17 de abril 2021
Cada cierto tiempo me preguntan por la democracia de Nicaragua, antes de hablar sobre las violaciones de derechos humanos que son noticia internacional desde la rebelión de abril en 2018. Entonces vuelvo a ver a mi propia familia para explicarles lo mal que andamos. Mis hijos tienen doce y diez años, y al único presidente que han conocido en su vida es a Daniel Ortega.
Una generación de jóvenes y niños, que nacieron después de 2007, ha crecido viendo los enormes rótulos de la pareja presidencial por doquier, los exóticos árboles de lata de la vicepresidenta Rosario Murillo instalados en Managua y las notas de la propaganda oficialista donde los más pobres suelen dar gracias “al comandante y la compañera” cuando son beneficiados por programas estatales. Eso es lo más visible.
El daño mayor es que el país se ha convertido en la finca del caudillo sandinista, los sectores de Salud y Educación están politizados en un sistema donde el Estado de derecho no existe, las instituciones están sometidas y las libertades conculcadas; sin posibilidad de manifestaciones para quienes piensan distinto y con la oposición debilitada y bajo asedio policial. Por eso, criticar al régimen resulta tan riesgoso como caminar sobre una navaja.
La captura del poder absoluto de Ortega ha pasado por su endiosamiento en los ochenta, la desestabilización de la nación promovida por su partido cuando estuvo en la oposición entre 1990 y 2006, cero escrúpulos, acuerdos con sus supuestos enemigos políticos, cambios constitucionales a su medida, reconciliación con sectores de la Iglesia que lo adversaron en su primer gobierno de los ochenta, fraudes electorales, la conquista del poder local y sobre todo está la corrupción, cuyo estilo heredó del somocismo y luego lo perfeccionó.
El 11 de abril de 2011, el jurado del premio Ortega y Gasset premió un reportaje de investigación sobre el enriquecimiento del comandante Tomás Borge (ya fallecido) que puso a la jerarquía sandinista con hechos frente a un espejo: la revolución nunca fue lo que prometieron y los actuales dirigentes sandinistas, décadas después de la caída de Somoza, estaban llenos de privilegios, aunque aseguren que gobiernan para el pueblo, al que llaman presidente. Esos beneficios han aumentado con el paso del tiempo y hoy son una especie de monarquía tropical.
En una década de reportería desde la investigación de Borge, los periodistas hemos comprobado que la corrupción es mayor con Ortega. Está, de hecho, en una etapa superior de la que sus protagonistas van dejando innumerables huellas. Los reporteros tenemos más trabajo.
En Nicaragua, se ha investigado la corruptela de la familia en el poder y sus allegados, la apropiación de los fondos venezolanos, las historias del saqueo del Seguro Social, un pequeño grupo de contratistas beneficiados aquí y otro allá. La corrupción electoral. Todo ha sido documentado, igual que la represión, los centenares de muertos y la violencia ejercida desde el Estado.
Catorce años después de subir al poder, la familia presidencial se aferra al mismo con la fuerza y la impunidad. Es una corrupción evolucionada de la que vimos a partir de 2007. En contravía a esa ruta del oficialismo, que establece las elecciones de noviembre de este año como un trámite para la continuidad en el ejercicio del poder autoritario, una parte de la población resiste. Igual lo hace el periodismo que los jóvenes hacen, pese a las agresiones a reporteros, el cierre de espacios, o las confiscaciones de las redacciones de medios independientes como Confidencial.
Los protagonistas de la denuncia desde el periodismo son aquellos, que, auxiliados por generosas fuentes, se la juegan con cada publicación, algunos son incluso objeto de hostigamientos policiales en sus casas. Pero no ceden ni lo harán. La razón para hacerlo es sencilla y la entendemos todos los que ejercemos esta profesión en un país que vive en crisis permanente: Ante el poder dictatorial, que prefiere el silencio de los cementerios, solo queda resistir y nombrar las cosas como son y como pasan. Aunque sea una obviedad, vale la pena decir otra vez que construir una democracia inicia por decir la verdad. Y porque exista justicia.