9 de agosto 2021
Participar en cualquier tipo de organización no controlada por el FSLN y sus satélites se ha vuelto delito en Nicaragua; peor aún si trata de una ONG. Esta tendencia no es nueva; empezó inmediatamente después del regreso al poder de Daniel Ortega con el linchamiento moral a través de todos sus medios de propaganda negra. A esta tarea se sumaron connotados voceros que -¡oh casualidad!-, habían sido propietarios o todavía lo eran de sus respectivas ONG. La demolición que empezó en 2008 se consumó con la confiscación de las primeras ONG en 2018 y ha escalado en 2021. Solo que en este último capítulo ha alcanzado a todas las formas asociativas posibles, incluyendo a los gremios médicos, tratando de erosionar las formas más elementales del capital social: la confianza interpersonal y las relaciones de reciprocidad comunitaria.
El tejido de organizaciones comunitarias en Nicaragua experimentó un alto grado de densidad y complejidad a partir de la década de los 90 por influjo de varios factores, de los cuales aquí conviene destacar tres: el repliegue del Estado de las áreas sociales por efecto de la reducción de su tamaño, la desaparición del partido vanguardista como multiorganizador de la sociedad, y la multiplicación de ONG como factores de incidencia en el desarrollo comunitario.
La densificación del tejido comunitario alcanzó esferas de la vida local que, o bien antes se habían organizado de manera sumamente primaria, o nunca se habían organizado, como los Comités de Agua Potable y Saneamiento (CAPS). A medida que estas formas organizativas se interrelacionaron se fueron haciendo más complejas en redes que pasaron a ocuparse de asuntos transversales como los planes de desarrollo comunitario. A esta complejidad contribuyeron las ONG que ante el abandono de las agencias públicas y la implosión del “partido” en 1990, desempeñaron los roles de dinamizadores de la organización y las mejoras comunales.
Los innumerables estudios realizados antes de 2008, daban cuenta de que además de la Iglesia católica, las ONG y las organizaciones autónomas de la sociedad civil jugaban un papel promotor del fortalecimiento del capital social local, sabiendo aprovechar los vínculos de confianza interpersonal y las relaciones de reciprocidad comunitaria que reflorecían después de los años de polarización política que dejó la guerra de los 80.
Ninguno de los programas de formación dirigidos a la población enseñaba cómo levantar barricadas, organizar manifestaciones ni fabricar explosivos artesanales, bombas de contactos o cocteles molotov. Menos aún impartían tácticas de guerrilla urbana o rural, ni el uso de armas de fuego. Hubiera sido un despropósito enseñar cosas tan elementales a una población que, por estar saliendo de larga una guerra, las tenía más que aprendidas. Además, si un entrenamiento de tal naturaleza hubiese sido puesto en marcha a escala nacional, la Policía no habría tardado en tener conocimiento e intervenir para abortarlo. Al contrario, como mostró un mapeo exhaustivo de la sociedad civil en 2006 (ASDI-BID. Mapeo y caracterización de las organizaciones de la sociedad civil en Nicaragua), el 82.4% de las organizaciones civiles tenía la incidencia política dentro de sus objetivos (pág. 113), y por sus aspiraciones de sustituir las protestas por las propuestas muchas fue veces fueron acusadas de estar desactivando las luchas sociales.
Es decir, si algo podría reprocharse a las organizaciones civiles, y en particular a las ONG, es de haber suplantado a la educación formal y a los partidos en la construcción de ciudadanía, en el desarrollo de valores cívicos que ni la escuela ni la política se preocupaban por fomentar. En otras palabras, las hoy denostadas organizaciones civiles, apostaban por fortalecer el grado de asociatividad y de las relaciones de confianza y reciprocidad que ya existían dentro de las comunidades; no se proponían romper el orden social ni la construcción de ningún sujeto político que disputara el poder a los partidos tradicionales.
Por si no ha quedado claro conviene subrayarlo una vez más: las organizaciones sociales, y entre ellas las ONG, contribuían a recoser las fracturas que la guerra había dejado, a reconstruir el espacio público sin exclusiones y a restablecer el sentido de los bienes comunes que el sectarismo había degradado.
Pero entonces ocurrió lo que se pensaba que nunca más ocurriría: en 2007 regresó el fanatismo a contaminar las relaciones intercomunitarias y el partidismo como criterio de acceso a los programas públicos. Se implantaron los CPC y las cartas acreditativas de los secretarios políticos para merecer una lámina de zinc, becas y otras transferencias condicionadas por la política.
Sin embargo, los CPC nunca pudieron sustituir el complejo entramado de organizaciones en las comunidades, aunque hayan logrado debilitar, absorber o disolver algunos comités locales. Los CPC pasaron a ser una organización más, pero su falta de autonomía los condenó al inmovilismo o al reduccionismo de organismos de inteligencia política para denunciar a sus vecinos, en especial después de la rebelión de 2018.
Ahora con el pretexto de encontrar culpables por el estallido social de hace tres años han vuelto a la carga en contra de todo lo que huela organización autónoma del Gobierno-partido. Para ello hacen uso de leyes que desde el inicio se supo cuáles eran sus objetivos: perseguir y castigar cualquier forma de libertad de pensamiento (traición a la patria), de organizarse y ejecutar proyectos sin pagarle coimas al poder fáctico de los secretarios políticos (blanqueo de capitales) y de expresar una opinión divergente del discurso oficial (ciberdelitos).
Pero los hechos recientes demuestran que no piensan quedarse allí. La utilización arbitraria de la cancelación de personalidades jurídicas a partidos políticos y a organizaciones (ONG y gremios) de la salud, revelan que van aún más lejos: aspiran a reducir a cero la voluntad de autoorganizarse; alimentar el egoísmo del “sálvese quien pueda”; sembrar la desconfianza y destruir los vínculos de solidaridad que trae aparejada la apatía política.
Cancelando la personalidad jurídica a quienes la hayan obtenido, intentan dejar sin opciones a los segmentos de la población que legítimamente quieran disputarles el poder por la vía pacífica en todos los ámbitos de la sociedad, a pesar de que la libertad de asociación siga estando garantizada por las leyes del Estado. Por esta vía, la dictadura busca erradicar cualquier derecho a formar partidos que no sean complacientes con el proyecto autoritario como ocurre en Rusia, Bielorrusia y Turquía. Asimismo, aspira a que Nicaragua entera sea un desierto del capital social; sabe que sobre las bases de la asociatividad libre se gestó la autoconvocatoria que hace tres años dejó en los huesos la utopía del “autoritarismo responsable”, y por eso ahora persigue con virulencia a las organizaciones que promovían el empoderamiento ciudadano.
Pero a pesar de esta cruzada del exterminio, olvidan que las experiencias de otros pueblos revelan que para autoorganizarse no hacen falta personerías jurídicas. Solo las cabezas huecas pueden afirmar tan solemne disparate. Antes que el reconocimiento formal del Estado, está la voluntad de reunirse, asociarse y participar. De la misma manera que los problemas de la comunidad son el mejor acicate para restablecer las relaciones de cooperación donde antes hubo desconfianza, los partidos, los gremios médicos, los abogados o cualquier otra profesión, no necesitan el sello de ninguna agencia de la dictadura para reunirse, para deliberar sobre los problemas nacionales, ni para celebrar convenciones o congresos. Entonces, cuando un comité de mejoras de un barrio o comunidad se reúna, un grupo de personas se junte con fines partidistas, o una asociación médica sesione para ponerse al día con los últimos avances científicos, la dictadura habrá sido derrotada una vez más y el capital social mostrará que sigue gozando de muy buena salud.