28 de febrero 2021
Javier Ramírez solo había visto pingüinos en la tele. Eso cambió a sus 34 años, el 24 de enero de 2021, cuando llegó a la Isla Decepción, en la Antártida. Al pisar tierra en el gélido continente, unos pingüinos serían los anfitriones, una imagen, que sumada a la sensación de -12 grados centígrados de temperatura ambiente, no olvidará jamás.
Este joven de 34 años es el primer nicaragüense en la Base Gabriel de Castilla, una de las dos bases españolas ubicadas en la Isla Decepción del Archipiélago de las islas Shetland del Sur, en la Antártida. Ahí vio cómo los militares españoles colocaban en el mástil la bandera de Nicaragua, junto con la de España, un gesto que lo conmocionó y llenó de orgullo, contó a CONFIDENCIAL unos días antes de cerrar lo que sería uno de los episodios más emocionantes de su vida: un mes en la Antártida como investigador científico.
Ramírez formó parte de la XXXIV Campaña Antártica Española junto a otras 17 personas entre militares y científicos. La misión, que se programa anualmente durante la época de verano en esa zona del mundo, fue coordinada por el doctor Manuel Berrocoso Domínguez, quien ha visitado el continente desde las primeras campañas y es director del Laboratorio de Astronomía de la Universidad de Cádiz, de España, lugar en que el nicaragüense realiza su doctorado en Ingeniería Informática.
Durante las cuatro semanas se dedicó junto a sus compañeros a instalar aparatos y recoger datos de la isla volcánica para distintos proyectos: él se dedicó a la parte geodésica y geodinámica de la isla, la termometría y la oceanografía, otros a estudiar el permafrost, los suelos congelados y el cambio climático, algunos a analizar la fauna del sitio.
No hubo descanso por aquellos días de arduo trabajo, tampoco monotonía, aseguró Ramírez. “Un día vas a una estación, otro instalas un GPS y luego tienes que procesar datos, después instalar un sistema de comunicación para mandar los datos, tal vez otro día te toca subir a la pingüinera a instalar un sensor térmico. No descansaba ni sábado ni domingo”, describió. Durante su estadía le tocó incluso dar una charla sobre la actividad sísmica y volcánica en Nicaragua.
Una larga travesía
El viaje del grupo de científicos fue largo y cansado, sobre todo porque en esta ocasión debieron sortear las dificultades impuestas por la pandemia de coronavirus, razón por la que, además, la visita que usualmente es de tres o cuatro meses, esta vez fue solo de un mes.
Ramírez vive en Puerto Real, una ciudad de Cádiz, de la que partió en su vehículo personal para llegar a Madrid. Ahí tomó un vuelo trasatlántico que lo llevó hasta Santiago de Chile, donde tomó otro vuelo que lo trasladó hasta la punta sur del país, a la ciudad y puerto interoceánico de Punta Arenas, en la provincia de Magallanes.
Ahí el grupo tuvo que confinarse por quince días en un hotel, en medio del temor de que alguno de ellos resultara positivo con covid-19, pues ello implicaría la cancelación de la campaña. Tomaron la prueba y los resultados fueron negativos, así que continuaron el viaje, esta vez a bordo del Buque Oceanográfico Sarmiento de Gamboa durante casi siete días.
“Muy dura la navegación, porque pasamos por el pasaje de Drake o mar de Hoces. Ahí las aguas son muy violentas y la verdad que se pasa muy mal. Fue una experiencia dura”, recordó.
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Por fin, arribaron a la Isla Decepción, desembarcaron y fueron trasladados a las orillas en botes ya vistiendo trajes especiales de supervivencia para esas circunstancias climatológicas adversas. Si una persona cae al agua sin ese traje, puede morir de hipotermia en cinco minutos, explicó. Pisaron tierra y se dirigieron a la Base Gabriel de Castilla, gestionada por el Ejército de Tierra del Ministerio de Defensa de España.
La estadía en la Antártida
La base militar está diseñada para recibir a los equipos de investigadores: cuenta con varios “módulos de vida”, con gimnasio, una pequeña clínica a cargo de una doctora, varias bodegas, entre ellas una con todos los alimentos necesarios para el equipo durante los 30 días.
“El agua que consumimos viene de un cráter volcánico, de una laguna que se llama La Isla Zapatilla. Hay un sistema de calefacción y un sistema de purificación para poder utilizar el agua y le hacen análisis cada cierto tiempo”, detalló. La energía proviene de motores de combustible que abastecen y hacen la base acogedora en medio de lo inhóspito de la isla.
Afuera de la base, la isla desierta era extremadamente fría y oscura, con apenas unas cuantas horas de sol y tiempo sumamente cambiante, fuertes ventiscas que dejaban todo cubierto de nieve cada cierto tiempo.
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En medio de esas condiciones Ramírez salía a realizar su trabajo, a veces en vehículos especiales que los trasladaban a distintas zonas, a veces a pie cargando equipos especializados que debía instalar. A veces no podía salir del todo, por los bruscos cambios meteorológicos y fuertes vientos.
Los pingüinos, las focas y los lobos marinos eran también parte del paisaje. Es prohibido acercarse a los animales, pero algunos se acercaban a ellos, curiosos al ver a los investigadores trabajar. “Si los pingüinos se acercan a ti, eso es otra cosa, pero tú no te puedes acercar a ellos, tienes que estar a diez metros de distancia. Algunos me persiguieron, pero no son peligrosos. Los que son un poco más peligrosos son los lobos marinos que pueden asustarte. Te persiguen y tienen buena velocidad, pero tú tienes que alejarte de ellos”, recordó.
