Cali, la “sucursal del cielo”, como la bautizó una popular canción de salsa en los ochenta, completa un mes en el infierno. Lo que comenzó con una jornada de paro nacional para rechazar una reforma tributaria desembocó en un estallido social sin precedentes en la historia reciente de esta ciudad, la más importante del suroccidente colombiano. Los bloqueos en algunas de sus principales vías, así como en los accesos y las salidas, los vehículos incinerados, las piedras y palos que tapizan sus calles, enseñan el caos. Pero eso resulta ser lo de menos si se compara con las personas muertas, heridas y desaparecidas que se acumulan con el paso de los días, resultado de las confrontaciones entre manifestantes y la Policía, entre la ciudadanía pobre y la ciudadanía rica, entre inconformes y anónimos armados, en una ciudad con miedo y a la defensiva.
La incertidumbre que suscita tal panorama reclama acciones decididas para que se atiendan las graves violaciones a los derechos humanos, para que cese la violencia y se busquen soluciones a problemas estructurales que con esta protesta rasgaron las costuras de una frágil colcha de retazos: la del tejido social de esta región, muy parecido a otros lugares de la Colombia actual.
Las causas son innumerables. “Esta es una ciudad pasional”, le dijo a CONNECTAS Diana Solano, profesora de la Universidad ICESI, la más prestigiosa entre las instituciones privadas locales. Así lo demuestra la historia de la ciudad de 485 años de existencia, la segunda ciudad de América Latina con mayor presencia de población afrodescendiente, según la Secretaría de Desarrollo Económico, después de Salvador de Bahía, en Brasil; con alta presencia indígena por ser la gran urbe del sur del país –región vecina con Ecuador– y ricas expresiones culturales a flor de piel en una ciudad de casi dos millones y medio de habitantes. Lo que la ubica como la tercera en población después de Bogotá y Medellín, y en igual nivel por su importancia comercial. Pero el potencial que le da esta diversidad ha sido truncado por cuenta del histórico racismo y el clasismo. La exclusión es algo tan cotidiano que se convierte en un elemento más del verde paisaje del valle poblado de samanes, bordeado al occidente por los Farallones de Cali y bañado por siete ríos.
Una urbe rodeada por una pujante agroindustria cañicultora producida en vastos latifundios, que se encontró en los últimos años con un gran desafío por la permanente llegada de cientos de miles de desposeídos y perseguidos. Unos, oriundos de la Costa Pacífica, la mayoría de ellos de población afro, azotados por la triple guerra entre el Estado, los actores armados y el narcotráfico. Otros más, miembros de comunidades indígenas del vecino departamento del Cauca y del sur del país, en lucha por los derechos a su cosmovisión y firmes en sus reclamos ancestrales. Todos, excluidos del suroccidente colombiano, han ido llegando por décadas para asentarse en extramuros de la ciudad que tienen nombres propios: Distrito Aguablanca al oriente, Siloé al sur y Terrón Colorado al oeste, tres puntos donde se replican los males de los que pretendían escapar, y que hoy son los puntos más fuertes de la explosión y protesta social. Una amalgama social a la que se suman miles de familias venezolanas que dejaron su país por la crisis y se asentaron en esos mismos lugares de necesidad, y en muchos casos de miseria.
En este “polvorín” social el 27,2 por ciento de los cerca de 600.000 jóvenes que allí viven estuvieron desempleados en el primer trimestre de 2021, según el Departamento Nacional de Estadística (DANE), mientras otro 67,9 por ciento sobrevive bajo informalidad económica. Además, según el informe ‘Cali, cómo vamos’, 65 de cada 100 jóvenes vive en los estratos más empobrecidos, el 1 y 2 en el sistema de estratificación económica de Colombia que va hasta el estrato 6. Para completar, la violencia es el pan de cada día. Antes de las protestas su tasa de homicidios en promedio era de 50 por cada 100 mil habitantes, una de las más altas de América Latina, y según un reporte de las Naciones Unidas de 2019, existen en Cali 183 grupos u organizaciones delincuenciales.
