15 de septiembre 2021
Nicaragua conmemora este 15 de septiembre, junto a Guatemala, El Salvador, Honduras y Costa Rica, 200 años de historia como país independiente de España. Desde la firma del documento de emancipación en Ciudad de Guatemala, capital del entonces llamado Reino de Guatemala, el país ha atravesado un complejo proceso de organización nacional sociopolítica. Historiadores y académicos valoran que la convulsión ha sido la tónica de un país pobre que nunca fue tranquilo, cuyos periodos de paz han sido escasos, entre dictaduras, pactos políticos y guerras.
Actualmente, Nicaragua vive otro momento trascendental y llega a este bicentenario en medio de un proceso de involución histórica. Lejos de ser la “república democrática, participativa y representativa”, que reza la Constitución Política, Nicaragua ocupa los peores lugares en los índices de democracia de América Latina. La Unidad de Inteligencia de The Economist en su Índice de Democracia 2020 ni siquiera consideró a este país como “una democracia incompleta”, sino que lo ubicó entre los tres “regímenes autoritarios” de la región, junto a Cuba y Venezuela. Esta tendencia al autoritarismo prevalece a lo largo de la historia y es —quizá— uno de los factores que mantienen a este país en una constante lucha por el poder.
El académico e historiador Carlos Tünnermann Bernheim valora que la falta de democracia en el país se debe —en parte— a que las guerras han sido “el hilo conductor de la historia”, tal como lo afirmó José Coronel Urtecho en su libro Reflexiones sobre la Historia de Nicaragua. Advierte que, durante dos siglos de vida independiente, los nicaragüenses apenas han vivido tres períodos de democracia relativa o de papel: los treinta años de Gobierno conservador, entre 1858 y 1893; un segundo periodo conservador, entre 1911 y 1925; y los 17 años de transición democrática entre 1990 y 2007. Fueron democracias efímeras en las que pronto se impusieron los intereses de las élites gobernantes.
La democracia en Nicaragua
El primer periodo democrático, también conocido como la República Conservadora, fueron “tres décadas en las que la élite gobernante concibió un conjunto de arreglos institucionales para resolver el problema de sucesión que afligía a tantas excolonias hispanoamericanas”, explica en su libro La República Conservadora de Nicaragua el académico Arturo Cruz Sequeira, precandidato presidencial para desafiar a Ortega, intentando restablecer la República. Cruz está preso en las cárceles de El Chipote desde hace más de 100 días.
En el siglo XIX cinco de los ocho jefes de Estado de Nicaragua entregaron la banda presidencial al final de su período de cuatro años, sin insistir en la reelección. En general, todos respetaban las reglas constitucionales y los convenios políticos, pero el poder permanecía concentrado en la élite oligárquica de Granada.
Tünnermann, por su parte, apunta un segundo período democrático después de la revolución liberal de principios del siglo XX: un lapso en que hubo varios presidentes electos constitucionalmente, aunque todos pertenecían a la élite conservadora de Granada que —respaldada por las fuerzas interventoras de Estados Unidos— excluyó a los liberales del Estado. Esa situación, a la postre, terminó radicalizando a los conservadores, hasta el punto que en 1925 el caudillo conservador Emiliano Chamorro dio un golpe de Estado al presidente Carlos Solórzano porque este pretendía incluir liberales en el Gobierno.
El tercer periodo democrático que destacan los académicos inició en la década de 1990 con el fin de la guerra de la Contra, aunque fue imposible la completa eliminación del pasado autoritario de la nación. El proceso de paz iniciado por la entonces presidenta Violeta Barrios de Chamorro y las limitaciones a la reelección presidencial surgidas de la reforma constitucional de 1995, más tarde fueron empañados por la corrupción del expresidente Arnoldo Alemán y la firma del pacto Alemán-Ortega, mediante el cual los caudillos se repartieron el control partidario de las instituciones del Estado para asegurar su permanencia en el poder.
