11 de marzo 2021
CHICAGO – Aunque resulte difícil de creer para quienes vieron el espectáculo, el reciente segundo juicio político contra el expresidente estadounidense Donald Trump en el Senado sugiere que la democracia estadounidense sigue siendo sólida. Los cuatro años de desacato grandilocuente y flagrante de Trump a la tradición y los procedimientos habían socavado la confianza en la capacidad de recuperación del sistema político estadounidense, pero los procedimientos del juicio político parecieron afirmar la fortaleza de las instituciones democráticas del país.
El gobierno de Trump sacudió a EE. UU. con el rechazo activo de esas instituciones, que culminó con la invasión del Capitolio estadounidense el 6 de enero por una turba convocada por Trump. Parece que con el presidente Joe Biden se recuperó el equilibrio.
De hecho, la democracia estadounidense aún es vulnerable, principalmente por la falta de compromiso de muchos de sus habitantes con las instituciones democráticas. Mientras Trump trabajaba para desinstitucionalizar al país y enriquecerse durante su mandato, el Partido Republicano se cruzó de brazos o, en algunos casos, lo aplaudió, allanando el camino a la sedición. Muchos estadounidenses y una porción considerable de la élite política estuvieron dispuestos a ver caer la democracia, una sensación que se intensificó cuando todos los senadores republicanos, excepto siete, votaron para absolver a Trump en febrero.
Por supuesto, aun cuando el juicio en el Senado no logró alcanzar la mayoría de dos tercios necesaria para declararlo culpable de incitar la insurrección del 6 de enero, sus esfuerzos para anular la elección presidencial de 2020 fracasaron. Las instituciones políticas estadounidenses prevalecieron y triunfó la democracia. Trump no pensó estratégicamente ni contó con un plan para traducir sus tendencias autocráticas en nuevas instituciones autoritarias.
De todas formas, asusta que un aspirante a autócrata más serio y hábil hubiera podido alcanzar el éxito donde Trump fracasó, no cuesta mucho entender cómo pudo haber ocurrido.
Los autócratas exitosos necesitan algo que se asemeje a un proyecto político integral. A fin de cuentas, el «América primero» de Trump fue principalmente una pose, porque no podía producir mejoras reales en las vidas de sus electores. Todos los autócratas exitosos —como el expresidente venezolano Hugo Chávez, el presidente argentino de posguerra Juan Perón y el actual presidente ugandés Yoweri Museveni— de alguna manera «cumplieron» frente a sus principales votantes.
Trump logró beneficios, pero solo para los ricos, eliminando impuestos y normativa legal. Sus gestos simbólicos no perdurarán y su eslogan «Que América vuelva a ser grande» está destinado a ser sepultado en el fondo de millones de armarios estadounidenses.
Los republicanos harían bien en tener esto en cuenta. En lugar de ello, gran parte del partido, tanto en el Congreso como a nivel local y estatal, aún se aferra a la falsa narrativa del fraude electoral y apoya a los insurgentes, o propone que la toma por asalto del Capitolio fue una puesta en escena para debilitar a Trump.
Esto es extremadamente preocupante. Perón pudo gobernar como lo hizo después de la Segunda Guerra Mundial porque la creciente intromisión presidencial en la Corte Suprema y las instituciones políticas argentinas había erosionado esos organismos durante los 15 años previos. La mayoría de los estadounidenses no desea seguir ese camino, aun cuando sí lo hagan muchos de sus líderes políticos electos.
Afortunadamente, el sistema político estadounidense cuenta con muchas fuentes de resiliencia, una de ellas es la integridad de los funcionarios locales y estatales, como la de quienes certificaron el resultado de las elecciones presidenciales de noviembre pasado en Michigan —a pesar de las amenazas de los partidarios de Trump— y la del gobernador republicano y los administradores de las elecciones de Georgia, que hicieron frente a las amenazas del propio Trump. Otra es el poder judicial: hasta los jueces nombrados por Trump se negaron a dar credibilidad a las afirmaciones infundadas de fraude electoral propagadas por el presidente y sus aliados. Eso funcionarios hicieron su trabajo y creyeron en el sistema.
Pero el talón de Aquiles del llamado populista de Trump fue su antiestatismo extremo. Odiaba al gobierno y no podía tolerar que se fortalecieran sus capacidades. Como prueba no hace falta más que ver la innumerable cantidad de vacantes en el gobierno federal para las que no hubo nombramientos durante los cuatro años de su período; ni qué hablar de la desastrosa respuesta de su gobierno ante la COVID-19, coronada por una chapucera implementación de las vacunas.
Los líderes populistas exitosos, por el contrario, aprovechan el poder del Estado de manera discrecional para crear puestos de trabajo para sus partidarios y proporcionarles bienes y servicios. Eso repugnaba a Trump... y pagó el precio electoral por ello. Muchos estadounidenses enfrentan problemas genuinos y Biden, afortunadamente, no sufre de una antipatía contra el poder del Estado que lo ate de pies y manos para mejorar sus vidas.
La supervivencia de la democracia requiere que tanto el Estado como la sociedad sean fuertes y se contrapesen. Para mantener este equilibrio es necesario un esfuerzo constante que, en última instancia, genera una mayor capacidad estatal para brindar a los ciudadanos lo que desean y fomenta una mayor movilización social para monitorear esa capacidad.
Este es el corredor en el cual Trump no podía funcionar; también es, esperemos, el punto donde todos quienes aspiran a destruir la democracia fracasarán en última instancia.