Son esos mismos jóvenes, empobrecidos y expuestos a la criminalidad, los protagonistas de la protesta actual. También los principales damnificados. Aunque no hay cifras consolidadas, la mayoría de víctimas que dejan los choques callejeros corresponden a ese grupo de la población. Mientras la Fiscalía dice que el número de muertes violentas relacionadas directamente con las manifestaciones a nivel nacional se acerca a veinte, las cifras conjuntas de reconocidas organizaciones de la sociedad civil como Indepaz y Temblores aseguran que sólo en Cali la cifra se acerca a treinta. De estos, 21 homicidios presuntamente habrían sido cometidos por la fuerza pública.
Sólo el 28 de mayo, día que se cumplía el primer mes de protestas, según confirmó a Caracol Radio el secretario de Seguridad de Cali hubo 10 muertos durante la jornada de protestas. Uno de ellos fue precisamente un funcionario de la Fiscalía que murio apaleado y acuchillado, en un linchamiento por una multitud enfurecida luego de que hubiera disparado y asesinado a dos jóvenes cuando le impidieron el paso en uno de los puntos de concentración. El máximo ente investigador salió al paso, al asegurar que el funcionario que fue linchado, estaba en su día de descanso. Esto sucedió en el sector de la Luna, donde días antes se provocó un incendio en un hotel donde se alojaban policías, un dramático hecho similar al que se dió en Bogotá por esos días donde una docena de policías estuvieron a punto de morir incinerados, acorralados por los ataques en un pequeño puesto policial.
La creciente violencia, sumada a imágenes viralizadas en redes de personas vestidas de civil disparando al lado de policías que no ejercián ninguna autoridad, desató un violento descontrol de la ciudad, lo que llevó al Gobierno de la ciudad a imponer un estricto toque de queda desde las siete de la noche. Ante el clamor de las autoridades locales por la creciente anarquía, el Gobierno nacional anunció el envío de 7.000 miembros del Ejercito y de la Armada, para retomar el control de las vías y carreteras en Cali y en el Valle del Cauca.
Los más de 20 puntos en donde se ha focalizado la protesta en la ciudad han sido a la vez epicentros de movilización pacífica, bloqueos y confrontación. Son el espacio cotidiano por donde deambulan los “pelados”, como se ha buscado caracterizar a los jóvenes de estos sectores. Varios de ellos conforman lo que se ha denominado ‘la primera línea’, aquellos equipados con armaduras hechizas dispuestos a repeler y confrontar. Se trata de una esporádica fuerza de choque, donde algunos no sólo han encontrado una súbita razón de ser o un sentido de pertenencia, sino también un modo de subsistencia, pues estando allí cuentan con el alimento que escasea en sus casas, y que llega de la mano de simpatizantes de los mismos barrios.
Aunque ‘la primera línea’ ha sido la cara más visible de esta protesta, hay un tumulto de actores y reclamos que se mezclan en la movilización, y una importante participación pacífica pero firme de jóvenes y organizaciones que llevan años denunciando el olvido y la desigualdad. En esta región de Colombia, a ese tumulto se le podría llamar ‘bochinche’, que es precisamente el nombre que John Eyder Viáfara y un grupo de jóvenes decidieron darle a su colectivo, una organización que nació hace siete años con el propósito de evitar que sus contemporáneos, residentes en las zonas más pobres, terminaran alimentando los índices de criminalidad de la ciudad. Para conseguirlo, se han jugado el pellejo al cruzar las fronteras invisibles que imponen las pandillas en sus barrios.
