13 de enero 2021
NUEVA YORK – Es fácil malinterpretar el asalto al Capitolio estadounidense del 6 de enero. Los legisladores, afectados por la terrible experiencia, ofrecieron declaraciones para explicar que Estados Unidos es un país de leyes, no de turbas. Esto implica que las perturbaciones incitadas por el presidente Donald Trump son algo nuevo, pero no lo son. Estados Unidos cuenta con una larga historia de turbas violentas acicateadas por políticos blancos al servicio de los estadounidenses blancos ricos. Lo inusual en este caso es que la turba blanca se volvió contra los políticos blancos, en vez de atacar a las personas de color que suelen ser sus víctimas.
Por supuesto, las circunstancias en que se dieron estos disturbios es fundamental, el objetivo era intimidar al Congreso para detener el traspaso pacífico del poder. Esto es sedición y al impulsarla Trump cometió un delito que se castiga con la pena capital.
En el pasado ese tipo de violencia se orientó hacia objetivos más tradicionales del odio blanco: los afroamericanos que intentaban votar o poner fin a la segregación en los autobuses, las viviendas, las barras en los restaurantes y las escuelas; los nativos americanos que procuraban proteger sus tierras de caza y recursos naturales; los trabajadores agrícolas mexicanos que exigían seguridad laboral; y los trabajadores inmigrantes chinos que previamente habían construido los ferrocarriles y trabajado en las minas. A esos grupos apuntaba la violencia de las turbas alimentada por estadounidenses, desde el presidente Andrew Jackson y el pionero Kit Carson en el siglo XIX, hasta el gobernador de Alabama, George Wallace, en el siglo XX.
Bajo esta luz histórica, la turba de «buenos muchachos» que irrumpió en el Capitolio tenía un aspecto familiar. Como dijo Trump en su discurso para fomentar los disturbios, procuraban «salvar» a Norteamérica. «Dejen que se vayan los [políticos] débiles. Es momento para la fortaleza», declaró, desplegando repetidas frases familiares. «También quieren adoctrinar a sus niños en la escuela, enseñándoles cosas que no son así. Quieren adoctrinar a sus niños, todo forma parte de un amplio ataque a la democracia».
En la historia estadounidense, la mayoría de las turbas violentas no surgieron como explosiones espasmódicas de protesta desde las bases, sino como violencia estructural instigada desde la cúpula por políticos blancos que aprovechaban los miedos, odios e ignorancia de los blancos de clase baja. Como lo documentó la historiadora Heather Cox Richardson en su brillante nuevo libro, How the South Won the Civil War [Cómo el Sur ganó la guerra civil], este tipo de turbas violentas tuvo un papel fundamental en la defensa de una sociedad jerárquica por de la clase alta blanca estadounidense durante más de 150 años.
La cultura estadounidense de la violencia de turbas blancas va de la mano con su cultura respecto de las armas. Los cientos de millones de armas en mano privadas en EE. UU. pertenecen a una desproporcionada cantidad de blancos, como señala con intensidad la historiadora Roxanne Dunbar-Ortiz en Loaded: A Disarming History of the Second Amendment [Armas cargadas, una historia de la Segunda Enmienda], desde hace mucho que «el derecho a las armas» es invocado por turbas blancas de justicieros para eliminar a los negros y los nativos americanos.
Alentar la violencia de turbas contra las personas de color es la manera típica en que los blancos ricos canalizan las quejas de los blancos pobres para alejarlas de ellos. Lejos de ser una táctica específicamente trumpista, es el truco más viejo del manual político estadounidense. ¿Quieren aprobar un recorte impositivo regresivo para los ricos?, solo tienen que decir a los blancos en dificultades que los negros, los musulmanes y los inmigrantes vienen a imponer el socialismo.
Es exactamente lo que hizo Trump durante su presidencia: advirtió que, sin él en el cargo, los estadounidenses tendrán que «aprender a hablar chino». En sus mitines suele promover la Segunda Enmienda y clamar contra quienes no son blancos. Llegó a decir a las congresistas de color que «vuelvan» a los «lugares completamente destruidos y plagados de delitos de donde provienen». Ha urgido a sus seguidores a maltratar a los manifestantes de la oposición y sacarlos, no solo de sus mitines, sino del propio país. Elogió a los supremacistas blancos llamándolos «personas excelentes». Después de que la turba que enarbolaba la bandera confederada invadió el Capitolio, dijo: «Los apreciamos, son muy especiales».
El partido republicano respaldó totalmente a Trump y su política de instigación hasta la tarde del 6 de enero, cuando la turba irrumpió en el Capitolio, pero la lealtad de los líderes republicanos hacia Trump no solo se debió al control que tiene sobre base del partido. Trump representa la esencia de la derecha estadounidense. El papel que le fue asignado siempre estuvo claro: incidir sobre el poder judicial, reducir los impuestos para las corporaciones y los ricos, y contener las demandas de gasto social y regulación ambiental, todo eso mientras incitaba a la vociferante turba a combatir el «socialismo».
El 6 de enero salió mal porque la turba blanca se volvió contra los propios políticos blancos. Esto era inaceptable, aunque no impredecible. Trump dijo en reiteradas ocasiones a sus seguidores que están perdiendo el país y la derrota que quitó a los republicanos dos bancas en el Senado de Georgia para que las ocupen un afroamericano y un judío indudablemente acrecentó la furia.
Tal vez Trump fue inusualmente burdo en sus provocaciones racistas, pero su enfoque estuvo en perfecta sintonía con el del Partido Republicano, al menos desde su «estrategia sureña» en las elecciones de 1968, después de la legislación sobre derechos civiles de esa década. Hasta el año pasado, Trump estaba logrando cumplir el cometido de los jefes y aliados empresariales y donantes plutócratas de su partido. Dependía de él perder las elecciones de 2020... y eso hizo. Pero el motivo no fue que se mostró excesivamente racista con la gente de color, fue que se mostró excesivamente malévolo e incompetente frente a una pandemia asesina.
En el gran esquema de la historia, Estados Unidos efectivamente está dejando atrás su pasado de racismo y violencia de turbas blancas. Barak Obama fue elegido presidente dos veces y, cuando Trump ganó en 2016, obtuvo menos votos que su contrincante. Con la elección de Kamala Harris como vicepresidenta y las elecciones para el Senado de Georgia esta semana, hay sólida evidencia que demuestra que Estados Unidos está dejando gradualmente atrás el reinado de los oligarcas blancos. Para 2045, los blancos no hispanos solo serán aproximadamente la mitad de la población, cuando en 1970 eran el 83 %. Después de eso, Estados Unidos se convertirá en un país con mayoría de minorías, donde los blancos no hispanos representarán aproximadamente el 44 % de la población para 2060.
Hay buenos motivos por los que los estadounidenses más jóvenes son más conscientes del racismo que las generaciones anteriores. La virulencia trumpista exhibida en el Capitolio puede haber resultado indignante, pero hay que entenderla como un último intento desesperado y patético. Afortunadamente, el Estados Unidos liderado por los blancos racistas se está desvaneciendo, aunque demasiado lentamente, en la historia.
Jeffrey D. Sachs, profesor de Desarrollo Sostenible y profesor de Gestión y Política Sanitaria en la Universidad de Columbia, es director del Centro para el Desarrollo Sostenible de Columbia y de la Red de Soluciones para el Desarrollo Sostenible de la ONU.
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