El historiador y profesor de Chapman University, Mateo Jarquín, advierte que el problema en la historia de Nicaragua es que “nunca se ha formado un Estado fuerte que supere los intereses particulares de distintas facciones en las élites”. Lo que podemos decir es que “ha habido distintas repúblicas: una república de la élite conservadora y una república de la élite liberal”, agrega.
El fracaso del sistema
Para explicar el fracaso de la democracia en Nicaragua, el historiador plantea tres puntos de vista: la cultura política, la influencia de fuerzas externas y la desigualdad social. Todos ellos brindan una aproximación al fenómeno que impide la consolidación democrática del país.
La explicación sobre la cultura política parte del principio de que “simplemente hay algo que llevamos los nicaragüenses en la sangre que nos hace incompatibles con los ejercicios cívicos y las instituciones representativas”, señala Jarquín. En este punto hace referencia a los pueblos precolombinos y a los primeros colonizadores de Nicaragua, que se decía que eran particularmente brutales y crueles, por lo cual “los nicaragüenses llevamos la herencia de su práctica”. Eso explicaría la tendencia a la violencia para resolver los problemas políticos como un tema cultural.
“El problema con ese punto de vista (sobre la cultura política) es que no explica, por ejemplo, la diferencia con Costa Rica, que está al lado de Nicaragua y ha tenido resultados distintos”, enfatiza el historiador. Además, la teoría de la cultura política asume que el autoritarismo es una “característica esencial” de los nicaragüenses y por tanto no se puede cambiar.
En otro extremo, está la explicación que apunta a fuerzas externas como las causantes de la falta de democracia en Nicaragua. Es decir que —por alguna razón— hechos que han sucedido en el exterior no han permitido que se desarrollen instituciones prácticas y una cultura democrática en Nicaragua: ya sea el proceso de colonización, la influencia de Gran Bretaña y otras potencias en las décadas posteriores a la independencia, y sobre todo el papel de Estados Unidos en los últimos 150 años. Sin embargo, ese punto de vista “niega la importancia de lo que pasa dentro del Estado y las decisiones que han tomado las élites en el país”, puntualiza Jarquín.
Finalmente está la explicación material, es decir, que hay algo relacionado a la manera en que se distribuye la riqueza, la tierra y, por tanto, el poder, que hace que en Nicaragua sea muy difícil tener instituciones representativas, porque “si la distribución de la riqueza es tan desigual, es entendible que las personas que se benefician de eso moldearían las instituciones para preservar ese estatus”, subraya el historiador.
Tünnermann, por su parte, indica que “hay un factor que está ligado a nuestra idiosincrasia”, que Coronel Urtecho, en sus Reflexiones Sobre la Historia de Nicaragua, define como “espíritu faccioso”. Es decir, “esa tendencia a crear facciones y estar compitiendo entre esas facciones”. Los nicaragüenses “no hemos tenido todavía la posibilidad de tener una visión de nación compartida que nos haga crear una verdadera y auténtica democracia”, agrega.
Mientras tanto, el sociólogo e historiador Humberto Belli identifica entre la población nicaragüense una “tendencia caudillista” que inciden en que el país no haya podido desarrollar una cultura cívica. Ejemplo de ello son los caudillos Daniel Ortega y Arnoldo Alemán que, a pesar de haber cometido graves abusos contra la sociedad, “aún conservan su caudal político”.
No es uno el factor que hace la falta de democracia de Nicaragua en comparación con los otros países, valora Jarquín, sino que es una serie de causas que se combinan. Tal como ocurrió a mediados del siglo XIX, cuando las élites liberales y conservadoras, para ganar una ventaja en su pugna interna, pidieron la intervención de un actor externo, que a la postre terminó en una guerra nacional, ejemplifica.
Una involución histórica
Paradójicamente, dos siglos después de la declaración de independencia, Nicaragua se encuentra inmersa en un proceso electoral carente de legitimidad. Mientras el dictador de turno, escudado en un discurso nacionalista, aspira a su cuarta reelección consecutiva; siete aspirantes a la presidencia se encuentran presos y acusados de “conspirar” contra la soberanía nacional, y el Poder Electoral controlado por el régimen ha sacado de la competencia a tres partidos políticos opositores y reducido la campaña electoral a su mínima expresión.
