18 de junio 2021
La deriva represiva ascendente del régimen escribe líneas casi inéditas. Habría que remontarse a 1956 –a las redadas tras el asesinato del Somoza que fundó la dinastía– para encontrar a tantos miembros de la élite política y económica en las cárceles y los juzgados: gerentes, empresarios, abogados de renombre, políticos de larga trayectoria, escritores y periodistas cayeron en las manos ávidas de venganza de Anastasio Somoza Debayle. En junio de 2021 la historia, que no se repite pero rima –dicen que dijo Mark Twain–, rimó consonante.
Pero la historia no dice las mismas palabras. No hay proporción entre las dos redadas ni tienen el mismo significado. La diferencia más señalada es el arresto, con violencia gratuita, de antiguos camaradas de Ortega, compañeros de luchas históricas, como Hugo Torres, que en 1974, como parte del comando que tomó la casa de José María Castillo, liberó de la prisión a quien hoy lo pone tras las rejas. Esos camaradas incluyen funcionarios del gabinete de la revolución: una ministra de Salud, un vicecanciller, un general, y la hija y la nieta de un ministro de la Vivienda.
La tenaza sobre las élites alcanzó al director ejecutivo del Banpro, el banco más grande de Nicaragua, perteneciente a una red financiera de cobertura regional: Luis Rivas Anduray fue detenido el 15 de junio. Y aunque todos sabemos que Ortega está jugando a “le digo a Juan para que entienda Pedro”, tomando a Rivas Anduray porque –¿de momento? – no quiere tocar a Ortiz Gurdián, el Banpro se limitó a emitir un comunicado escrito de rodillas: “Estamos seguros de la calidad moral del Dr. Rivas y confiamos que se podrá esclarecer su situación”. Como si todo se tratase de un malentendido y, por tanto, lo que procede es salir como fiador de la honra cuestionada. Rematan con un golpe de pecho, jurando fidelidad: “Banpro, Grupo Promerica como institución responsable, ratifica su apego a las leyes vigentes en nuestro país”.
Simultáneamente el Gobierno pidió el congelamiento y el levantamiento del sigilo bancario de las cuentas de trece miembros de las élites y de la directiva de Funides, un tanque de pensamiento del gran capital. Todos quedaron manos arriba y sin posibilidad de réplica, aceptando “las leyes vigentes en nuestro país”. La pregunta que recorre el país donde las leyes pueden someter a tales personajes es: ¿por qué los empresarios no dan un golpe en la mesa y hacen uso de su enorme poder? Los enfoques liberales y marxistas, enfrentados en otros terrenos, coinciden en reconocer el músculo político de los capitalistas. Pero ese poder depende en parte de las condiciones materiales y en parte de las ideologías que movilizan o paralizan.
Las condiciones actuales parecen no ser propicias a un involucramiento proactivo en la política. El sector informal de la economía –no ligado al empresariado de mediano y gran fuste– tiene ahora el mayor peso. Ese rasgo por sí solo no nos habla de una diferencia mayúscula con respecto a la época del somocismo: los peones, colonos y arrendatarios de las grandes haciendas también estaban en la informalidad en aquel período. La informalidad ha sido la norma en Nicaragua. Pero en la mayor parte de los siglos XIX y XX el modelo agroexportador hacía que el espectro político girara en torno a la gran hacienda y su producto destilado para la política: los caudillos. Gran parte de la población económicamente activa e informal estaba ligada a los empresarios agrícolas. En no pocos casos, mediante la institución del compadrazgo y otros arreglos, los finqueros y hacendados eran el seguro social de los obreros agrícolas que les servían, y a los que sin duda explotaban, pero con los que establecían una relación ambivalente. Ahí radicaba el agridulce encanto de los caudillos.
La informalidad actual, en un país que ya es mayoritariamente urbano y no enteramente agroexportador (el año pasado el rubro de mayor peso en las exportaciones fue el oro), tiene otro significado. Ha dispersado las líneas de fuerza. La impersonalidad de las relaciones, por un cierto grado de burocratización de los intercambios comerciales, disolvió los nexos entre los empresarios grandes y medianos y sus contrapartes. Los empresarios delegan en gerentes generales que a su vez mandan sobre gerentes de área que a su vez supervisan a directores… y así hasta llegar a un funcionario de quinto orden que recibe las frutas en un supermercado, los ahorros en un banco o las quejas en un call center. O peor aún: hasta llegar a un sistema de menús que proporcionan la información requerida. Si eso hubiera ocurrido en la Iglesia católica, nos confesaríamos mediante formularios con pecados precodificados para que un software calculara la penitencia. Lo que quiero decir es que el empresariado ha ido cortando las relaciones “afectivas” con otros estamentos sociales y, con ellas, sus posibilidades de representar un papel en la comedia política. Es posible que con el ingeniero Enrique Bolaños haya desaparecido el último caudillo, un hacendado-político a la vieja usanza. Moraleja: el dinero y los medios de producción por sí solos no hacen la magia del poder.
Otros cambios suman a la misma tendencia. Tenemos la que llamaré globalización centrípeta: la localización de lo transnacional, es decir, el hecho de que los procesos de inserción globalizante impliquen una mayor presencia de las empresas multinacionales, que tienen solo un interés marginal en la política doméstica. Quieren un buen clima de negocios y les da lo mismo quién se los proporcione. En ese terreno hay mucha más tela por cortar, pero hasta ahí lo dejo.
Y está también la que llamaré globalización centrífuga: la exportación de capitales locales, protagonizada por los empresarios que, como alguna vez dijo sobre sí mismo Manuel Ignacio Lacayo, prefieren ser cola de león que cabeza de ratón y que por eso venden sus empresas y se convierten en accionistas menores de las transnacionales. Al desarraigo del capital sigue un desinterés en la política local. Ninguno de los grandes o medianos empresarios quiere jugar el papel que asumieron en su momento Emiliano Chamorro y, guardando las distancias morales, Pedro Joaquín Chamorro. Aparte del apellido, compartían un rasgo de mayor peso: Nicaragua era su universo.
Esos son los elementos materiales que están a la vista. Los ideológicos también movían y pesaban lo suyo. Y ahora pesan pero no mueven. Las luchas sociales de la segunda mitad del siglo veinte tuvieron un combustible ideológico. La teología de la liberación entusiasmó y empujó a muchos hijos e hijas de la burguesía a luchar por un cambio de sistema. Arrastrados por su compromiso social, algunos llegaron a tomar las armas. Los tiempos han cambiado y los empresarios no quieren ser cristianos comprometidos, o solo quieren serlo al estilo neopentecostal: comprometidos con la prosperidad. El ideal es la persona emprendedora. Ni siquiera el patriotismo, que ha sido una ideología de mayor duración, tiene gancho porque carece de base material: pedir patriotismo a los transnacionalizados es más iluso que pedir peras al olmo.
Y así llegamos a 2021 con un empresariado sin dientes por múltiples razones, pero que durante una década sí supo usar la política para arrimarse al pastel rojinegro mientras duró y acompañar al orteguismo en sus proyectos más disparatados y abusivos. Ahora descubrimos que no puede poner freno a la barbarie y se apresta a pagar el precio, acobardado y tembloroso. No puede ser lo que no es –un poder político robusto–, pero podría mostrar al menos un poquito de dignidad. Repantigados en sus sillones, los jueces de Ortega que leyeron ese juramento de fidelidad “a las leyes vigentes en nuestro país”, podrían repetir la frase atribuida a Lenin: “los empresarios ven a tan corto plazo que harán el negocio de vendernos las sogas con las cuales los ahorcaremos”.