Guillermo Rothschuh Villanueva
16 de mayo 2021
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Para jóvenes recién iniciados en la lectura de García Márquez, El olor a la guayaba resulta un texto imprescindible. Imposible de saltar
"Macondo
“El verdadero mundo de uno es la infancia”.
Luis Harss
Volví adentrarme en El olor a la guayaba, (Editorial Diana, 1982), con la misma pasión que cuando la leí por primera vez. Uno de los pocos textos donde García Márquez se confiesa en cuerpo y alma, ante el amigo de toda la vida. No sé si será cierto o mentira que Plinio Apuleyo Mendoza padecía de estrechez financiera. Para paliar el trance Gabo se aventuró a tirarle una balsa de rescate. Mucho antes Plinio había hecho lo mismo. Su amistad nacida en París (1955), se cimentó con los años. Mendoza buscó trabajo al portento, en sus horas de angustia le proveyó dinero y antes de partir de Estados Unidos hacia México en 1961, le mandó unos cuantos dólares para su sobrevivencia. Los suyos fueron amores compartidos. Uno de los testigos más fiables sobre el discurrir de Gabo por el mundo de las letras, la bohemia y la fama.
Mendoza y Gabo disfrutaron una amistad que ni el tiempo ni la distancia pusieron en entredicho. Tampoco lo pudo el abismo político e ideológico que les separaba. Sus preferencias apuntaban en direcciones opuestas. Mendoza era un firme creyente del liberalismo. Gabo del socialismo. Siendo tan dispares, su amistad estaba sobre los convencionalismos. Convinieron una larga entrevista, con el tiempo se convirtió en un libro de referencia. Sabían de antemano que sería retirado como pan caliente de las librerías. Como el rey Midas, todo lo que el colombiano decía o escribía se convertía en oro. Para esos años sus libros se imprimían por millones. En el ámbito literario todos deseaban conocer sus andanzas, fintas y verónicas. Sobre todo, tratándose de un libro donde hacía revelaciones cómo jamás las había hecho. Algo especial.
Gabo alude con desparpajo sus supersticiones, habla de sus manías y gustos literarios, valora la amistad, (después Mendoza le pasará factura), el matrimonio y el oficio literario. Explica el mundo de dónde extrae los personajes de sus novelas, su pasión por la política y su admiración por el nicaragüense Rubén Darío. Insiste en referirse a los inconvenientes de la fama y sus consecuentes virtudes, su alergia por los críticos, su definición y gusto por el poder, las razones de su cercanía con los jefes de Estado, sus años de formación, escritores predilectos, cómo concibe la inspiración y explica el proceso creativo de Cien años de soledad y El otoño del patriarca. Cree justo revelar la influencia determinante recibida de un puñado de mujeres. Esta es una de las pocas veces que el portento decidió desnudarse, de cara a sus millones de lectores.
El olor a la guayaba es un libro para conocer sus intimidades, filias y fobias. El escritor huraño y alérgico a las entrevistas, por un momento deja de serlo. Está frente a un interlocutor ante quien no teme confesarse. Se requería de una amistad y confianza forjada a lo largo de los años. Mendoza era su compadre, compañero de aventuras periodísticas y conocedor a fondo de su obra. La relación afectiva mantenida a través de los años, era la llave maestra para abrir puertas y ventanas, según lo requiriese. Para volver comprensibles sus idas y venidas, pasa revista de la niñez, adolescencia y juventud de Gabo. El alquimista vuelve a remarcar que nadie influyó más en su vida literaria y futuro de escritor, como lo hicieron sus abuelos. Los fantasmas que pueblan sus novelas provienen de su infancia, del mundo aterrador contado por su abuela.
Para jóvenes recién iniciados en la lectura de García Márquez, El olor a la guayaba resulta un texto imprescindible. Imposible de saltar. Muchas claves de su oficio son reveladas. Están a disposición de quiénes desean conectarse con los autores que incidieron en su proceso creativo. Los relevantes. Aclara las aparentes contradicciones entre el placer y el sufrimiento de la escritura. El salto a la fama le impuso restricciones. No solo literarias. Entre su despertar como escritor y su ascenso a las alturas, hay un mundo de por medio. Al inicio Gabo era capaz de escribir entre diez y quince páginas de un solo tirón. Con el paso del tiempo, la escritura se convirtió en tormento. Con la responsabilidad impuesta por la fama, cada declaración o afirmación suyas adquirieron una resonancia especial. Afectan a muchísimas personas.
