11 de diciembre 2024
Upala, Alajuela, Costa Rica — Son las cuatro treinta de la madrugada y el sol apenas asoma entre las distantes colinas que rodean la explanada de Upala, al norte de Costa Rica. Una mujer acomoda leña en un fogón armado sobre piedras y pedazos de hierro corroído, mientras su marido prepara el machete para ir a su parcela. Una niña termina de guardar cuadernos en una mochila. Un bebé suelta el primer llanto, y así la vida en el campamento campesino nicaragüense ha empezado un nuevo día.
Aquí no hay propiamente casas, pero sí hogares. Una parte de las familias habitan viviendas que aún conservan el aspecto precario de la improvisación. La tierra por piso, y de techo algunos pedazos de plástico. Una o dos familias comparten el mismo espacio, y a pesar de todo lo que aún no hay, se respira un aire de solidaridad y esperanza. “Este espacio en construcción ha sido de paz, porque rodar siendo exiliado no es chiche, es difícil, es sumamente difícil”, dice Tayling Orozco de 29 años, una de las residentes.
CIFRA
+200 000 nicaragüenses se han refugiado en Costa Rica entre 2018 y 2024, según datos de la Dirección de Migración de Costa Rica.
En Nicaragua, la madre de Tayling era empleada pública en 2013, cuando eligió involucrarse en las protestas contra el canal interoceánico y el arrebato de las tierras a los campesinos en su ruta. “Siempre he sido una mujer que tiene sus convicciones y las defiende, y eso mismo fue lo que en 2018 me hizo participar en las protestas por la libertad de Nicaragua”, afirma. El temple de Tayling fue justamente el que la llevó a huir del régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo en pleno apogeo de la llamada “Operación Limpieza”.
En Upala, el campamento de campesinos nicaragüenses fue fundado en marzo de 2019. Desde entonces fue la primera parada segura para Tayling. Un grupo de campesinos exiliados liderados por Francisca Ramírez —el rostro más visible del campesinado nicaragüense que se plantó contra Ortega y su proyecto canalero— rentó estas tierras para empezar de nuevo y ponerse a hacer aquello en lo que son maestros; trabajar la tierra y producir alimentos. Desde entonces, 21 niñas y niños han nacido aquí, duplicando la población original.
Entre los nuevos residentes se cuentan las hijas de Tayling y Maynor su pareja; Sasha (3) y Sahory, de apenas unos meses de nacida. “Cuando era adolescente e iba al colegio en Ometepe, yo era como uno de esos árboles de Cortés cuando están en flor; llena de vida, colorida, fuerte, bonita, pero el exilio y la violencia del régimen me provocó heridas, y creo que pasé de ese árbol hermoso, a uno con partes secas y corteza marcada como con machetazos, como cuando a un árbol lo parte un rayo o lo ataca una plaga”, compara Tayling. “Mis hijas han sido como mi salvación, son mis nuevas raíces y me han hecho renacer, reverdecer, ir dejando atrás esas partes secas y dañadas para volver a florecer”, continúa Tayling.
Para las familias exiliadas en este campo, los niños son la principal motivación. “Nuestros hijos nos dan esperanza, nos impulsan a luchar por salir adelante mientras llega ese momento de regresar a Nicaragua que tanto anhelamos”, dice Maynor. Este padre exiliado, igual que el resto en el campamento, inicia sus jornadas antes del amanecer. Sus tareas incluyen alimentar a los cerdos, operar el tractor en el maizal, u ordeñar a las vacas.
Los “nitalagüenses”
El campamento de campesinos es una especie de isla habitada por nicaragüenses, pero en suelo costarricense. Los campesinos han rentado tierras para producir, alimentarse y obtener ingresos. Maíz, frijoles, yuca, cítricos, son parte de los frutos de su trabajo, también han comprado cerdos y vacas que se han triplicado en cosa de unos años. “Hemos recibido el apoyo de algunas organizaciones como ACNUR(la Agencia de la ONU para los Refugiados), pero nosotros decidimos ser proactivos y hacer lo que ya sabemos hacer; producir”, dice Francisca Ramirez.
“Nosotros estamos claros de que ellas van a crecer de cerca con las tradiciones costarricenses, sus amiguitos, las palabras que usamos de manera diferente por ejemplo, pero como sus padres y madres, estamos también inculcando el amor a Nicaragua, porque nosotros huimos de allá no por un plan, sino forzados por la dictadura, así que de otro modo ellas habrían nacido en Nicaragua, son nicaragüenses también” afirma Tayling, la madre que sigue llamando “lampazo” al “palopiso” en Costa Rica.
