12 de septiembre 2021
Nunca nos hicimos pasar el uno por el otro ni engañamos a nuestras novias, porque físicamente éramos distintos. Yo era un poco más alto que él y mi cabello era menos crespo.
Sé por mi madre que fuimos un milagro inesperado el 21 de noviembre de 1980. Ella no sabía que éramos gemelos hasta cuando le hicieron la cesárea. Fui el último que encontraron en su vientre cuando los médicos creían que el parto había terminado. Sospecharon que faltaba un niño al ver que el otro, mi hermano Emilio, era pequeño para la panza enorme de la mujer.
Las primeras lágrimas de ella fueron entonces de sorpresa cuando observó la vida de dos que apareció ante sus ojos, una que tuvo más similitudes que diferencias en el curso de su historia de 40 años juntos, a diferencia de los rasgos físicos. Fuimos amigos y rivales en el buen sentido de la palabra, lo que suele suceder entre hermanos.
Nos gustaron las letras. Él leía a Neruda cuando estaba enamorado; yo a César Vallejo cuando me sentía triste, y yo le prestaba los versos del chileno cuando me tocaba enamorar y él sumergía la cabeza diciendo hay “golpes en la vida tan fuertes… ¡yo no sé!”, cuando su ánimo decaía.
La poesía fue siempre hermandad. Escribíamos versos cuando estábamos sobre el techo de nuestra casa en hojas amarillas hasta que yo interrumpí mi proceso, decidido a ser periodista y me pasé a la prosa, mientras él formaba ya su primer grupo literario “Los Hijos del Mombacho”, por el nombre del volcán que se puede ver desde Nandaime, la tierra natal de mi madre ubicada a 67 kilómetros de Managua.
Pasó una cosa curiosa con otro aspecto de nuestra vida. Después que nos vestían iguales cuando éramos niños, creció un deseo posteriormente de ser diferentes hasta que cada quien forjara su identidad.
En primaria yo era el disciplinado, por ejemplo, y en secundaria continué siéndolo hasta convertirme en uno de los mejores estudiantes del Loyola, el colegio de los jesuitas. Me gustaba usar camisas largas y flojas, porque esa era mi manera de ser diferente, aunque el resto del mundo lo tenía organizado con fines académicos.
Aunque Emilio enfrentaba sus propios retos, siempre se vistió elegante al punto que cuando se hizo abogado a nadie le extrañó, y quienes lo queríamos ya le teníamos adelantado en el saludo un sonoro “doctor”.
Cuando entramos a la universidad, yo quise ser rebelde y él se convirtió con empeño en uno de los mejores juristas que he conocido. Con cariño y sorna, yo le llamaba “Luzón” Peña, porque era capaz de recitar el libro de ese autor de Derecho Penal y analizarlo con lucidez. Con ese mismo tesón se fue formando en Derecho Administrativo y Procesal Penal; se hizo docente y también fue de los mejores.
En cambio, en la universidad, yo desafiaba mi memoria recordando números de teléfonos y citas de libros queridos y acumulaba conocimiento de lo que podía en la tarea impuesta de contar la realidad como veo al periodismo. Recuerdo el 2331125 de nuestro teléfono amarillo, de disco, que fue el de la casa en Las Mercedes en Managua, el paraíso de nuestra niñez. A ese número fui incorporando después otros celulares de fuentes en mi memoria que alimenté hasta que en el sistema nacional aumentaron la cantidad de los números y perdí la habilidad.
Con el tiempo, a pesar del esfuerzo de intentar ser distintos, nos fuimos pareciendo más. Gestos. Detalles. Me fui vistiendo más formal sin llegar al saco y la corbata de él, pero al menos no parecíamos polos opuestos. A los 40, nos gustaba ya la música de nuestros padres, y al mundo lo enfrentábamos con la identidad de los Cabistán metida hasta el tuétano: inventivos, locos, poetas; y en el caso de las mujeres, fuertes y luminosas.
Recuerdo estos detalles este ocho de septiembre de 2021, aún sorprendido por la noticia de la muerte de mi gemelo y los comparto para quien pueda encontrarlo de interés, en especial para que sea leída en el futuro por su hijo Isaac, que perdió a su padre tan niño.
Hasta antes de ahora, los años más dolorosos para la familia habían sido 1990 y 1991. Ese último año fuimos a buscar el cadáver destrozado por un accidente de mi tío "Flaco" dos meses después que mi abuelo murió. "El Flaco" era Manuel Salvador Cabistán Bonilla, fue el gemelo de la familia más inmediato a nosotros con su hermano Manuel de Jesús, pero este último murió pequeño, de meningitis. "El Flaco" falleció a los 36 años.
La muerte de mi abuelo Eduardo y el último de sus gemelos fueron golpes duros para mi abuela Tere que veló a su esposo un siete de diciembre, mientras cantábamos a la virgen María en la casa. A un lado el féretro, en el otro la virgen y en medio nuestra fe.
Desde 2020, en medio de la tragedia nacional a causa de la pandemia, mi madre y sus hermanos recibieron más golpes. Perdimos a mis dos tíos mayores (Esther y Eduardo), a mi tía China —la enfermera— hace dos meses y ahora a mi gemelo. Me quedé sin palabras cuando supe la noticia, pero tengo algunas que quiero decirle a Isaac en medio del dolor: “Tu padre, hijo, fue un gran ser humano y jurista…”
Cuando pueda regresar a Nicaragua, visitaré su tumba y le diré a Emilio, acompañando mis palabras con flores, lo mucho que me hace falta.