18 de marzo 2021
John Maynard Keynes fue un defensor incondicional del New Deal del presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt. La senda hacia un futuro civilizado, escribió, pasó por Washington, no por Moscú: una réplica directa a los idealistas —entre quienes se contaban algunos de sus alumnos— que confiaron en el comunismo.
Pero Keynes tuvo sus críticas hacia FDR, específicamente, creyó que Roosevelt se equivocó al mezclar recuperación y reforma. La recuperación de la crisis era su prioridad; las reformas sociales «incluso aquellas sensatas y necesarias», pueden dificultar la recuperación porque destruyen la confianza de las empresas. Presagiando los debates actuales sobre las prioridades de las políticas económicas pospandemia, Keynes sostenía que la secuencia adecuada sería clave para el éxito del New Deal.
Los asesores que formaban parte del «grupo de cerebros» (brain trust) de FDR eran reformistas, no keynesianos, y su visión era diferente. Atribuían la Gran Depresión al excesivo poder de las corporaciones y pensaban que el camino hacia la recuperación dependía del cambio institucional. Por ello, el llamado estímulo keynesiano era un componente menor del New Deal: un tratamiento de emergencia al que sucederían curas de más largo plazo.
El propio Keynes sostuvo reiteradamente que el gasto federal adicional del New Deal era insuficiente para lograr una recuperación completa. El total del paquete de estímulo de FDR, 42 000 millones de dólares —utilizado en su mayor parte en los primeros tres años de su presidencia, entre 1933 y 1935— representaba aproximadamente el 5-6 % del PBI de EE. UU. en la época. Keynes, con una visión optimista del multiplicador fiscal, estimaba que debía ser el doble.
Paul Krugman, premio Nobel de Economía, dijo aproximadamente lo mismo sobre el estímulo de 787 000 millones de dólares del presidente Barack Obama en 2009, que representaba el 5.5 % del PBI. Sobre la base de esos inciertos cálculos, el plan de rescate del presidente Joe Biden, de 1,9 billones de dólares —equivalente al 9 % del PBI actual— parece relativamente adecuado.
Keynes se refería al estímulo fiscal, era famoso su escepticismo frente al estímulo monetario que habían intentado tanto el presidente Herbert Hoover en 1932 como FDR en 1933, ahora llamado «medidas monetarias heterodoxas» o, más sencillamente, flexibilización cuantitativa (FC). Entonces, al igual que ahora, la meta era recuperar los precios mediante la emisión de dinero.
El más polémico de esos esquemas, la compra de oro a mansalva de Roosevelt, estaba diseñado para contrarrestar el colapso de los precios de los productos básicos. Como explicó FDR en una de sus famosas charlas informales, elevar el precio de los cerdos también elevaba los ingresos y la capacidad de compra de los granjeros. De hecho, la compra de oro gran escala por el Tesoro y la Corporación para la Reconstrucción Financiera de EE. UU. fue incapaz de incidir sobre los precios de los cerdos (o de cualquier otra cosa).
La rección de Keynes fue mordaz: la suba de precios es resultado de la recuperación, no su causa, sostuvo, y agregó que tratar de incrementar la producción aumentando la cantidad de dinero era como «comprar un cinturón más grande para engordar». Lo único que hizo el programa de compra de oro de FDR fue reemplazar la acumulación de oro por acumulación de moneda; sin embargo, los economistas continuamente reinventan la rueda equivocada. Los programas de FC de 2009-16 encarnan la misma teoría equivocada y fracasaron de la misma manera en sus intentos por elevar el nivel de precios.
Del mismo modo, Keynes criticó las disposiciones de la Corporación para la Reconstrucción Financiera, que intentó lograr la recuperación con el fortalecimiento de la posición del trabajo. Creía que también en este caso el orden era incorrecto: el momento de cargar a las empresas con costos adicionales no era antes de que la recuperación estuviese garantizada, sino después. Y aunque Keynes nunca desafió la promesa de FDR de expulsar del templo a los cambistas, debe haberse preguntado cuál sería su impacto sobre la confianza de un sistema financiero paralizado.
Por último, a Keynes le preocupaba que mezclar recuperación con reforma estuviera dando al gobierno de FDR «demasiado en lo que pensar al mismo tiempo». Esta observación debiera servir de advertencia a quienes ven en una crisis económica la posibilidad para impulsar todos sus esquemas favoritos, independientemente de su coherencia temporal.
El énfasis de Keynes en la importancia del orden adecuado de las políticas es extremadamente relevante hoy día, pero mientras salimos de la pandemia de la covid-19 la diferencia entre recuperación y reforma —y, por tanto, entre la política macro- y microeconómica y la de corto y largo plazo— es menos clara de la que percibían Keynes y otros en la década de 1930.
En primer lugar, una política de pleno empleo está ahora obviamente vinculada con las aptitudes de los trabajadores, lo que no era el caso en la década de 1930. El motivo por el cual había tantos desempleados en ese entonces no era que carecieran de las habilidades requeridas por la industria, sino que la demanda agregada era insuficiente.
Keynes escribió entonces en diciembre de 1934 que la idea subyacente al gasto de «una pequeña suma de dinero» por el gobierno era lograr que «los individuos y las empresas gasten una suma mucho mayor». En qué lo gastaran no preocupaba a los responsables de las políticas.
Pero en la era actual de la automatización, ningún Gobierno puede permitirse una actitud tan displicente en cuanto a la sostenibilidad del empleo. Ya en 1930, de hecho, Keynes previó que el desempleo tecnológico sería un problema que estaría fuera del alcance del manejo de la demanda.
Desde entonces, la aceleración de la redundancia en los empleos amplió lo que Keynes llamaba la «agenda» del gobierno. El especial, el Estado debe preocuparse fundamentalmente por la velocidad de la innovación tecnológica, la elección de tecnologías y la distribución de las ganancias de productividad que la tecnología permite.
En los próximos años, la política keynesiana de pleno empleo, carente de complicaciones, tendrá que dar paso no solo a una garantía de capacitación, sino también a una garantía de ingresos a medida que cambie el carácter del trabajo y se reduzca la cantidad necesaria de trabajo humano. El empleo sostenible puede entonces resultar muy distinto de lo que ahora consideramos como pleno empleo.
Y tenemos además la sostenibilidad ambiental, aunque Keynes entendía que el Estado tendría que hacerse cargo de una parte mucho mayor de la inversión, esto era básicamente para suavizar las fluctuaciones del ciclo de negocios, no para trazar un futuro ecológicamente sostenible. (Las conferencias sobre nutrición siempre lo aburrieron). Era demasiado liberal o, tal vez, demasiado de su época, para creer que la agenda gubernamental debía incidir deliberadamente sobre el futuro a través de los proyectos de inversión y consumo que eligiera.
Hoy día, la reforma económica eclipsa a la recuperación en un grado mucho mayor que cuando Keynes las diferenció, pero esta forma de fijar la relación es un claro punto de partida desde donde construir ambas de mejor modo.
*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate.