9 de octubre 2021
El envilecimiento y la ofensa acaparan el discurso oficial. La arenga es primaria, agresiva y exagerada: no conoce matices y se lanza para encender. Las reglas del juego, además, no son claras ni estables. En Nicaragua, se rige a golpe de delirio y simulación, y cuando eso no funciona, prospera la amenaza de arbitrariedad y violencia.
En este decadente escenario, todo opositor es terrorista y traidor, y el obsceno y vociferante autócrata es pacificador y patriota.
El discurso oficial es trasnochado, pero cala, particularmente, porque evoca enojo y odio. Sabemos que es más fácil y efectivo emborrachar al público con rencor, antipatía y tirria (contra los yanquis, por ejemplo) que promover el asentimiento o la adhesión a golpe de bondad o razón para construir un futuro distinto.
La infamia y la podredumbre son aparentes; no obstante, en Nicaragua, todo continúa estancado, invariable como esa desgastada escena repetida en El otoño del patriarca (de Gabriel García Márquez, 1968-1975). El acto nicaragüense se torna aún más estrambótico si consideramos que el opresor de hoy fue el guerrillero de ayer que encontraba en el tirano de García Márquez fundamento para su lucha justa.
No hay la menor duda que la arbitrariedad del régimen Ortega-Murillo produce aversión y deseo de venganza. No hay nada malo, per se, con esos sentimientos: son demostración de que reconocemos la injusticia, de que algo ha pasado que produce dolor y que requiere enmienda. La clave está en cómo se tramitan esos sentimientos. Las rutas y opciones son variadas; Nelson Mandela advertía que había que evitar que se tradujeran en resentimiento. El líder sudafricano reflexionaba que el resentimiento era como tomar veneno, esperando que esa acción matara a los enemigos.
En esta desesperante configuración se impone la necesidad de no perder la esperanza, no caer en la trampa de la afrenta, evitar el recurso al “todo vale”, y encontrar el lenguaje y los sentimientos para hablar de lo que pasa y lo que debe pasar en Nicaragua más allá de la crisis y de la reacción (necesaria) a la injusticia y el abuso de poder.
Claro que hay informar sobre el día a día y exponer el engaño y la mentira, pero esa necesaria labor no debe extinguir la construcción y la discusión de proyectos comunes de más largo plazo y la elaboración de alianzas, no solo con base en el odio compartido en contra de la tiranía, sino en torno a metas sustantivas y formas de Gobierno que permitan recuperar los principios básicos del Estado de Derecho.
La debilidad del poder, la violencia y el miedo
La desinstitucionalización en Nicaragua es profunda: la sociedad política está devastada; las organizaciones y los procedimientos son débiles; y las reglas del juego se amañan, sin límites, de manera caprichosa y sin costo, para garantizar el sostenimiento del régimen.
En su ensayo Sobre la violencia (1969), Hannah Arendt advirtió como, ante la pérdida de poder, es previsible que la violencia escale en un régimen autoritario. Para ella, el poder debe manifestarse no con base en la fuerza o en justificaciones, sino con base en la legitimidad que solo puede otorgar el acompañamiento consentido de la comunidad política a una forma de Gobierno, como expresión de voluntad construida y consensuada.
Cuando el poder está en crisis – y en Nicaragua lo está – los medios de destrucción (la violencia y la arbitrariedad) determinan el rumbo. Arendt describió los regímenes totalitarios como aquellos en los cuales “la violencia, tras haber destruido todo poder, no abdica sino que sigue ejerciendo un completo control”.
El régimen orteguista es expresión palpable de la devastación del poder. Ante la insuficiencia del personalismo y el populismo para seguir mandando, el régimen acude a la violencia y a la arbitrariedad amparadas por la impunidad para irradiar miedo y quedarse en el trono.
Además de ejercer el control mediante el aparato burocrático (como lo demuestra la reciente destitución del magistrado del Tribunal de Apelaciones de Managua por dar trámite a un recurso judicial fuera del guion), el control se ejerce también a golpe de violencia, ya sea mediante matones y guerreros que campean impunes y llevan mensajes disciplinantes a domicilio – como el “ya dejen de joder” – o mediante el temido y publicitado recurso a la prisión política.
Todo es incertidumbre y simulación, pero también es degradación y decadencia…
Aunque la escena parece eterna, su fin es inevitable. Los gallinazos, como en la novela política, han invadido las guaridas de poder y los merodeadores saquean lo que pueden. Hay que encarar la simulación y la iteración actual de la escena despótica, pero también hay que encontrar claves para no caer en la repetición y evitar entrar en el guion determinado por el vociferante binomio.
La frustrante lectura de El otoño del patriarca incita a la necesidad de exponer y confrontar las despóticas formas de Gobierno, pero, principalmente, es una provocación para evitar la repetición y elaborar otra manera de ejercer el poder público, antes de que la decadencia lo derruya todo. El reto es gigante, especialmente porque la escena tiende a repetirse y el resentimiento es extendido y degrada.