13 de diciembre 2024
La dictadura bicéfala de Daniel Ortega y Rosario Murillo ha consolidado lo que solo puede describirse como un sultanato medieval, un régimen construido a la medida de su ambición desmedida, donde la ley no es más que un adorno vacío, diseñado para justificar sus abusos y perpetuar su control absoluto sobre Nicaragua. En este contexto, resulta profundamente irónico —y, a la vez, indignante— que quienes han desmantelado el Estado de derecho y pisoteado los principios fundamentales del derecho constitucional e internacional recurran ahora a la Corte Centroamericana de Justicia (CCJ) exigiendo una “opinión consultiva obligatoria”. Este intento desesperado no es más que una nueva maniobra para manipular las instituciones regionales y proyectar una falsa apariencia de legitimidad.
Ortega y Murillo, ilegítimos en origen y en ejercicio, han transformado a Nicaragua en un laboratorio de represión, donde las normas democráticas han sido sustituidas por decretos diseñados para consolidar su dominio. En 2022, rompieron oficialmente con la Organización de los Estados Americanos (OEA), un acto que, según el Protocolo de Tegucigalpa, debería haber significado la exclusión inmediata de Nicaragua del Sistema de la Integración Centroamericana (SICA). Este organismo se funda en los principios democráticos del sistema interamericano, y el artículo 4 del Protocolo establece explícitamente que los Estados miembros deben respetar los valores de la Carta de la OEA. La permanencia de Nicaragua en el SICA no solo es legalmente insostenible, sino que representa una afrenta directa a los principios que este organismo dice defender.
La situación actual pone al SICA frente a una prueba de fuego histórica. Durante años, esta institución ha acumulado un preocupante historial de inacción y complacencia. Mientras la democracia se deterioraba en Nicaragua y otras partes de la región, el SICA ha optado por mirar hacia otro lado, priorizando la diplomacia de las apariencias sobre la acción contundente. En lugar de liderar la integración y el desarrollo de Centroamérica, se ha convertido en un foro paralizado, incapaz de ofrecer soluciones concretas a los desafíos que enfrentan los ciudadanos de la región. La parálisis del SICA ha permitido que regímenes como el de Ortega lo utilicen como un vehículo para su agenda autoritaria, alineando al organismo con potencias extranjeras como Rusia y China.
Sin embargo, hay una distinción importante que debe hacerse entre el sistema de integración como tal y las decisiones coherentes que algunos países miembros están tomando de manera individual y colectiva. Gobiernos como los de Guatemala, Costa Rica, Panamá y República Dominicana han rechazado abiertamente la candidatura de Denis Moncada, excanciller nicaragüense y leal operador del régimen Ortega-Murillo, para ocupar la Secretaría General del SICA. Este rechazo, es un acto significativo de valores democráticos que envía un mensaje claro: las instituciones del SICA no están a la venta y no serán utilizadas como peones de una dictadura que ha traicionado los valores más básicos de la integración regional.
Aunque el sistema como tal ha mostrado grietas preocupantes, las posturas de estos Gobiernos demuestran que aún hay razones para la esperanza. Su firmeza al oponerse a los intentos de manipulación del régimen de Ortega es un recordatorio de que la democracia y los derechos humanos siguen siendo principios irrenunciables para muchos Estados de la región. Este gesto no solo fortalece la legitimidad del SICA, sino que también ofrece una oportunidad única para revitalizarlo.
El SICA aún puede reivindicarse, pero solo si demuestra que está dispuesto a actuar con valentía y determinación frente a las amenazas a sus principios fundacionales. La acción conjunta de estos países es un paso en la dirección correcta, y si otros Estados miembros siguen su ejemplo, el sistema podría recuperar la confianza de los pueblos centroamericanos. De lo contrario, el SICA corre el riesgo de convertirse en un vestigio vacío, incapaz de responder a las necesidades y aspiraciones de los ciudadanos que debería representar.
Por ahora, el rechazo a Moncada y a los otros candidatos de la dictadura sandinista, es una pequeña victoria, pero también un gran símbolo de resistencia frente al autoritarismo. Es un indicio de que, incluso en los momentos más oscuros, el compromiso con la justicia y la democracia puede prevalecer. La región necesita más de este tipo de liderazgo, porque el futuro de Centroamérica depende de que sus instituciones sean coherentes con los valores que las fundaron. El SICA está en un punto de inflexión, y lo que suceda ahora definirá su relevancia en las próximas décadas.