6 de octubre 2021
Cada vez que “Javier”, de 30 años, veía llegar la camilla grande a la sala de covid-19, donde estaba hospitalizado, sabía que una persona había fallecido. El personal de Salud envolvía el cadáver con sábanas, lo metían en bolsa negra, y lo cerraban con cinta adhesiva. Durante doce días estuvo ingresado en el hospital Sermesa-Bolonia, y contó 20 muertos, aunque cree que podrían ser más, porque no sabía qué ocurría durante las horas en las que lograba conciliar el sueño.
“Javier” no usaba mascarilla, creía firmemente que nunca se contagiaría de covid-19, incluso, mientras cuidaba a su hermana y madre, convalecientes de la enfermedad, pensó que estaría a salvo.
El virus se manifestó con fiebre de 40 grados, diarrea, dolor en el pecho; le estrujó el cuerpo durante 21 días, de los cuales, ocho estuvo conectado a tanques de oxígeno con un máximo de doce litros por minutos para ayudar a que sus pulmones retomaran su función natural.
Cuando llegó a su clínica previsional, el 20 de agosto, su nivel de oxígeno era 76. Le realizaron el examen de covid-19 para confirmar su contagio y dio positivo, la placa de pulmones constató que su caso era grave. “Yo pulmones no llevaba, y por gracia de Dios estaba vivo”. Los médicos orientaron su hospitalización y el traslado del Hospital Militar a Sermesa.
“Me dolía respirar, teniendo yo 30 años”, relata “Javier”, resaltando su edad y que antes del covid-19 era una persona sin enfermedades preexistentes.
Al ingresar a Sermesa, le colocaron puntas nasales, pero su nivel de oxigenación no subía de 89. Los médicos decidieron optar por máscara de reservorio. Los primeros días fueron terribles. “Javier” casi no dormía ni comía, experimentó una ansiedad “horrible”, que le provocaba una “desesperación de salir corriendo”, contó.
Su corazón marcaba 208 latidos por minuto, como efecto de la covid-19, cuenta. El dolor de cuerpo provocado por la covid-19 se unía al esfuerzo de estar boca abajo o de lado para ayudar al trabajo de sus pulmones. Ya tenía cuatro días ingresado pero no mejoraba, así que los médicos elevaron paulatinamente los litros de oxígeno por minuto hasta llegar a doce.
“Javier” estaba aislado, en un galerón que compartía con otros 49 pacientes. Las mujeres estaban en un lado y los hombres, en otro. Escuchó que el lugar donde se encontraba albergaba cincuenta camas, sin embargo, los ingresos sobrepasaron los 80 en ese hospital.
En su cama, sin ningún rostro conocido a su alrededor, la soledad le pesaba demasiado y la muerte rondaba el espacio. “Uno se siente solo, ve muerto tras muerto”, “yo miré morir chavalos de 27, 26 años que no aguataban”, cuenta.
Los pacientes fallecían de infarto, de trombosis o de paro respiratorio, pero todos estaban contagiados del virus, explicó. En Nicaragua, el Minsa registra como muertes por comorbilidades las muertes por covid-19, mientras durante casi un año ha sostenido que solamente una persona muere por covid-19 cada semana, a nivel nacional.
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La fuerza mental ante la covid-19
A “Javier” le generaba más ansiedad ver cómo otras personas que habían llegado en el mismo periodo que él, lograban recuperarse más rápido. Era una buena noticia, pero a la vez, se preocupaba por su evolución. Los mensajes que recibía de su hermana le daban fuerza y poco a poco, a medida que pasaban los días, empezó a comprender que la mente juega un papel trascendental para ganarle a la pandemia.
Uno se tiene que “dar fuerza uno mismo”, y en su caso, aunque su cuerpo estaba enfermo, sus pulmones seguían agotados y rápidamente perdió cerca de treinta libras, confiaba en que Dios le permitiría vivir para contar su testimonio. También le inyectaba energía cuando veía a señores de más de 60 años salir victoriosos de la sala covid-19. Pensaba que si ellos lo lograron, él también podía.
Adentro se pierde la noción del tiempo, cuenta. Estimaba la mañana, tarde y noche por la rutina de los médicos. La primera ronda iniciaba a eso de las cinco de la mañana. Los camilleros llegan a cambiarles la ropa de cama, y les entregan una nueva bata.
Los médicos los revisan, les brinda medicamentos, y en algunos casos, como el de él, le inyectan anticoagulante en el abdomen. También les hacían pruebas de sangre. Por la tarde, cerca de las tres, nuevamente, los médicos revisan sus avances, valoran el nivel de oxígeno, y algunos, los animan para continuar luchando contra la covid-19. Antes de dormirse, los médicos regresan y nuevamente, los evalúan.
Su estancia en la sala covid-19 fue dura. En el silencio que inunda el lugar, los quejidos de algunos pacientes resuenan más fuertes. “Pegaban gritos”, repetían ¡Auxilio! que se ahogaban por el peso de la enfermedad. Hubo personas que se durmieron platicando y amanecían muertos, relata. Había otros que no soportaban el oxígeno y se quitaban la máscara.
Otro reto que enfrentó fue realizar sus necesidades fisiológicas. Los camilleros lo llevaban el baño, pero la falta de aire era tan grande, que el esfuerzo lo ahogaba. Quienes no podían moverse, debían hacer sus necesidades acostados, en pañales desechables. Él se vio en esa circunstancia en una sola ocasión, pero asegura logró asearse por su cuenta, porque se sentía un poco avergonzado.
Recuerda que todos los trabajadores de Salud estaban completamente protegidos, estima que había unos diez por sala. Al principio de su enfermedad, temió asistir a los hospitales, pero después de esta experiencia, no tiene quejas. El trato es humano, valora.
"Javier" venció la enfermedad, pero lucha con las lesiones. "Salí caminando como los viejitos", cuenta. Daba algunos pasos y se cansaba. Con el tiempo ha mejorado, pero el cansancio vuelve cuando camina muy rápido o se esfuerza demasiado, a pesar de sus 30 años. Los ataques de tos también aparecen y mientras habla, interrumpen el relato a sus amigos que, al igual que él, creían poco en la covid-19 y no usan mascarilla.
Si la única forma que la gente tome conciencia de la pandemia es enfermándose o viendo morir a un familiar es muy triste, reflexiona.