En su arte narrativo la maduración de un tema suponía mucho tiempo, Cien años de soledad tuvo que esperar dieciséis años y Crónica de una muerte anunciada, treinta. Los temas deben resistir el paso del tiempo. Una experiencia corroborada. Siguiendo a William Faulkner —su indiscutible maestro— asegura que el lugar perfecto para un escritor, no es otro que un burdel de putas. Silencio por la mañana y bulla por la noche. Escribió Cien años de soledad cuando encontró el tono requerido. Su abuela tenía la virtud de contarle las cosas más atroces sin inmutarse. Ponía ante sus ojos un mundo que después transformaría en materia primigenia de sus relatos. Cien años de soledad lo escribió siguiendo su método. La manera imperturbable y riqueza de imágenes, eran los que más contribuían a dar verosimilitud a las historias que ella le narraba.
Como discípulo agradecido hace un breve recuento de las deudas contraídas con Frank Kafka, Sófocles, Joseph Conrad, Saint Exupéry, Ernest Hemingway, Graham Greene, William Faulkner, Virginia Wolf, Flaubert, Balzac, James Joyce, etc. El olor a la guayaba, puede esgrimirse como respuesta a Mario Vargas Llosa. El peruano ha incurrido en dos deslices. El primero fue afirmar que García Márquez era incapaz de reflexionar y explicar su arte creativo. Ninguna rectificación más apropiada que la lectura de este libro de Mendoza. El segundo, decir que Gabo no era un intelectual. Lo definió como artista. ¿A qué se debería este despropósito? Sus aseveraciones las hizo frente a Gerald Martín, su biógrafo autorizado y Dasso Saldívar, uno de sus primeros biógrafos. Ambos se quedaron mudos. ¿Se creerían el cuento? Al menos yo no.
Gabo aprovechó la ocasión para hacer rectificaciones y aclaraciones, una de ellas está relacionada con la influencia recibida de Faulkner. Lo elogia. Dice que se trata de uno de los grandes escritores de todos los tiempos. Disiente de los críticos por haber establecido influencias que no vienen al caso. Sus analogías con el autor de Santuario y El ruido y la furia, son más geográficas que literarias. Las descubrió después de haber escrito su primera novela, (La hojarasca, 1955). La confusión se originó al establecer las similitudes entre las tierras ardientes y llenas de polvo del sur de Estados Unidos, con las que él evoca en esta novela. Aracataca fue construida en parte por la inefable United Fruit Company, de factura estadounidense. Su problema, asegura, no fue imitar a Faulkner, sino destruirlo. “Su influencia me tenía jodido”, confiesa.
Igual que nuestro paisano inevitable, Gabo extravió el camino, Darío tropezó con la influencia de Zola. El Bardo, un cuento realista, fue la prueba definitiva. Al desecharlo se sintió liberado, pudo volver sobre sus pasos. Se distanció de la llamada literatura comprometida, para asumir de una vez para siempre, una de sus claves literarias: el desapego de sus creaciones de cualquier compromiso político. En una respuesta a Mendoza, Gabo señala que él también fue víctima de su militancia política. Al final comprendió que “el deber de todo escritor —y el deber revolucionario, si se quiere— es el de escribir bien”. Militantes de izquierda se sienten tentados de dictar normas a los escritores. Se empeñan en decirles sobre qué deben o no deben escribir. Al hacerlo asumen una posición reaccionaria, imponen restricciones a la libertad creativa.
Contrario a las tesis de muchos creadores, Gabo cree que el escritor debe ejercer su oficio gozando de las mejores condiciones. ¿Con la barriga llena y el corazón contento? ¿Será cierto? Tal vez lo dice por haberse quedado en París sin un centavo, varado en 1955. El dictador Rojas Pinilla cerró El Espectador. Un capítulo alucinante escrito por el profesor británico Gerald Martin, en la biografía Gabriel García Márquez: una vida, radica en la forma que relata las vicisitudes y amarguras vividas en ese año. Pasó hambre y soportó frío. Sus primeros libros fueron rechazados por las editoriales. Padeció el desconsuelo que viven los noveles escritores. ¿Cómo lograr dar el salto, si para conseguirlo necesitan antes ser publicados? Una especie de círculo infernal. Muchos jamás acaban de romperlo. Gabo dio el puntillazo. Cruzó el puente.
Tuvo oportunidad de cobrar la mala leche, Cien años de soledad fue el ariete. Después de haber concluido la escritura de El coronel no tiene quien le escriba, el libro fue ofrecido a Gallimard. El español Juan Goytisolo recomendó su publicación, mientras que el francés Roger Caillois, metió la zancadilla. No le dio pase. Con la aparición del libro más célebre del colombiano universal, la editorial francesa quiso publicarlo. No logró su propósito. Gabo argumentó que su agente literaria, la entrañable Carmen Balcells, había adquirido antes otros compromisos en Francia. No cabe duda. La suya fue una dulce venganza. Sintió placer al rechazar a una de las editoriales más prestigiosas del mundo. El olor a la guayaba, confesión y revelación, un catálogo al que debemos acercarnos, el portento deja verse sin más pretensión que acercarnos a sus obras.
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Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.
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