28 de marzo 2021
En un país con una historia tan contenciosa como la nuestra, el pasado no cumple el papel que suele cumplir en otros países: forjar lazos de cohesión y de identidad nacional al amparo de la conciencia colectiva de compartir las mismas raíces, venturas y desventuras, “ires y venires”. Al contrario, los nicaragüenses hemos caminado nuestra historia a golpe de tragedias y confrontaciones. Sin verdad y sin justicia. Muy poco del pasado lo reivindicamos como patrimonio común y, más bien, es semilla de discordias y enconos.
De ahí que los lazos que nos unen, si todavía quedan, hay que hurgarlos en otras dimensiones de la convivencia social. Examinemos algunos episodios:
Probablemente, nunca estuvo tan engalanada Managua, y Nicaragua en general, que para diciembre de 1972. Asistimos entonces al espectáculo colectivo más envolvente de nuestra historia, que contagió y entusiasmó a la inmensa mayoría de los nicaragüenses: la Serie Mundial de Béisbol.
La composición de la Selección Nacional, con jugadores costeños, occidentales, managuas, norteños, orientales, sureños, encandiló el espíritu nacional. Todo mundo se envolvió en el azul y blanco y respaldó a la Selección, sin distingos sociales, religiosos o políticos.
Probablemente uno de los momentos más jubilosos que ha vivido el pueblo de Nicaragua fue aquel tres de diciembre, día del triunfo contra el imbatible equipo cubano. Con la nariz pegada en las mallas de las gradas del right field, después de pasar días comiendo salteado para ajustar el precio de la entrada, fui testigo del hit de Pedro Selva, que empujó la primera carrera; y del jonrón bestial de Vicente López. Con el corazón atravesado en la garganta, agonicé con cada out que sacaba Julio Juárez. Y, como todos, quedé al borde del colapso con la línea que se ahogó en el guante de César Jarquín, para el doble play salvador que representó el fin del partido.
Y después la pérdida de la razón. Los gritos de Sucre Frech. Como locos, todos saltábamos, agitábamos los brazos con las manos empuñadas y gritábamos a más no poder, en todos los rincones del país. Sin haber vivido esos momentos de alborozo nacional es difícil comprender lo que es el verdadero sentido de pertenencia. El corazón inflamado de orgullo.
En menor medida, el sentido de pertenencia nacional también estalló aquella noche memorable en que vibramos con el derechazo milagroso con el que Alexis tumbó a Olivares en el fragoroso round 13. La garganta reseca y la voz enronquecida: Nuestro primer campeón mundial de boxeo.
En esta misma línea, aunque correspondiente a otras latitudes, les cuento que el pasado fin de semana, gracias al milagro de internet, pude ver, después de casi 50 años, la pelea de George Foreman y Mohamed Alí, que tuvo como escenario el centro de África. En estos tiempos un espectáculo de ese nivel paralizaría al mundo.
A pesar del casi medio siglo transcurrido, me estremecía cada vez que pasaba uno de los golpes letales de Foreman silbando a centímetros de la mandíbula de Alí. Y salté, como el día de la pelea, cuando después de una carga fulgurante Foreman se fue a la lona para la cuenta de diez. Rescato este episodio para evidenciar la longevidad de los sentimientos y de las emociones. Porque estoy seguro de que cualquiera de esa generación vibraría igual al ver de nuevo ese combate.
Seguramente, quienes llegaron a estas alturas del artículo se estarán preguntando a qué vienen estos aparentes desvaríos: Los escribí como antecedentes para referirme a la polémica que sigue provocando la pelea de Román “Chocolatito” González con el Gallo Estrada.
En una escena verdaderamente surrealista el rival mexicano se presentó con la bandera de Nicaragua y el nacional ataviado con símbolos de la dictadura que repudia la gran mayoría de los nicaragüenses. Lo natural, lo lógico, en cualquier país del mundo, es que los aficionados al boxeo, y aún los no aficionados, respaldaran al nacional.
Pero no ocurrió así. ¿Por qué?
En este episodio, lo deportivo es un detalle menor. Lo verdaderamente relevante es la magnitud de la herida que deja al descubierto: Una muestra palpable de hasta qué punto se encuentra quebrantada nuestra identidad colectiva.
Sin duda, la herencia más funesta de Ortega es haber sembrado y cultivado tales semillas de división, confrontación y hasta odio. Reabrió viejas heridas y abrió otras, que probablemente llevará décadas sanar.
La dictadura llega al extremo de pretender apropiarse del legado de poetas, y se ponen a cancanear ridículamente poemas de Darío; así como de caciques indígenas, gestas y héroes, desfigurando memorias e historias, destruyendo el sentido de pertenencia y descuartizando el sentimiento de nación.
De tanto falsificar y ningunear la verdad Ortega ha terminado, incluso, por devaluar acontecimientos históricos que tejieron lazos de nación, como la Guerra Nacional en contra de William Walker y sus filibusteros. Su manoseo es tan delirante que falta poco para que se declare heredero de los héroes de San Jacinto.
Hasta las celebraciones de La Purísima y las fiestas patronales, en otros tiempos fragua de tradiciones, alegrías, devoción o jolgorios compartidos, la dictadura los ha transformado en motivo de recelos y malquerencias.
En este contexto, Román González podrá tener las preferencias políticas que quiera: Ese es un detalle frente al abismo que subyace en el fondo. Aunque, por supuesto, como atleta de proyección internacional, como profesional, no tiene derecho a irrespetar y escarnecer al pueblo nicaragüense.
Lo fundamental aquí es la profunda ruptura que el dictador más nefasto de nuestra historia y sus secuaces han provocado en nuestro sentido de pertenencia nacional, con sus abusos, crímenes y profanaciones. Restañar esas heridas y reconstruir el sentimiento de nación es otro desafío que tenemos por delante.