También le han apostado a combatir los ciclos de pobreza con sus permanentes campañas entregando preservativos para evitar el embarazo juvenil, y a fortalecer el potencial de la diversidad a través del arte. Pero quizás uno de los resultados más destacados es su papel en la formación de líderes y lideresas en una sociedad sin mucho liderazgo. John Eyder calcula en cinco mil los jóvenes con los que han hecho contacto. Pero más allá de las cifras, lo que más le emociona son los ‘pequeños triunfos’: “Si puedes convencer a un muchacho de no unirse a una ‘oficina de cobro’ (estructuras criminales dedicadas al sicariato y la extorsión, entre otras prácticas) y más bien trabajar duro, ya estás salvando el mundo”, afirmó en entrevista con CONNECTAS.
Desde que comenzó el paro nacional el pasado 28 de abril, han existido al menos 20 puntos de concentración donde las movilizaciones y bloqueos de tránsito automotor y a veces peatonal, son la constante. Allí, con el paso de los días, muchas cosas comenzaron a cambiar. Una de ellas, la referencia de los sitios, que pasaron a ser ‘puntos de resistencia’. Así, un lugar popular de comida conocido como ‘Puerto Rellena’ que es el nombre de un tradicional embutido, dio lugar a ’Puerto Resistencia’. El puente de los Mil Días ahora es ‘Puente de las Mil Luchas’ y La Loma de la Cruz se convirtió en Loma de la Dignidad.
Los jóvenes de los sectores más pobres de Cali, cada uno a su manera, cuentan historias en las que su origen humilde, la desigualdad y la falta de oportunidades arman un triángulo que, a su vez, encuentra una figura similar como respuesta: trabajos ocasionales mal remunerados, bandas criminales o alistarse en la Policía, para lo que hay que pagar.
Quienes logran saltar ese destino lo cuentan con orgullo y más bien en voz baja. Yonny llegó a Siloé cuando tenía 16 años, a finales de los noventa. Con el aliento de su familia, se vinculó a un proyecto artístico. Al tiempo, hizo el bachillerato acelerado porque no lo recibieron en el colegio y luego encontró cupo para especializarse en educación popular en la Universidad del Valle, la principal pública de la ciudad. Él recuerda que, para poder hacer los exámenes médicos de ingreso a la universidad, su madre empeñó el equipo de sonido de la casa. Muchas veces debió caminar hora y media desde su casa y otro tanto de vuelta, porque no tenía para el transporte. Pocas veces salió de rumba en una ciudad donde ella es parte de la vida. “Espero desquitarme de los 50 años en adelante, ser un viejito rumbero”, dice.
Ahora estudia derecho, al tiempo que cursa una maestría con una beca que otorgó a líderes del Pacífico la Universidad de los Andes, la más prestigiosa de las privadas ubicada en Bogotá. Y por medio de la Fundación Créalo ayuda a jóvenes que, como él, anhelan acceder a la educación superior o desarrollar un proyecto productivo.
Para Yonny, hay dos grupos diferentes de jóvenes vinculados a la protesta en Cali. “Los de la primera línea, que ponen el pecho, porque no tienen nada que perder. No tienen miedo. Si no te mata el Estado, te van a matar aquí en las comunas a punto de hambre o en el conflicto interno entre pandillas”. Otros son jóvenes universitarios de clase media que piden mejores condiciones de vida y sueñan con un mejor país. “Colombia carece de oportunidades, y aun para los privilegiados que hemos estudiado, las opciones laborales son escasas y malas”, asegura.
Esa situación precaria no es exclusiva de los jóvenes de Cali, sino que se replica a nivel nacional. La población de jóvenes entre los 18 y 28 años que no estudian ni trabajan, a los que en otros países se les ha caracterizado como los ‘NiNis’, pasó en Colombia de un 19 por ciento a mediados del 2019 a un 33 por ciento a mitad del 2020. Según le dijo al portal La Silla Vacía Iván Daniel Jaramillo, investigador del Observatorio Laboral de la Universidad del Rosario, la presencia de los ‘NiNis’ aumentó exponencialmente en la protesta actual frente a noviembre del 2019, el preludio del actual estallido social, interrumpido por la pandemia. “Es más clara la participación demandando oportunidades de empleo y educación, y el descontento es mucho mayor”.
