31 de agosto 2024
La seguridad (individual, familiar y colectiva) es uno de los principales problemas, quizá el más importante, de América Latina. Es creciente la percepción de que tanto vidas como haciendas están cada vez más amenazadas. Incluso, en algunos países, tradicionalmente tranquilos, con tasas de criminalidad muy por debajo de la media regional, como Chile y Uruguay, han saltado las alarmas ante la sensación de un riesgo creciente.
El responsable es el llamado crimen organizado, básicamente identificado con el narcotráfico. Si bien inicialmente los carteles de la droga y otras bandas ligadas a la producción y tráfico de estupefacientes y al blanqueo del dinero mal habido se centraron en esta actividad, hoy la realidad es más compleja y diversificada: extorsión, tráfico de personas, órganos, armas y de cuanto sea menester, tala de árboles y minería ilegales, etc. Una evidencia de la magnitud del problema es que la violencia captura un 3,5% del PIB regional, una cifra no menor.
Una derivada preocupante es la transnacionalización del crimen organizado. Para las macrobandas, las fronteras ya no representan el límite de su actividad cotidiana. Su presencia ha traspasado el ámbito nacional y las vemos en cualquier lugar de la región. Esto se observa con los carteles mexicanos del Golfo y Jalisco Nueva Generaciónpresentes en Ecuador, los brasileños Primer Comando de la Capital (PCC) y Comando Vermelho en Paraguay, el grupo venezolano Tren de Aragua en Chile y Perú o los carteles colombianos en los lugares más insólitos.
Allí donde desembarcan lo hacen de la mano de sus potentes arsenales, con ingentes cantidades de dinero y sólidos esquemas organizativos, empresariales y financieros. El resultado, como se está viendo en Ecuador, especialmente en Guayaquil, es un agravamiento de la situación, un rápido incremento de la actividad de las bandas criminales y un aumento de las víctimas mortales, lo que en definitiva supone más sufrimiento para los sectores sociales vulnerables. Esta situación se replica, con sus particularidades en la región metropolitana de Santiago, Chile, o en Rosario, Argentina, por poner solo dos ejemplos.
Esta coyuntura, que amenaza la gobernabilidad regional e incluso el mantenimiento de la democracia, implica problemas muy diversos. Si por un lado, los grandes grupos criminales cruzan las fronteras cuando lo estiman conveniente, alcanzando rápidos acuerdos (bilaterales, subregionales o regionales) con sus pares o potenciales aliados, por el otro, los gobiernos nacionales siguen maniatados por la idea de la soberanía nacional, incapaces de sortear sus sólidas barreras conceptuales o al menos de ceder alguna cuota de soberanía. Dicho de otro modo, cada uno hace la guerra por su cuenta, de forma totalmente descoordinada.
Estamos prácticamente ante un nivel mínimo de coordinación, cooperación o colaboración, que se refuerza, y apoya en la fragmentación dominante en la región. Es una realidad reproducida en otros ámbitos, como la sanidad (lucha contra el Covid-19 o contra el dengue) y en la construcción de infraestructuras. Si hubiera que aplicar una palabra para definir el estado actual de la integración regional sería crisis, ya que hablar hoy de integración en América Latina es una mera entelequia.
Mientras, y esto resulta paradójico, el crimen organizado y el narcotráfico han desarrollado la única experiencia relativamente exitosa de integración regional. Si bien en los últimos años se han impulsado algunas iniciativas para mejorar los resultados contra el tráfico de drogas y el blanqueo de capitales, estos han sido o muy incipientes o han acabado en el fracaso. De ahí el gran valor de la iniciativa del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) de convocar, junto al gobierno ecuatoriano, una Cumbre Latinoamericana de Seguridad, a la que asistieron 12 países: Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Guatemala, Honduras, Panamá, Paraguay, Perú y Uruguay, más el anfitrión, Ecuador.
Esto ocurre en el contexto de la Alianza para la Seguridad, la Justicia y el Desarrollo, impulsada por el BID junto con CAF, Banco Latinoamericano para el Desarrollo, y el Banco Mundial. Como señaló Ilan Goldfajn, presidente del BID, se trata de “quitar el oxígeno” al crimen organizado y para ello hay que comenzar a centrarse en tres grandes objetivos: limitar la influencia del crimen organizado en las poblaciones más vulnerables; mejorar la capacidad de acción de las instituciones judiciales y afectar el flujo monetario que les permite ampliar su control e influencia sobre el entorno en el que interactúan.
La lucha contra el crimen organizado no es sencilla. Implica actuar de forma coordinada a nivel local, regional y nacional e incluso más allá de las propias fronteras. Para ello es necesario aumentar la confianza, primero de la gente en sus instituciones y, segundo, muy importante, entre las instituciones y los gobiernos entre sí. Son procesos lentos y complejos, pero necesarios.
El riesgo de no acometerlos a tiempo es la aparición de sujetos mesiánicos y providenciales, como Nayib Bukele, capaces de ofrecer soluciones mágicas, con independencia del precio a pagar, incluyendo la vulneración de los más elementales derechos humanos y la privación arbitraria de la libertad. Por el contrario, si se quiere evitar caer en estos extremos es necesario profundizar en iniciativas como las ofrecidas por la Cumbre Latinoamericana de Seguridad y la Alianza para la Seguridad, la Justicia y el Desarrollo.
*Este artículo se publicó originalmente en El Periódico, de España.