26 de enero 2021
Hace cincuenta años, desde el balcón de la Federación de Estudiantes de Chile, Salvador Allende decía a sus seguidores: “Yo les pido que comprendan que soy tan solo un hombre, con todas las flaquezas y debilidades que tiene un hombre, y si pude soportar —porque cumplía una tarea— la derrota ayer, hoy sin soberbia y sin espíritu de venganza, acepto este triunfo que nada tiene de personal”.
La humildad de Allende como líder político es una de las virtudes que lo distinguen dentro de la historia de la izquierda latinoamericana. Era la cuarta vez que aquel médico cirujano, nacido en Santiago en 1908, aspiraba a la presidencia. En tres ocasiones, 1952, 1958 y 1964, había sido derrotado, aunque en la tercera obtuvo 38% de los votos, más que los que le dieron la victoria en 1970, como candidato de la alianza Unidad Popular, frente al expresidente Jorge Alessandri y el demócrata cristiano Radomiro Tomic.
La falta de soberbia le hizo decir que provenía de la derrota. Pero lo cierto es que había logrado triunfos fundamentales para la izquierda dentro de la democracia chilena. Fundador del Partido Socialista en 1933 —no el Comunista creado por Luis Emilio Recabarren en 1922—, Allende fue Ministro de Salubridad del gobierno del Frente Popular encabezado por Pedro Aguirre Cerda entre 1938 y 1941. Luego de dirigir su partido, el médico llegó al Senado de Chile en 1945 y, en los años 60, ocupó la presidencia de la cámara alta, hasta que lanzó su candidatura a las elecciones de 1970.
En Conversación con Allende (1971), Régis Debray dio la palabra al presidente, quien insistió en que el triunfo de Unidad Popular, donde los socialistas se aliaron a los comunistas, los socialdemócratas, los radicales y el cristianismo progresista, no hubiera sido posible sin esa tradición de izquierda democrática que se remontaba a las primeras décadas del siglo XX. La fe de Allende en la democracia y el pluralismo fue tan poderosa como para soportar cuatro campañas electorales y no atentar contra la libertad de expresión y asociación durante los tres años que duró su gobierno.
La clave de la llamada “vía chilena al socialismo” era la aplicación de un programa de reformas sociales profundas —nacionalización del cobre, el carbón, el hierro, el salitre y el acero; radicalización de la reforma agraria iniciada por los gobiernos de Jorge Alessandri y Eduardo Frei; control del 90% de la banca— sin abandonar el marco constitucional de 1925, ni alterar el gobierno representativo o el sistema de partidos.
En la conversación con Debray, Allende sostuvo siempre que sus diferencias con la Revolución Cubana, con Fidel Castro y el Che Guevara, eran tácticas, pero en varios momentos anotaba sus múltiples discordancias con los comunistas. Su idea del socialismo no estaba reñida con las buenas relaciones con toda la comunidad internacional, con la lectura de Trotski, con el rechazo a asumir el leninismo como un “catecismo político” o con la crítica al modelo de partido único.
Nunca renunció a llamar “revolución” lo que intentaba impulsar en Chile, pero se refirió al proyecto de Unidad Popular como una alternativa de construcción del socialismo con democracia, frente a las grandes experiencias comunistas del siglo XX: la soviética, la china o la cubana. El golpe de Estado que derrocó a Allende en septiembre de 1973 y que lo llevó a la inmolación contribuyó a propagar la tesis de que los socialismos democráticos estaban condenados al fracaso.
En su Conversación interrumpida con Allende (1998), el sociólogo chileno Tomás Moulian sostuvo que hasta 1989 aquella tesis del fracaso de los moderados tenía cierta validez. Sin embargo, el mundo posterior a la caída del Muro de Berlín y a los socialismos reales, decía Moulian, no hizo más que dar la razón a Allende. El “legado de la revolución conseguida por la vía pacífica” y del “reformismo radical en democracia” está más vivo que nunca en todo el mundo.
*Este artículo se publicó originalmente en La Razón, de México.