Pero incluso los que trabajan o estudian han salido a protestar o apoyan la movilización. De acuerdo con una encuesta realizada por la Universidad del Rosario, el diario capitalino El Tiempo y la encuestadora Cifras y Conceptos, el 84 por ciento de los jóvenes consultados, en edades entre los 18 y los 32 años, se sienten representados por el paro nacional. La mayoría, según este sondeo, rechazan al actual Gobierno y la violencia ejercida por la Fuerza Pública.
Diana Solano cree que hay características de esta generación de jóvenes que permiten explicar la fuerza del estallido social actual. “Los chicos y las chicas de ahora son más auténticos, menos reprimidos. Eso tiene mucho que ver con que la política afectiva de la contención, aquello de que hay que aguantarse la vida tal y como es, ha disminuido su peso”. Además, señala, ha cambiado su forma de relacionarse con las figuras de autoridad, pues son mucho más horizontales, menos jerárquicos y más exigentes.
Carlos Peña, abogado de 24 años, es uno de los jóvenes que se movilizan en Puerto Resistencia, un punto que marcó un antes y un después en esta protesta, pues fue ahí donde cayó una de las primeras víctimas de la confrontación con la fuerza pública. El 28 de abril, Marcelo Agredo, de 17 años, le pegó una patada a un policía, a lo que el agente respondió con dos disparos, uno de los cuales lo mató. Todo quedó registrado en video, y se trata de uno de los cuatro casos en los que la Fiscalía ya ha actuado. Después de este asesinato, ‘la primera línea’ expulsó a la policía y Puerto Resistencia se convirtió en una especie de espacio autónomo, una plaza pública organizada, según compartió para este reportaje Carlos Peña, por los NiNis, con el apoyo y la solidaridad de la gente de la zona.
Para este joven que lleva ya cinco años haciendo activismo y pedagogía política, lo que muestra este estallido es el fracaso de la democracia representativa. “La gente ya entendió que la democracia se juega principalmente en las calles y no única y exclusivamente cada cuatro años cuando uno va a ejercer el derecho al voto. Los jóvenes ya no están esperando que alguien les resuelva el problema”.
¿Cómo traducir este clamor de los jóvenes en cambios reales de crecimiento en el seno de la sociedad? Ha habido algunas iniciativas en el sector de la educación. El sistema educativo de Colombia bajo el gobierno anterior de Juan Manuel Santos creó programas en los últimos años como ‘Ser Pilo Paga’, para facilitar el ingreso de estudiantes de bajos recursos económicos con promedios académicos sobresalientes a centros de educación superior, algunos de ellos de élite. Así, hay quienes, procedentes de los sectores populares del oriente de Cali, comparten en aulas con residentes del exclusivo sector de Ciudad Jardín, una de las zonas más acomodadas de la ciudad.
Varios profesores coinciden en que es común que aparezcan en ellos falencias en comprensión de lectura, deficiencias en escritura, manejo del idioma inglés y de herramientas tecnológicas. Advierten que, si bien muchas veces logran nivelarse, esos jóvenes se mueven entre sus necesidades más básicas y la obligación de mantener promedios que les permitan mantener sus cupos.
Esa es precisamente una de las grandes quejas de los jóvenes en esta protesta, como señala John Eyder: “cuando pedimos educación de calidad, hablamos de una educación que nos dé herramientas para vivir, y para vivir bien. No que nos toque empezar cada cosa en la vida siempre más atrás. Desde la educación, más atrás; desde lo laboral, más atrás. Y luego vienen y nos dicen, es que la gente es pobre porque quiere”.
