17 de septiembre 2021
Uno de los botines más preciosos de cualquier guerra es la capacidad de reescribir la Historia. La guerra por el poder es siempre una batalla por decidir quién será recordado, cómo será recordado, y de qué manera su memoria será preservada. Esta batalla es política, no hay lugar para la neutralidad. Toda historia, en este sentido, es la historia del vencedor. Es una historia que se escribe en el presente sobre el pasado inmediato.
Hace un poco más de treinta años, el politólogo norteamericano Francis Fukuyama hizo lo contrario: se atrevió a contar la historia del vencedor, pero hacia el futuro. En un ensayo publicado a finales de los 80, Fukuyama profetizaba la caída del comunismo, llamándola: “(…) el fin de la historia como tal: es decir, el punto final de la evolución ideológica del ser humano y de la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de Gobierno”.
Por supuesto, el “Fin de la Historia” no quiere decir el fin de los conflictos militares, de las revueltas sociales o de las crisis económicas; más bien, se refiere a que la solución de cualquier problema sería siempre la misma: sin mayores contendientes a nivel global, todas las cosas se dirigían (lentamente, pero de forma definitiva) hacia el inexorable matrimonio entre el capitalismo de mercado y la democracia liberal occidental. Para Fukuyama, vivimos en un mundo “poshistórico”. Para el resto de nosotros, ese liberalismo se ha impregnado tanto en la organización de la vida alrededor del mundo que cualquier intento de desafiarlo resulta prácticamente neutralizado.
Ya sea o no que la historia siga avanzando hacia algo diferente de lo que actualmente vivimos, cabe preguntarse ¿Hacia dónde posiblemente nos podemos dirigir? ¿Qué otro movimiento (ideológico o no) podría contrarrestar la enorme influencia del libre mercado y la democracia liberal? ¿Es esa alternativa posible, o siquiera deseable?
Aventuro en estas líneas una respuesta: La Historia no ha terminado, al menos no para todos, y no de la misma forma. Mientras la Historia (en el sentido de Fukuyama) parece ya haber concluido para el gran establishment político y corporativo, no parece que avance mucho para el resto del mundo. La teleología del libre mercado y la democracia liberal parece no poder aplicarse en todos lados. China, por ejemplo, ha demostrado que el libre mercado puede funcionar sin democracia, y ya muchos otros Gobiernos han empezado a seguir sus pasos.
La grandeza del sistema democrático, basado en libertades y tolerancia, es, irónicamente, también su más grande fallo. La democracia ha traído consigo corrupción, desigualdad, irresponsabilidad ambiental y una profunda (y casi grotesca) complacencia con la pobreza y miseria humana. La democracia, pues, está perdiendo la gran batalla de las ideas, y está siendo sustituida por modos de gobiernos más efectivos, pero no por ello necesariamente mejores.
De hecho, Latinoamérica es una de esas zonas donde se puede poner en duda la tesis de Fukuyama. Nuestra región quedó atrapada en una eterna pugna ideológica que hace imposible que la Historia avance, y mucho menos que termine. La pandemia puso en evidencia la precariedad del tejido social e institucional de la región, y nos hizo dar cuenta de que la democracia y el libre mercado, aunque deseables en muchas dimensiones, no siempre tienen la respuesta definitiva.
Desde el reciente mandato de Trump en Estados Unidos, pasando por el regreso de partidos de derecha en Europa (sin olvidar a los autoritarismos latinoamericanos representados por personajes como Bolsonaro en Brasil, Ortega en Nicaragua, o Maduro en Venezuela), podemos afirmar que la Historia está lejos de llegar a su fin.
Este deterioro democrático se ha sufrido en todos los niveles y desde mucho antes de la aparición de la pandemia. Muchos Gobiernos han disfrazado sus prácticas autoritarias por “democráticas” al dotarlas con superficiales artificios de legalidad. Las verdaderas democracias deberían evitar que esto suceda, aún cuando las personas que ostentan el poder político abiertamente se declaren enemigos de ellas. Al ser la democracia utilizada contra ella misma, se pone en evidencia que es el sistema el que ha fallado, y no solo los que se aprovechan de él.
Vivimos, pues, en sociedades con deterioro político y social generalizado. La pandemia del coronavirus nos despertó de la ilusión de que podemos coexistir con un sistema que, simultáneamente, satisface las necesidades sociales a todos sus niveles y respeta las libertades individuales.
Nuevas pandemias seguirán apareciendo en los próximos años. El planeta comenzó a calentarse desde la revolución industrial, por lo que el cambio climático es ya una consecuencia inevitable. Muchas sociedades desperdiciamos la oportunidad histórica de aprovechar el bono demográfico. Nos hemos convertido en sociedades más autoritarias y desiguales. Todo lo anterior parece apuntar de que, en efecto, la historia continua su rumbo, y probablemente su fin sea distinto al que se refería Fukuyama.
Este artículo hace eco a una inquietud que muchas personas también tienen. Es una recurrente preocupación al observar el estado de las cosas. Y concluyo compartiendo la misma visión del filósofo esloveno, Slavoj Žižek, cuando se le pregunta su opinión sobre nuestro futuro como humanidad: “Cuando me dicen que hay una luz al final del túnel, es un tren que viene hacia nosotros”.