Belli estima que en la actualidad el país atraviesa la “regresión autoritaria más fuerte en toda la historia de Nicaragua desde su independencia”. Lo atribuye a que ninguna de las dictaduras anteriores había encarcelado a candidatos opositores. “La regresión autoritaria que estamos teniendo ahorita es sin precedentes y estas elecciones, pues ya se sabe que son una parodia”, advierte.
El sociólogo también valora que en este momento, cuando faltan menos de dos meses para las votaciones, “no hay una sola persona en el Gobierno del Frente Sandinista que piense que en estas elecciones van a elegir a su líder en una forma democrática, competitiva y abierta. Ellos bien saben que todo está predeterminado y que la oposición fue borrada del mapa de varios plumazos”.
Para Jarquín, la imposición de un nuevo régimen autoritario en Nicaragua se debe —en parte— a que la democracia liberal multipartidista de los años 90 fue “una excepción en la historia del país”, un “experimento” de finales del Siglo XX que “no es exactamente lo que la gente se imagina”. Esa transición democrática tenía problemas de fondo que, en el corto plazo, la condujeron al fracaso.
Las elecciones de 1990 “fueron el resultado de un combate militar entre dos fuerzas a las que no les interesaba la democracia liberal”, advierte el historiador. Para entonces, el Gobierno de la Revolución Popular Sandinista se proponía colocar al país “en el eje socialista” y la Contra solo buscaba “revertir un proyecto de izquierda”. Sin embargo, las elecciones se dieron “como fin inesperado a ese conflicto”, subraya.
Después de la guerra, Nicaragua no cumplía con ninguna de las “condiciones socioeconómicas coadyuvantes a la democracia”, explica el historiador. Entonces “el colapso de ese sistema, entre 15 y 20 años después, se debe —en parte— a que sus fundamentos no eran muy fuertes”, concluye.
La dictadura del siglo XXI
Cuando Daniel Ortega llegó al poder, por segunda vez, en 2007, pronto se inclinó hacia la consolidación de un régimen autoritario, pero fue hasta 2018 que —con el estallido de protestas masivas en su contra— quedó expuesto a nivel mundial. Ese año la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) registró al menos 325 asesinados entre abril y septiembre de ese año, decenas de desaparecidos, miles de heridos, más de 1600 presos políticos, de los cuales más de un centenar continúan en prisión, y más de cien mil exiliados que huyen de la persecución política y la crisis económica.
El régimen de Ortega está señalado, además, de cometer crímenes de lesa humanidad y violaciones sistemáticas contra los derechos humanos, según amplios informes de defensores nacionales e internacionales, incluyendo la CIDH, a través del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), al que el régimen expulsó del país en diciembre de 2018.
El país también llega a este bicentenario de la independencia bajo un estado policial de facto, que anula las libertades democráticas y los derechos constitucionales, incluyendo la persecución contra la Iglesia católica y oenegés, la confiscación ilegal de medios de comunicación independientes, la anulación del derecho de asociación, y un tridente de leyes punitivas que el régimen utiliza para perseguir a cualquier persona que disienta, a quienes acusa de “conspiración en menoscabo de la soberanía nacional”.
También ya son tres años consecutivos de recesión económica, que han significado el incremento de la pobreza y el desempleo, la invasión de propiedades, el terrorismo fiscal, las leyes tributarias e impuestos municipales “confiscatorios”, la negligencia y propagación de la pandemia de la covid-19, que incluye el intento de ocultar al menos 8000 muertes por el nuevo coronavirus.
El punto de inflexión en Centroamérica
Frente al bicentenario de la Independencia de Centroamérica —15 de septiembre de 1821—, el historiador Jarquín valora que el punto de inflexión en la región fue los acuerdos de Esquipulas en 1986 y 1987, cuando los presidentes Óscar Arias, de Costa Rica; Napoleón Duarte, de El Salvador; Vinicio Cerezo, Guatemala; José Azcona Hoyo, Honduras; y Daniel Ortega, Nicaragua; definieron medidas para promover la solución a los conflictos militares de Centroamérica, entre estas: procesos de desarme, reconciliación y elecciones democráticas.