La situación no resulta ajena para el resto de la región del Pacífico colombiano. Óscar Gamboa Zúñiga, director de la Asociación Nacional de Alcaldes de Municipios con Población Afrodescendiente, Amunafro, explicó para este reportaje que es necesaria “una reinvención de la educación hacia una infraestructura de oportunidades”. Para él, el problema no está solo en el acceso a la educación, sino también en la oferta. “No hay en Buenaventura, a pesar de ser el principal puerto de Colombia (a dos horas de Cali), ninguna carrera relacionada con temas portuarios. Así como no hay carreras relacionadas con el agua en el Chocó (el departamento vecino por el norte y uno de los más pobres del país), a pesar de ser uno de los lugares con más recursos hídricos del planeta. Entonces, la educación no es precursora del desarrollo si nos atenemos a las riquezas que tenemos”.
Luego de varios días intentando desestimar la protesta, centrándose en los actos vandálicos que ocurrieron a la par con la movilización pacífica, el Gobierno pareció entender la importancia de la participación de los jóvenes, y de sus quejas respecto al acceso a la educación. Es así que, 15 días después de iniciado el paro nacional, el presidente Iván Duque anunció desde Cali la gratuidad en la matrícula del segundo semestre del 2021 para todos los estudiantes de estratos 1, 2 y 3 en instituciones de educación superior pública. Una medida que fue vista como un buen gesto, pero insuficiente para resolver los problemas estructurales del sistema, así como para apagar el fuego de la protesta.
Las cifras del DANE muestran que fue en los barrios pobres de Cali donde más aumentó el desempleo del 2019 al 2020, por encima del 20 por ciento. Traducido en pesos, los ingresos reales de esta población se redujeron a la mitad. En consecuencia, casi un millón de personas cayeron en la pobreza monetaria en el primer año de pandemia, obligadas muchas de ellas a subsistir con menos de 356.962 pesos al mes, el equivalente a 100 dólares americanos.
Esa bomba social ha afectado en gran proporción a la población afro, tal y como lo denuncia Erlendy Cuero, miembro de la Asociación Nacional de Afrocolombianos Desplazados, Afrodes, “y explotó ahora con el paro nacional”. Erlendy Cuero le dijo a CONNECTAS que esa situación no es nueva y que, si hay cómo reflejar la situación de su comunidad, y en especial de los jóvenes, hay un hecho que la refleja en toda su dimensión: la masacre en agosto de 2020 de cinco adolescentes en Llano Verde, un barrio marginal del oriente de la ciudad, de apenas diez años de fundado y en donde conviven desplazados y reinsertados, la mayoría población afrodescendiente.
En ese hecho, los menores de entre los 14 y los 16 años murieron por disparos a la cabeza, cuando se encontraban en un cañaduzal elevando cometa y comiendo caña. Si bien hubo capturas, la sensación general es que la razón de esos asesinatos no se desentrañó por completo. “Yo le dije al alcalde Jorge Iván Ospina: aquí en el oriente de Cali no nos está matando el covid, para nosotros es más letal la violencia”, se queja Cuero y acusa al funcionario de desmontar programas de su antecesor, Maurice Armitage, en los que se empleaban, entre otros, a jóvenes como guías turísticos y se les reconocían unos honorarios. “Al menos se garantizaba el alimento a una persona de cada familia”. Se consultó a la Secretaría de Bienestar Social de Ospina, quien no confirmó esa información.
Armitage, empresario y alcalde en el periodo 2016 – 2019, considera que a los gobernantes les ha faltado humanidad y calle, y que “la élite se ha acostumbrado a ver al de abajo jodido siempre. Y eso lo aceptamos, no nos conmovemos con la pobreza ni con la angustia de los demás”, aseguró en entrevista con BBC.
Pero el problema es aún mayor. Según el profesor Fernando Urrea, citado por el diario capitalino El Espectador “cualquier presupuesto de cualquier secretaría de Cali de las últimas décadas es mucho más bajo que los de las capitales como Medellín y Bogotá. Tiene que ver con una política de las élites de descuidar la inversión en la oferta de bienes y servicios”, señala.
