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El futuro postcolonial de Ucrania

Nunca he podido olvidar el sonido. Cuando lo vuelvo a oír en mi memoria, entiendo de qué se trata la lucha ucraniana

Grafiti en que una niña vestida con los colores de la bandera de Ucrania confronta a un soldado ruso.

Grafiti en que una niña vestida con los colores de la bandera de Ucrania confronta a un soldado ruso. // Imagen tomada de meer.com

Michael Ignatieff

26 de octubre 2024

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Hace 30 años, en un cementerio ucraniano donde están enterrados mis ancestros rusos, me arrodillé junto a una mujer muy anciana encorvada sobre un bastón, con el cabello cubierto por un pañuelo negro. Detrás de nosotros se erigía la iglesia rusa que mi bisabuelo construyó en su propiedad y donde está enterrado.

La anciana era la última aldeana en el pueblo que podía recordar aquellos tiempos en que nuestra familia vivía en ese lugar. Ella había sido una niña de seis o siete años, que corría hasta la puerta de la cocina de la casa grande, llevando arándanos en su delantal y recibiendo de la hermana de mi abuelo una cucharada de dulce de zarzamora caliente. Después de eso, llegó la Revolución Bolchevique, mi familia huyó, la iglesia se cerró y los agentes soviéticos de la ciudad terminaron confiscando los granos, llevándose a los kulaks y dejando que todos murieran de hambre. El Holodomor, la hambruna que Stalin le infligió a Ucrania, obligó a la gente que había cultivado el suelo más rico de Europa a comer pasto.

Luego vino la guerra, cuando los nazis prendieron fuego los tejados de paja del pueblo y masacraron a la población judía local. La anciana se sentó junto a mí en la iglesia y me contó su historia; al final, inclinó su cuerpo delgado contra el mío y empezó a sollozar a gritos.

Nunca he podido olvidar el sonido. Cuando lo vuelvo a oír en mi memoria, entiendo de qué se trata la lucha ucraniana. Las tropas que combaten para resistir en Pokrovsk en el este de Ucrania, los bomberos que sacan a civiles de entre los escombros de edificios bombardeados en Kahrkiv y los pilotos de drones que apuntan a barcos rusos en el Mar Negro están luchando para regalarse a sí mismos y a sus hijos una historia diferente de la que hizo a aquella anciana gritar.


Eso es lo que no parecemos entender. La opinión pública de Europa occidental y de Estados Unidos se desentiende cada vez más de su lucha. La carnicería parece increíble: ¿es verdaderamente posible que medio millón de rusos y quizás otros tantos ucranianos hayan muerto o resultado heridos desde que comenzó la guerra en febrero de 2022? Para muchos, las muertes bien podrían estar sucediendo en otro planeta, y la insistencia de nuestros políticos en que la seguridad depende de una victoria ucraniana suena abstracta, débil y poco creíble.

Si los ucranianos están luchando de verdad por nosotros, es porque están librando la última batalla contra el imperialismo europeo. Todas las demás potencias imperiales en Europa han renunciado a sus colonias y han empezado a aceptar el daño que el imperio les causó a sus súbditos coloniales y a su propio pueblo. Porque con el imperio llegó la invención de la jerarquía racial y de la dominación, la violencia y la crueldad racialmente justificadas.

Estos venenos todavía nos afectan y la nostalgia por la grandeza imperial perdida ha sido igual de perjudicial. Aún en Estados Unidos, que no tuvo ningún imperio, sino una hegemonía global inmensamente rentable, gran parte de la campaña presidencial de Donald Trump atiza y explota este sentimiento atávico, con su llamado a “hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande otra vez”.

No se puede construir democracia en casa a menos que se prescinda del imperio y de la nostalgia por su pérdida. Hasta que eso no suceda, la política se verá consumida por sueños ilusorios.

Cuando las sociedades enfrentan su pasado, crean la posibilidad de una política basada en la realidad, no en la fantasía. En Gran Bretaña, el gobierno laborista de 1945 entendió que no podía construir democracia en casa si no se marchaba de India y Palestina. Alemania tuvo que ser derrotada incondicionalmente antes de renunciar a su fantasía de un imperio en Europa y Asia.

Rusia sigue siendo la única sociedad europea que nunca ha confrontado honestamente su pasado imperial. Al negarse a reconocer el legado de Stalin, al no hacer frente a sus crímenes en Ucrania, en las otras “naciones cautivas” y en la propia Rusia, Rusia cerró cualquier camino hacia su propio futuro democrático. Su pueblo se ha expuesto a la tiranía perpetua de un hombre que solo puede convertir a sus hijos en carne de cañón.

Esta es la patología letal que Ucrania está combatiendo en nuestro nombre. Cuando los ciudadanos de Ucrania dicen que quieren unirse a Europa, lo que quieren decir es que quieren arrancarse el imperio del alma y vivir como un pueblo libre, liberado de un pasado cuyo recuerdo hizo que una anciana gritara de dolor.

Es mejor poner a dormir a todas las nostalgias imperiales, incluso las benignas como las de la anciana y las mía por los días dulces de un antiguo régimen cuando mis ancestros rusos dejaban la puerta de la cocina abierta para las niñas campesinas y les daban cucharadas de dulce de zarzamora. Una Ucrania libre tendrá que hacer las paces con los restos de la antigua Rusia, como el cementerio donde están enterrados mis antepasados.

Por ahora, los ucranianos están sacando a Tolstoi de sus estantes y derribando a Catalina la Grande de su pedestal en Odesa. Más tarde llegará el día de un ajuste de cuentas más complejo. Hay que adueñarse de toda nuestra historia, no solo de las partes que encajan en nuestras mitologías.

Una vez que los ucranianos hayan ganado una paz con la que puedan convivir, una Ucrania libre tendrá que adueñarse de la huella del pasado ruso en su alma y luego liberarse de ese pasado. Recién entonces podrá empezar a escribir una nueva historia más allá del terror, la violencia y el miedo.

*Este artículo se publicó originalmente en Project Syndicate.

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Michael Ignatieff

Michael Ignatieff

Expolítico canadiense, académico y escritor. Profesor de Historia y rector emérito de la Universidad Central Europea en Viena. Entre sus libros más recientes está The Russian Album (Pushkin Press, 2023). En 2024 recibió el premio Princesa de Asturias en Ciencias Sociales.

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