30 de abril 2021
Resulta aleccionador cuando un columnista se ve obligado a retractarse al poco tiempo de escribir sus ideas. Hace apenas dos meses, después de que la India enviara aceleradamente millones de dosis de vacunas contra la covid-19 a más de 60 países, alabé la «diplomacia de vacunas» de ese país; las aspiraciones de la India a ser reconocida como una potencia mundial habían recibido un impulso significativo. Ahora, con más de 300 000 nuevos casos diarios y una cantidad de muertes evidentemente muy superior a la informada, la India no se ajusta a la imagen de un líder global.
En mi defensa puedo decir que me preocupaba que la India hubiera exportado el triple de las vacunas que había aplicado localmente, el país claramente estaba retrasado en sus intentos por cumplir la meta que se había fijado de vacunar a 400 millones de personas para agosto, después de vacunar a unos 3 millones de profesionales de la salud en una campaña que recién comenzó el 16 de enero. «[S]e suma a la preocupación por el aumento de los casos el surgimiento de variantes de la covid-19 que tal vez no respondan a las vacunas existentes; y una economía que todavía no se recuperó por completo», dije, «intensificará el desafío que enfrenta la India para cumplir sus obligaciones con los países en vías de desarrollo y cubrir simultáneamente su demanda interna».
En ese momento, no tomé conciencia de la escala del desafío. La cantidad de contagios sobrepasó los 17 millones hace pocos días y la cifra oficial de muertes es ahora superior a 190 000. Los hospitales carecen de camas suficientes, los suministros de oxígeno se redujeron, los centros de vacunación se quedaron sin dosis y las farmacias no dan abasto para cubrir la demanda de antivirales. La India tambalea.
¿Cómo pudo salir todo tan mal en tan poco tiempo después de que la India se recuperó de la primera ola de la pandemia el año pasado, volvió a la vida y la actividad económica normales, y comenzó a exportar vacunas? La lista de errores es larga.
Comencemos por el simbolismo en lugar de hechos. El primer ministro Narendra Modi urgió al país por televisión a golpear platos. Dos semanas más tarde, indicó a los habitantes que encendieran lámparas a una hora específica. La superstición reemplazó a las políticas basadas en la ciencia para enfrentar la pandemia.
Modi también buscó el apoyo del nacionalismo hindú en la lucha contra la covid-19. Así como se ganó la épica guerra Mahabhárata en 18 días, afirmó, la India ganaría la guerra contra el coronavirus en 21 días. En ningún momento tuvo esto otro sustento que sus deseos.
Otro error fue ignorar las recomendaciones que la Organización Mundial de la Salud. Desde el inicio de la crisis, la OMS recomendó una estrategia de contención que requería pruebas de detección, rastreo de contactos, aislamiento y tratamiento. Aunque unos pocos estados, como Kerala (que registró el primer caso de COVID-19 en la India, el 30 de enero de 2020), implementaron inicialmente esas medidas con éxito, la torpe respuesta del Gobierno de Modi tuvo como resultado su implementación desigual en muchos otros.
Hubo, además, un exceso de centralización: desde el primer confinamiento nacional, anunciado por Modi en marzo de 2020 con menos de cuatro horas de anticipación, el Gobierno central gestionó la pandemia bajo las oscuras disposiciones de la Ley de Enfermedades Epidémicas y la Ley de Gestión de Desastres, que le permitieron pisotear la estructura federal de la India. En vez de delegar en los 28 Gobiernos estatales del país la autoridad para diseñar estrategias ajustadas a las situaciones locales, el gobierno trató de gestionar la COVID-19 por decreto desde Delhi, con resultados calamitosos.
No sorprende que el confinamiento inicial fuera mal gestionado, ni los Gobiernos estatales ni la gente, ni siquiera los funcionarios del Gobierno central, estaban preparados. Hubo caos, más de 30 millones de trabajadores inmigrantes quedaron atrapados sin trabajo en las ciudades y se vieron obligados a caminar para regresar a sus hogares, a veces durante días. Se estima que 198 personas murieron en el trayecto. Unos cinco millones de micro- y pequeñas empresas cerraron, incapaces de recuperarse del confinamiento. La tasa de desempleo alcanzó los mayores niveles que se hayan registrado en la India.
Cuando la crisis comenzó a salirse de control, el Gobierno central, siguiendo los pasos del por entonces presidente de EE. UU., Donald Trump, transfirió cada vez más responsabilidades a los Gobiernos estatales, sin el financiamiento adecuado. Los Gobiernos estatales tuvieron dificultades para movilizar médicos, enfermeras, profesionales de la salud, kits de prueba, equipo de protección personal, camas de hospital, respiradores, cilindros de oxígeno y medicamentos para combatir la pandemia. El Gobierno movilizó una gigantesca cantidad de fondos para un nuevo organismo de asistencia, llamado PM-CARES, pero hasta hoy no hay cifras oficiales sobre el dinero destinado a ese fondo ni a dónde se asignaron esos recursos.
Cuando la pandemia pareció flaquear, las autoridades se confiaron y no tomaron precauciones ni medidas preventivas contra una posible segunda ola, que según muchos podía ser más devastadora que la primera. La detección, el seguimiento y aislamiento de las personas contagiadas y sus contactos cayeron rápidamente en desuso para fines de 2020. y, justo cuando la gente dejó de seguir las instrucciones de comportamiento adecuado, el virus mutó hacia una variante extremadamente infecciosa. Proliferaron los eventos de supercontagio: mitines electorales y festivales religiosos reunieron a multitudes sin tapabocas, y los contagios se dispararon.
Aunque la India produce el 60% de las vacunas del mundo, el Gobierno no hizo nada para aumentar la producción de las dos vacunas contra la covid-19 cuya fabricación había sido aprobada en el país. Tampoco permitió la importación de vacunas extranjeras, no ayudó a ampliar las instalaciones de producción existentes, ni otorgó licencias a otras empresas indias para producir más dosis. La India lanzó su campaña de vacunación casi dos meses después que el Reino Unido, pero para abril solo el 37% de los profesionales de la salud y apenas el 1,3% de sus 1400 millones de habitantes había sido vacunado. Solo el 8% recibió al menos una dosis.
También en este caso las autoridades apostaron al principio por la centralización; su negativa a aprobar vacunas extranjeras para su uso de emergencia condujo a su escasez a mediados de abril. Solo entonces el gobierno delegó la distribución de las vacunas en los gobiernos estatales y los hospitales públicos y privados, y permitió la importación de vacunas aprobadas por Estados Unidos, el Reino Unido, la Unión Europea, Rusia y Japón. Incluso entonces el gobierno no distribuyó las vacunas de manera equitativa entre los diversos estados, lo que llevó a que algunos de los más afectados (como los estados de Maharashtra y Kerala, con gobiernos opositores) no contaran con vacunas cuando los casos alcanzaron su punto máximo.
Al igual que el gobierno indio, me felicité a mí mismo antes de tiempo por la diplomacia de vacunas del país. En un momento en que los indios no podían acceder a las vacunas que los hubieran protegido, el programa «La amistad de la vacuna» (Vaccine Maitri) no fue inteligente, sino una muestra de arrogancia. El liderazgo mundial comienza por casa... y hoy la casa es un país cuyas morgues, cementerios y crematorios se están quedando sin lugar.