Los acuerdos de Esquipulas, de finales del siglo XX, fueron considerados “como un gran éxito”, advierte Jarquín, pero ahora —con el paso del tiempo— vemos que “fue un éxito muy ambiguo” y eso “dice mucho sobre los problemas estructurales que tenemos en Centroamérica”, agrega.
En un extremo, Nicaragua es “el país menos democrático de Centroamérica”; y en el otro, Costa Rica es considerada “un modelo de democracia”, detalla el sociólogo Belli. Mientras tanto, El Salvador “ha tenido bastante estabilidad”, aunque en la actualidad atraviesa “una desviación autoritaria”, Honduras “tiene mucha corrupción, pero ha tenido bastante alternabilidad en el poder” y Guatemala también ha tenido “cierto aspecto autoritario y fuerte corrupción, pero no existe el grado de represión, ni violación de los derechos humanos y políticos, como hay en Nicaragua”, continúa.
En el artículo de opinión “El fin de la historia en Nicaragua”, Jarquín explica que “a diferencia de Argentina o Chile, donde las transiciones democráticas supusieron ‘la restauración de una tradición interrumpida”, en el istmo de Centroamérica se trató de “la ‘instauración’ de un nuevo modelo en una zona sin ninguna experiencia previa con la democracia, y en medio de crisis económica y conflicto armado”.
“La democratización —así como el desarrollo de una cultura política— no se puede desligar de las condiciones materiales de la población”, señala Jarquín. En El Salvador, “donde las cifras de homicidios son semejantes a la tasa de muertos de su guerra civil en los años 80, es entendible la popularidad de un presidente que desconoce los procedimientos democráticos y ataca al periodismo independiente, mientras promete hacer más que sus antecesores para combatir la inseguridad y la corrupción”. O veamos el ejemplo de Guatemala, “donde la desigualdad económica y racial ha permitido que la oligarquía ejerza veto total sobre las instituciones republicanas, dando lugar a una suerte de Estado mafia”, agrega.
Al comparar la historia reciente de Nicaragua con el resto de países centroamericanos, vemos que lo que sucede en este país “no es tan excepcional”, dice el historiador. En el sentido de que “los problemas de inestabilidad, de conflictos armados y, obviamente, que no hay condiciones objetivas para la democracia, son comunes en países con semejantes niveles de marginalización y de desigualdad”, agrega.
Para Tünnermann es “frustrante” que 200 años después de la independencia el resto de países de Centroamérica, emancipados el mismo día que Nicaragua, “han logrado construir repúblicas democráticas y nosotros no”. Lamenta que “otra vez estamos en una dictadura”, repitiendo el fenómeno de “la ambición de atornillarse en el poder”.
Una idea vaga sobre democracia
Gobernada por un régimen autoritario, la sociedad nicaragüense tampoco tiene una idea clara sobre lo que es una democracia representativa, advierte el historiador Jarquín. Dentro de todo el universo antiorteguista que explotó en 2018, “había definiciones muy distintas de lo que eso significa”, agrega.
“Nicaragua tiene una cultura política muy laxa ante el crimen, ante el robo, y esa falta de civismo es, en parte, lo que ha permitido que seamos víctimas de una y otra dictadura, de uno y otro mal Gobierno”, comenta Belli.
Los diferentes actores de la sociedad civil “tienen que convencerse de que (el objetivo) a largo plazo es la paz social y la prosperidad”, señala Jarquín. Sin embargo, valora que “hay muchas personas opuestas al autoritarismo actual que estarían contentas sustituyéndolo con otro tipo de autoritarismo”, por lo que recomienda “despersonalizar” el debate, ya que al final “no hay buenos ni malos en la historia de la democracia en Nicaragua”.
Pese a las diferentes formas de percibir la democracia, los nicaragüenses saben que actualmente necesitan “un cambio” de sistema, valora Tünnermann. Durante las protestas de 2018 lo que se pedía era “precisamente la constitución de una república democrática” y esa “sigue siendo la aspiración del pueblo de Nicaragua”.