“La verdad es que no he echado de menos nada. Me he sentido muy bien, he aprendido muchísimas cosas”, dijo desde la base, y agradeció la calurosa acogida que sintió de parte del equipo en el que todos eran españoles, excepto él.
Fue una experiencia que le marcó la vida. “No cualquiera viene a la Antártida, no puedes agarrar ningún vuelo comercial para ir a la Antártida. Tienes que estar dentro de la comunidad científica, ser seleccionado”, dijo con orgullo.
“Me llevo el trabajo duro, los paisajes maravillosos e impresionantes, un cráter de una laguna, ver el Puerto Foster, fumarolas, el contraste del negro de los sedimentos volcánicos con la blancura de la nieve, ves todo el paisaje en 360 grados y te sientes que estás en… bueno, como en el fin del mundo”, agregó.
La pasión por la geodinámica
Pero, ¿cómo llegó este nicaragüense a formar parte de esta misión en la Antártida? Ramírez se graduó de la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI) como ingeniero en computación y trabajó durante casi nueve años en el Instituto Nicaragüense de Estudios Territoriales (Ineter) como responsable de informática de la Dirección de Geología y Geofísica y Dirección de Sismología.
Empezó a ir al campo como apoyo de los técnicos de mantenimiento de la red sísmica y así empezó a apasionarse por los estudios sísmicos y volcánicos en un país como Nicaragua, con una gran interacción de las placas tectónicas, una cordillera volcánica muy peligrosa, y con “una meteorología complicada”, describió.
“Soy sismólogo y vulcanólogo de corazón”, dijo, al recordar cómo se fue adentrando en esos campos de estudio a medida que participaba de talleres en Japón, México, Suiza, Colombia, Puerto Rico, y se relacionaba con expertos extranjeros que llegaban al país. Encontró, además, que el propósito de esas disciplinas era noble: salvar vidas humanas al producir información que contribuyese a tomar mejores decisiones de evacuación y prevención ante estos fenómenos.
El joven reparaba los equipos especializados, les daba mantenimiento a los sistemas de adquisición, de monitoreo y de análisis. Se encargó, incluso, de la instalación de la red geodésica en el Volcán Concepción de la Isla de Ometepe.
Científicos de la Universidad de Cádiz llegaron a Nicaragua a observar la deformación geodinámica del volcán y luego de trabajar con él le propusieron que estudiara un curso de un par de meses sobre tecnología GPS en esa universidad. Fue así como conoció al doctor Berrocoso y empezó una relación muy estrecha.
“Lo veo como a un padre”, aseguró. El investigador español lo animó a que estudiara un posgrado, luego una maestría en Investigación en Ingeniería de Sistemas y tan solo un mes después de presentar la tesis, le dijo que debía seguir con el doctorado, del cual actualmente cursa su tercer año.
"Hay que tener hambre"
Hizo todos esos estudios becado. Las oportunidades llegaron porque se le notaba “el hambre”, reflexionó. “Lo que vieron en mí fue deseo de superación y hambre. Hay que tener hambre siempre. Hambre profesional. Hambre de mejorar. Yo nunca me imaginé tener un máster en España. Ni siquiera me imaginé viajar, subirme a un avión, pero cuando tienes muchos deseos de superación, cuando tienes retos y tienes la necesidad de llegar a la cima, te tienes que tirar a pesar de todos los obstáculos”, reflexionó.
Ese hambre no faltó desde su niñez, tampoco los retos. Javier Ramírez creció en Acahualinca en Managua, un barrio pobre a las orillas del Lago de Managua y del basurero La Chureca. Su madre era profesora en una escuela pública y su padrastro trabajaba como guarda de seguridad. Los salarios daban solo para lo justo en la manutención de él y su hermano menor.
Desde el “módulo de vida” de la Antártida, el joven científico se trasladó al momento en que se enamoró de la informática, cuando un tío llevó una computadora muy vieja que había comprado “en pagos”, de esas que usaban todavía el sistema MS-DOS.
Más tarde, cuando ya era un adolescente en secundaria, se dio cuenta de su enorme habilidad en ese campo. Para ayudar en la casa con un poco de dinero extra para la comida, Ramírez ofrecía mantenimiento básico de computadoras y con sus amigos del barrio empezó un exitoso negocio: recogían en La Chureca, para luego reparar y vender, las computadoras y equipos que los camiones de basura llegaban a desechar. Todo terminó cuando los conductores de los camiones se dieron cuenta del valor de las piezas y se adueñaron de ellas para venderlas a sus propios clientes.
El camino no ha sido fácil, recordó también cuando en la universidad a veces le hacían falta los cinco córdobas para tomar la ruta 102 de ida y vuelta a la universidad, pero “el hambre” siempre estuvo y sigue estando ahí. Dijo que después del doctorado le gustaría hacer un post doctorado en Suiza. “Si trabajas en ciencia, no puedes dejar de estudiar, no hay que ser conformista”, reflexionó.
Desde el frío de la Antártida, Javier Ramírez contó que extraña a su familia que sigue en Nicaragua. En la calurosa Managua viven su esposa e hijo, que esperan su regreso. El niño de cuatro años le ha pedido que le lleve un pingüino. “Ya le dije que es prohibido”, dijo riendo.