La abundancia y la miseria son dos caras de la misma ciudad, que se miran de frente en algunos puntos como la Portada al Mar, en donde apenas separados por calles están barrios con casas de lujo estrato seis que contrastan con Terrón Colorado, Vista Hermosa, Patio Bonito y Aguacatal, de estratos 1 y 2. Jefferson Lozano, uno de los jóvenes que protesta en este punto contó para este reportaje que en los primeros días de manifestación y bloqueos la gente les disparaba, les echaban hielo y excrementos. “Y aún hay quienes nos quieren echar bala” dice. Pero luego empezaron a dialogar. “Nos han dicho que toda esta cuestión les ha removido la conciencia, porque confiesan que se habían centrado en hacer dinero sin pensar en nadie más. No son cambios radicales, pero ya es un comienzo”.
Jefferson asegura que ha sido amenazado. “Si me matan por defender a la gente, morí defendiendo lo que creo correcto. Y si alguien tiene que utilizar las balas para derrotarlo a uno, es porque no tenía argumentos”. Una violencia que expone a cualquiera. Es el caso de Nicolás Guerrero de 22 años, un joven artista que murió de un disparo en la cabeza cuando se encontraba en un “velatón”, un homenaje a las víctimas mortales durante las manifestaciones. Este crimen causó asombro por el anuncio que hizo el alcalde de la ciudad, Jorge Iván Ospina, en el que condenaba el crimen a la par que aseguró que era su familiar, hijo de uno de sus primos.
La violencia escala, se replica en todo el departamento del Valle del Cauca, del que Cali es capital, y se degrada al punto de irrespetar las labores humanitarias. El 22 de mayo una bebé murió en una ambulancia que quedó atrapada en uno de los bloqueos entre Buenaventura y Cali. Dos días después fue asesinado Armando Álvarez, funcionario de la red de salud del oriente de Cali, conocido por haber asistido a los heridos producto de las confrontaciones en Puerto Resistencia; la macabra confirmación de la denuncia que había realizado poco antes el reconocido periodista Alfredo Molano Jimeno, según la cual se les estaría poniendo precio a las vidas de quienes brindan asistencia médica en las protestas.
A pesar de todo, el grito de los jóvenes de ‘la sucursal del cielo’ parece haber sido escuchado y ha logrado pasar del bochinche a una petición articulada. “Después de cambiar de espacios y, sobre todo, de actitud y diálogo interno, la Unión de Resistencias Cali, con voceros de sus 25 puntos, alcanzó su reencuentro con el Gobierno local, departamental y nacional, con diálogo respetuoso, propuestas y respuestas”, señaló el arzobispo de Cali, Darío Monsalve, en su cuenta de Twitter. Y una comisión interpartidista de la Cámara de Representantes ha trabajado durante dos fines de semana en la ciudad para discutir con muchachos como Jefferson, Carlos y John Eyder la inaplazable reforma a la Policía, además de explorar opciones laborales en conjunto con los empresarios.
Así como sucede en Cali, los jóvenes de diferentes ciudades de Colombia siguen apostados en las calles, a costa de su propia integridad, en medio de cíclicas refriegas con la Fuerza Pública y el rechazo de una parte de la población que también ha salido a manifestarse para pedir el fin de los bloqueos. “Ya perdimos todo, hasta el miedo”, rezan las pancartas de los más jóvenes. Mientras no se advierte un pronto final a la compleja situación, ellos y el resto de un país que todavía intenta descifrar las claves de este estallido solo están seguros de que Colombia no volverá a ser la misma de antes del paro, y que muchas cosas deberán cambiar.
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*Desde la Mesa Editorial de CONNECTAS, reportería liderada por María Camila Hernández en elaboración colectiva con Víctor Diusabá, Mauricio Builes y Carlos Eduardo Huertas – Imagénes, archivo Amnistía Internacional - Christian EscobarMora.