Sasha tiene días en los que dice ser “nitalagüense”, su forma de pronunciar “nicaragüense”, pero a veces se define como “tica”, dice su mamá. “Para nosotros está claro que ellas crecerán con amor a sus dos patrias, porque aunque seamos nicaragüenses ellas estarán en Costa Rica aprendiendo en sus escuelas, compartiendo con los costarricenses, y sin duda vamos a enseñarles a amar Costa Rica y respetarla, como su país de nacimiento y el que les abrigó en los tiempos más difíciles para nosotros sus padres, pero también van a amar a Nicaragua, que es de donde vinimos”, resalta. En el campamento convergen historias de despojo, resistencia y esperanza. La llegada de estos 21 bebés ha encendido una chispa de optimismo entre los líderes comunitarios.
El dolor de la distancia
Si bien las cosas han mejorado, las fracturas del exilio siguen latentes. La separación familiar de aquellos que como Tayling y Maynor debieron huir de la represión orteguista, es un dolor que no desaparece del todo, y de alguna manera será heredado a las nuevas generaciones. “Lo que ellas se están perdiendo es tener esa conexión con su familia, porque al menos yo, dentro del exilio, al tener a mi familia; yo me siento apoyada. Tal vez no porque mi familia me mande dinero, pero yo me siento apoyada cuando mis tías o abuelas me dicen “amor, yo te estoy esperando. Yo te amo, no te preocupés que esto va a pasar”, o un simple “esta es tu casa, te estamos esperando”, narra Tayling, mientras su voz se quiebra sin poder contener las lágrimas.
“Semillas de esperanza”
En medio de los desafíos, la comunidad del campamento de campesinos ha comenzado a organizar jornadas para garantizar que estos niños crezcan rodeados de cuidado y protección. Las familias han creado parcelas que crecen con los años para producir alimentos, y los líderes trabajan con oenegés y universidades costarricenses con presencia en la zona, para garantizar que haya acceso a educación básica para los más pequeños.
Los padres y madres como Tayling, también procuran aprovechar cualquier oportunidad para su propio crecimiento. Tayling ha reanudado sus estudios de pregrado en el campo agropecuario en la Universidad Técnica Nacional (UTN). Otras madres y padres están recibiendo capacitaciones técnicas en temas de agronegocios, y poco a poco los saberes del campamento de exiliados campesinos nicaragüenses va venciendo el temor a “los desconocidos” que inicialmente les rodeaba en Upala, cuando los locales creían que se trataba de “tomatierras” o “precaristas”, como se dice en Costa Rica. “Cada vez nos acercamos más a la comunidad. La gente de Upala ahora nos ven como parte de ellos, porque del campamento nunca han salido manos extendidas, sino más bien aportes a la comunidad como leche o queso, granos y cosa de horno para las meriendas escolares”, afirma orgullosa Francisca, su precursora.
El campamento de campesinos compró un tractor y desbrozadora para agilizar sus jornadas en el maizal y aumentar la producción. Han recibido capacitaciones de universidades costarricenses para aprender nuevas técnicas fitosanitarias para la producción de lácteos, y pronto planean comercializar sus quesos y demás derivados.
“Sahory ya nació en un contexto menos complicado. Durante mi embarazo de Sashita estaban unos terneros que se criaron de pacha, y ahora ya crecieron; son unas vacas paridas, entonces ya hay leche, ya hay queso, y eso te permite un ingreso económico. Están unos cerdos que nos llegaron con apoyo de una organización, entonces las cerdas vienen, se preñan casi aproximadamente cuatro meses en lo que salen los chanchitos. Los chanchitos los vendemos cuando ya pesan unos 40 kilos”, comenta Tayling.
A pesar de la distancia que los separa de sus hogares en Nicaragua, Tayling y otros refugiados campesinos se aferran a la esperanza de regresar algún día. Mientras tanto, cada nuevo nacimiento se celebra como una pequeña victoria en medio de la adversidad.
Para Tayling, la vida de Sasha y Sahory y la del resto de los 21 niños y niñas, representa más que una nueva etapa en su historia personal. Es un recordatorio de que, incluso en los momentos más oscuros, la humanidad puede encontrar formas de florecer. “Ellas son hijas del exilio,” dice con firmeza, “pero también son semillas de esperanza”.