tropas de asalto a tomarse la sede del poder legislativo. Las redes enfrentaban en ese instante un dilema parecido al que afrontan diariamente los medios de comunicación, la conveniencia o no de publicar una noticia, sin menoscabo de la libertad de expresión. La prevención asumida por Twitter, el miércoles 7 de enero del 2021, quedó registrada como un momento de inflexión en la salvaguarda de este derecho. Constituye la base del sistema político estadounidense, una prerrogativa garantizada en la Primera Enmienda.
Nadie puede colocarse por encima de la ley, la actuación de los propietarios de las redes dejó un sabor amargo entre millones de personas. Muchísimas de ellas ni siquiera partidarias de Trump. Estaban claras de las implicaciones y el carácter indebido de esta disposición. Especialmente si consideramos que sus ejecutores no gozan de ninguna potestad legal, más que el amparo de las normas que rigen su funcionamiento. La libertad de expresión es un bien público tan delicado, que la determinación de su ejercicio no puede quedar en manos de políticos, menos de grandes empresarios, con múltiples intereses económicos y comerciales. Son los menos indicados para su protección.
En la campaña electoral de 2016, Trump hizo de las redes sociales una maquinaria prodigiosa para ganar adeptos. Antes de la suspensión de la cuenta había alcanzado 88 millones de seguidores en Twitter, 35 millones en Facebook y 24 millones en Instagram. El cambio de actitud de Zuckerberg causó extrañeza. Pasó de la permisividad absoluta, a ubicarse en el otro extremo. La presión de los internautas fue crucial. Desde que nombró el Comité Asesor de Contenidos (Oversight board), debió dejarlo operar. ¿Qué motivaciones tuvo para posponer su funcionamiento hasta enero de 2021? Las elecciones constituían una prueba de fuego para el Comité. Su proceder en ese momento era clave.
Los expertos apuntan que las discrecionalidades de las redes son por razones de pesos y centavos. La táctica utilizada en 2020 por la candidata presidencial, Elizabeth Warren, fue crucial. Contrató un espacio en Facebook para colgar un anuncio mentiroso y no hubo reparos. Zuckerberg venía de la experiencia de las elecciones de 2016, miles de cuentas falsas circularon a través de su plataforma y le había sido echado en cara. ¿Por qué reincidió? El argumento fue que todo lo dicho por los candidatos, era de interés ciudadano y no merecía ser censurado. Jack Dorsey, el estratega de Twitter, adujo lo contrario. Una vez comprobadas las mentiras, no debían tener cabida en la red.
El argumento esgrimido por los abogados de Trump, ante la Corte Federal del Sur de Florida, contiene una gran verdad. Constituye el corazón de lo que está en juego. Su tesis es que Twitter “ejerce un grado de poder y control sobre el discurso político en este país que es inconmensurable, históricamente sin precedentes y profundamente peligroso para el debate democrático abierto”. No solo Twitter goza de este poder, iguales prerrogativas tienen Google, Facebook y Amazon. Nacieron y se desarrollaron sin frenos ni contrapesos, más que el de unas normas obsoletas, como son las disposiciones que contiene la ley antimonopólica de Estados Unidos. El Congreso debe actuar con presteza.
La otra razón para que Facebook atemperara su conducta, se debió al boicot impuesto por grandes empresas, retirándoles sus anuncios ante lo que ellas denominaron como excesiva “permisividad con la violencia”. Dejó de percibir sumas millonarias. Una ratificación del tipo de acciones que entienden las llamadas “Big tech”. Entre el viernes 8 de enero y el viernes 2 de octubre de 2021, habían transcurrido ocho meses y 25 días, sin que Trump pudiese asistirse de su herramienta predilecta. El desasosiego y la desesperación deben serles asfixiantes. La sistematicidad e impulsividad con recurría a Twitter, crispa y exacerba los ánimos. Siente apuro por volver asistirse de esta red.
Trump tiene urgencia y necesidad de reconectarse con sus millones de seguidores. Sigue presente en política, durante todos estos meses ha expresado su aspiración de presentarse en las próximas elecciones, como candidato de los republicanos. Ya hizo públicos estos deseos. Tenemos que considerar que en política el tiempo es vital. 2024 está a la vuelta de la esquina. En cuanto disponga de Twitter, empezará a mostrar su músculo. El contrincante más fuerte dentro de las filas republicanas es Ronald Dion DeSantis, gobernador de Florida. Trump sabe que, con sus ataques despiadados, se ganó la animadversión de la prensa. Tampoco quiere someterse a ningún escrutinio.
El fallo del tribunal estadounidense ha suscitado expectación mundial. Facebook sostuvo que su suspensión era por dos años. Twitter adujo que la suya era indefinida. Toda condena de las instituciones legales tiene plazo, excepto cuando se trata de cadena perpetua. Un puñado de empresarios no puede abrogarse el derecho absoluto de decidir en el ámbito de la libertad de expresión. La privatización de las libertades públicas es de mal augurio para la convivencia democrática. Como sostiene George Soros, hay que deslindar qué cuestiones pertenecen al campo empresarial y cuáles a la esfera estatal. La libertad de expresión es una de ellas. Debe ser garantizada plenamente por el Estado.
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Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.
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