23 de enero 2021
NUEVA YORK – A muchos de los comentaristas que intentan entender a Donald Trump y al trumpismo, algunos conceptos de resonancia histórica, como el fascismo, les aportaron claridad. Sin embargo, el elemento más condenatorio de esa semejanza histórica, el fenómeno del genocidio, no ha llegado todavía a adquirir relevancia en la discusión pública en EE. UU.
En este aspecto, Estados Unidos quedó a la zaga de Brasil, donde Gilmar Mendes, un juez de la Suprema Corte Federal de Brasil, advirtió el pasado julio que la cobarde respuesta del presidente brasileño Jair Bolsonaro ante la COVID-19 podría convertir a su gobierno en culpable de un genocidio contra los pueblos indígenas.
La cantidad de muertos por la COVID-19 en EE. UU. ya superó los 400 000, tal vez es hora de que la cultura dominante estadounidense reconozca el propio potencial genocida del trumpismo. Al igual que en Brasil, las comunidades indígenas en EE. UU. sufrieron en forma desproporcionada por la pandemia, lo que llevó al especialista Nick Estes a comparar la respuesta del gobierno de Trump con el genocidio original contra los nativos americanos.
Compartimos las preocupaciones de Estes, la priorización sistemática por el gobierno de las cuestiones políticas por encima de la salud pública aumentó el riesgo para las comunidades negras e indígenas en formas que podrían conllevar su responsabilización por lo ocurrido.
Después de todo, sabemos desde abril que el virus estaba teniendo un impacto mayor sobre las comunidades afroamericana, latina e indígena. Sin embargo, desde entonces, Trump y sus compañeros republicanos abiertamente fomentaron las protestas contra los confinamientos y cuestionaron la necesidad de medidas de protección tan básicas como la obligación de usar tapabocas.
Debido a un irresponsable desprecio por la salud pública en los más altos niveles, EE. UU. y Brasil son los líderes mundiales en muertes totales por la COVID-19. No se trata de una casualidad, si tenemos en cuenta que Bolsonaro reprodujo deliberadamente la estrategia política de Trump. Al igual que los líderes fascistas en el pasado, ambos niegan toda responsabilidad por las muertes que causaron sus acciones. Ambos distorsionan habitualmente la realidad y se presentan como redentores «del pueblo». No es ninguna sorpresa que Bolsonaro se cuente entre los pocos líderes de países que refrendaron las mentiras de Trump sobre el «robo» de las elecciones estadounidenses.
Bolsonaro además desestimó alegremente las estadísticas sobre las muertes por COVID-19 y preguntó «¿A quién maté»? Es cierto, definir el genocidio es extremadamente difícil. La Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, adoptada por las Naciones Unidas en 1948, se limitó a situaciones en que fueron afectados grupos étnicos y raciales, para evitar el veto de la Unión Soviética se excluyó a los grupos políticos; pero esta conveniente excepción no debiera limitar nuestra evaluación moral de los actos de los gobiernos. Cuando las políticas que derivan en muertes masivas se basan en decisiones netamente políticas, hay que rendir cuentas.
El trumpismo y el bolsonarismo subsisten gracias a la propaganda y la interferencia política en instituciones independientes (como los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades de EE. UU.). La consecuencia fue una interminable cadena de mentiras y teorías conspiratorias que socavaron los mecanismos para responsabilizar a quienes están en el poder. Este enfoque ya tuvo consecuencias catastróficas para las poblaciones minoritarias, la cuestión es si las políticas de desinformación y desatención deliberada de esos gobiernos se pueden considerar, además, como delictivas.
Como ejemplo histórico, consideremos el papel, bien documentado, que el estalinismo tuvo en el «Holodomor», la ola de hambrunas que afectó a Ucrania en 1932 y 1933, y causó millones de muertes. Cuando se evalúa desde el punto de vista moral el legado de Stalin, que este episodio específico pueda ser considerado técnicamente como genocidio, en gran medida, no viene al caso. Como señaló el historiador Timothy Snyder en Bloodlands, cada una de las decisiones que llevaron a las muertes masivas en Ucrania «puede parecer una política administrativa anodina... y cada una de ellas fue, ciertamente, presentada como tal en su momento». Stalin, también pudo preguntar «¿A quién maté»?
Más allá de un período de confusión inicial a principios de 2020, los científicos y expertos sanitarios saben desde hace tiempo que los tapabocas, las restricciones a las reuniones presenciales, los análisis de detección y el rastreo de contagios generalizados, y una mayor conciencia del público pueden limitar sustancialmente la difusión y los efectos de la COVID-19. Trump y Bolsonaro rechazaron esas políticas y, en su lugar, promocionaron curas milagrosas al tiempo que prometían que el virus simplemente «desaparecería».
Más aún, el grupo de trabajo del gobierno de Trump contra la COVID-19, dirigido por el yerno del presidente, Jared Kushner, abandonó el plan de respuesta nacional que estaba preparando durante los primeros meses de la pandemia. «Debido a que el virus golpeó más duramente a los estados azules», dijo una fuente interna del gobierno a Vanity Fair, refiriéndose a las jurisdicciones controladas por los demócratas, «no hacía falta un plan nacional y tampoco tenía sentido políticamente».
Así, para abril, Trump ya había comenzado a solicitar la reapertura del país. Como sostuvo en ese momento Adam Server, de The Atlantic, el gobierno «no consideró que valiera la pena dedicar esfuerzos o dinero a salvar las vidas de quienes estaban muriendo». Los responsables de las políticas sabían que la cantidad de muertes era desproporcionadamente mayor entre los pobres y las comunidades minoritarias, que no eran vulnerables por motivos congénitos, sino como resultado de profundas desigualdades sociales y estructurales. No actuaron para reducir la cantidad de muertes.
Esto no implica que el gobierno de Trump haya decidido conscientemente implementar una política que descuidara a las poblaciones minoritarias para eliminarlas. En ese caso, decididamente se aplicaría la definición de genocidio de la ONU, pero recordemos al Holdomor, si las políticas que pusieron en peligro la salud de los ucranianos respondieron a motivos netamente políticos, parece razonable comparar esas hambrunas, desde un punto de vista moral, con un genocidio.
La cuestión, en el pasado y hoy día, se relaciona con el grado en el que las decisiones políticas son realmente fundamentales para el resultado final. En el caso de la COVID-19, el periodismo de investigación ya demostró que la acción inicial del gobierno de Trump respondió a consideraciones políticas narcisistas e indiferencia ante los aprietos de sus opositores políticos. Incluso si la política de su gobierno solo buscaba manejar la percepción del público antes de una elección, eso difícilmente la exima del costo que trajo aparejado en vidas humanas.
Es hora de poner la crisis de la COVID-19 en su contexto histórico adecuado. Los brasileños ya están transitando ese debate y los estadounidenses también tendrán pasar por él para hacerse cargo de la era de Trump y su perdurable legado. Hasta que no entendamos completamente las acciones de Trump y Bolsonaro durante la pandemia, no podemos desestimar a quienes opinan que fueron cómplices de un genocidio.
*Este artículo se publicó originalmente en Project Syndicate.