6 de mayo 2021
Los ciudadanos salvadoreños hemos perdido nuestras garantías constitucionales. El golpe que el presidente Nayib Bukele y su bancada legislativa dieron el pasado 1 de mayo contra el Poder Judicial nos deja indefensos. Ya no hay independencia de poderes. Incluso en un país con la tradición de injusticia y desigualdad del nuestro, se trata de un retroceso de décadas. La ley ya no nos protege.
La destitución ilegal de los magistrados de la Sala de lo Constitucional y el Fiscal General es el más grave atentado a la democracia y al Estado de derecho que el país ha vivido desde los años de la guerra civil. Los diputados de Nuevas Ideas, sin debate legislativo, sin proceso de selección pública, casi por decreto, nombraron a magistrados y fiscal a la medida de Bukele, violando todos los procedimientos establecidos en la Constitución y las leyes secundarias. Por más malabares verbales que el presidente haga frente al cuerpo diplomático, por más que trate de reinventar la esencia de la democracia insinuando que los votos le dan poderes absolutos, sus acciones son inconstitucionales y antidemocráticas.
El golpe, revestido de falsa legitimidad legislativa, fue acompañado, como suele suceder en todo régimen autoritario, por las fuerzas de seguridad. Acuerpados por oficiales policiales y patrullas, los usurpadores ocuparon sus nuevas oficinas la misma noche del sábado. Después vinieron las cartas de renuncia de los magistrados y el fiscal destituidos, que dijeron temer por su integridad y la de sus familias. El destituido presidente de la Corte, que se resistía a renunciar, amaneció el lunes con patrullas rodeando su casa. Renunció. La violencia no siempre es disparar un arma.
Al estilo de los grupos de crimen organizado, al régimen instalado por Bukele ya no lo sujetan ni siquiera las limitaciones de la ley al ejercicio del poder público: aquí, ahora mismo, él está por encima del marco jurídico. Él es la ley y su policía la impone. Por la fuerza. Que su fracción legislativa haya empezado ya a legislar a su medida es un formalismo, la fachada de un nuevo régimen. Aun sin esas nuevas normas, el Estado de Derecho hoy no existe en El Salvador.
Bukele y su clan familiar han consumado la toma de los tres poderes del Estado y desmontado, a la manera de los dictadores tropicales, los controles y resistencias institucionales a sus desvaríos y a la corrupción de sus funcionarios. Ya hemos visto, en los dos primeros años de su presidencia, la disposición del presidente a utilizar el aparato de estado para perseguir a críticos, opositores y disidentes. Ahora, no gracias al enorme respaldo que tuvo en las urnas, sino a la interpretación maniquea que hace de ese mandato y la debilidad del resto de actores políticos y sociales, lo controla todo.
Cuando las instituciones han sido debilitadas o doblegadas al punto de la incapacidad para garantizar que el poder político respete la constitución y las leyes, las consecuencias son para los ciudadanos: hemos perdido las garantías constitucionales para defender nuestros derechos. Con esto no solo muere la democracia sino la República. Estamos en manos, y sometidos a la voluntad, del régimen autócrata de Bukele.
Muchos de sus seguidores, que son mayoría, hacen suyas las tesis del presidente: defienden el autogolpe argumentando que expresa la decisión del pueblo, y que por tanto es democrático. Sostienen que el pueblo demanda una refundación de la República. Lo mismo dijo Bukele en su vergonzosa reunión con representantes del cuerpo diplomático, ocurrida el lunes 3 y transmitida en cadena nacional el día siguiente sin la autorización de los invitados, con quienes había acordado un encuentro a puerta cerrada.
Las palabras de Bukele son fruto de la ignorancia o de la manipulación. O de ambas. La democracia no es ir a votar. La democracia es un sistema de pesos y contrapesos, de reglas claras y un estado de derecho garantizado por instituciones que están por encima de cualquier persona. Los ciudadanos elegimos a nuestros representantes para que administren y legislen, pero también para que nos rindan cuentas. Su comportamiento, sus deberes y sobre todo sus límites, están regulados por el marco jurídico. Con esa garantía los ciudadanos podemos ejercer nuestros derechos, entre ellos la libertad de expresión y el libre intercambio de ideas, sin sufrir ni la persecución ni el acoso de quienes controlan las instituciones del Estado.
No es eso lo que quiere la familia que hoy gobierna. Quieren el control total. Y el miércoles, durante la segunda plenaria de esta nueva legislatura, nos confirmaron para qué lo quieren: mediante la aprobación de la ley especial para el manejo de la pandemia el partido del presidente cerró la coraza de la impunidad y con una ley retroactiva condenó a muerte a las numerosas investigaciones abiertas por las irregularidades en las compras del ministerio de Salud el año pasado. Este Gobierno no se conforma con quitar a quien los podía perseguir o a quienes podían declarar inconstitucionales sus nuevas leyes: se garantiza, por ley, la impunidad. Nuevas Ideas ha hecho ley el poder adueñarse de los recursos del Estado sin tener que rendir cuentas.
Bukele ha tenido todo el apoyo popular y la legitimidad para realmente limpiar el sistema político e institucional de corrupción. Esa fue una de sus principales promesas de campaña. En vez de eso, tras dos años de negar por todas las vías la rendición de cuentas por los miles de millones de dólares de los que dispuso durante 2020 para contrarrestar la pandemia, y tras proteger a sus funcionarios acusados de corrupción, ha desmantelado las instituciones encargadas de investigarlo y, finalmente, legalizado la nueva corrupción, la suya.
Era previsible. Ya en sus primeros pasos en el Ejecutivo, mientras por un lado atacaba la corrupción de los Gobiernos de Arena y Fmln, por el otro forjaba alianzas con algunos de los operadores más oscuros de aquellos Gobiernos.
Bukele construyó su presidencia sobre la idea de que combatiría a “los mismos de siempre”, pero ya no queda ninguna duda de que el clan familiar que hoy nos gobierna ha superado las prácticas corruptas de los Gobiernos anteriores en la profundidad de su daño y en su descaro. Pasar una ley de inmunidad por compras con fondos públicos a solo cuatro días de tomar control del Poder Legislativo es una burla a los ciudadanos, especialmente a quienes creyeron en sus promesas.
Ninguna autoridad ni institución, ahora mismo, puede impedir que Nayib Bukele siga edificando un régimen de autoritarismo e impunidad. Solo una ciudadanía empoderada y la condena contundente y sostenida de la comunidad internacional, nos pueden proteger hoy de los abusos y la arbitrariedad de su poder absoluto.
Bukele está matando la República. Y todos quienes hoy le sirven desde la Asamblea, desde los ministerios, desde la Fiscalía o la Policía, o desde la vicepresidencia, son sus cómplices.
Ya no hay leyes que limiten a Nayib Bukele. Y si las hay, serán irrespetadas, eliminadas o sustituidas. Él es la ley. Puede que millones de salvadoreños aún no se hayan dado cuenta, pero así muere una república y nace un régimen de naturaleza dictatorial.
*Artículo publicado originalmente en El Faro.