16 de agosto 2024
Apenas pasa una semana sin que circule por Internet una nueva pieza de desinformación, desde el aluvión de teorías conspirativas generado por el atentado contra el expresidente norteamericano Donald Trump hasta la falsa información de la extrema derecha tuiteada por Elon Musk de que el Reino Unido tiene una política policial de dos niveles. La verdad está siendo blanco de ataques, y la gente lo sabe. Según una encuesta global reciente realizada por las Naciones Unidas, más del 85% de los participantes estaban preocupados por el impacto de la desinformación online.
El mundo está inundado de mentiras y distorsiones, en gran medida por el crecimiento de las redes sociales y de las plataformas digitales. Los algoritmos de estas plataformas, diseñados para obtener beneficios maximizando la participación de la audiencia, amplifican la información que llama la atención, independientemente de su veracidad. Asimismo, se ha descubierto que la negatividad hace subir la participación —un estudio reveló que cada palabra negativa adicional en un titular hacía subir la tasa de clics en un 2.3%.
Sin embargo, otra razón de nuestra incapacidad para combatir la desinformación es que la tradición liberal ha priorizado la libertad de expresión por sobre el derecho a la verdad. Cualquier restricción a la libertad de expresión en el mundo democrático, se argumenta, sería utilizada por los dictadores para justificar la censura o algo peor.
El abordaje occidental de la libertad de expresión supone que una competencia libre y justa en el “mercado de las ideas” garantizará que la verdad se imponga a las mentiras. Pero ahora sabemos que esto es un error. Algo similar a la Ley de Gresham, que dice que el dinero malo deja fuera de circulación al dinero bueno, se puede aplicar a la información: “inundar la zona de mierda”, como dijo el exestratega jefe de Trump, Steve Bannon, alimenta la desconfianza y hace que resulte más difícil distinguir los hechos de una falsedad.
Algunos creen que la verdad hoy está fragmentada sin remedio. Pero muchos países han fortalecido las instituciones que están diseñadas para buscar las mejores verdades disponibles, y de las que suelen depender las sociedades y las economías. Las leyes financieras penalizan la falsedad y el engaño en las cuentas y declaraciones públicas. Las cortes utilizan herramientas forenses sofisticadas como el AND para emitir mejores juicios. Y la ciencia moderna moviliza a pares críticos para cuestionar las afirmaciones.
Ahora necesitamos construir sobre estos cimientos para garantizar que todas las instituciones poderosas brinden el mejor conocimiento disponible. En el centro de ese esfuerzo estaría un nuevo derecho a la verdad, que podría descansar sobre principios establecidos desde hace mucho tiempo como la regla de oro y el imperativo categórico. La idea de tratar a los demás como nos gustaría que nos traten a nosotros, presente en casi todas las civilizaciones, puede servir de base para reconstruir la infraestructura de la verdad.
El primer punto de partida es la legislación. Muchos Gobiernos europeos y de otros países tienen fuertes leyes de protección del consumidor que prohíben las afirmaciones engañosas y falsas en la publicidad y el marketing. El mismo principio debería aplicarse a todas las comunicaciones políticas —una medida que Australia contempla junto con una serie de otras medidas a fin de impulsar la resiliencia democrática— y, llegado el caso, a cualquier tipo de comunicación masiva. Difundir mentiras a sabiendas debería tener consecuencias —principalmente financieras, pero quizá también la prohibición de ejercer un cargo público o trabajar en medios de comunicación.
En ocasiones se ha sido utilizado el sistema judicial para sancionar a medios de comunicación por difundir información errónea. Por ejemplo, el caso de difamación de Dominion Voting Systems contra Fox News por difundir conspiraciones sobre que sus máquinas de votación “amañaron” la elección presidencial estadounidense de 2020 contra Trump resultó en un acuerdo de casi 800 millones de dólares. Pero se puede hacer mucho más para abrir vías de recurso legal contra medios de comunicación y figuras políticas abiertamente deshonestos mediante nuevas leyes que proscriban la difusión intencional de mentiras.
En segundo lugar, se deben fortalecer las instituciones independientes que estén comprometidas con la verdad. Estas ya existen en el ámbito de la ciencia, las finanzas, la salud y la seguridad. En los medios, las organizaciones noticiosas sin fines de lucro y la radiotelevisión pública desempeñan este rol. La clave para el éxito de estas instituciones es que estén aisladas de las presiones políticas y del mercado.
En tercer lugar, la regulación podría obligar a los proveedores poderosos de información a convertirse en proveedores de la verdad. En julio, la Comisión Europea difundió su conclusión preliminar de que X, de Musk, engaña a los usuarios al permitir que cualquiera pague por una cuenta verificada y que, por ende, infringe la Ley de Servicios Digitales. Como resultado de ello, X podría enfrentar multas de hasta el 6% del ingreso global. Por su parte, la Ley de Aplicación de Redes de Alemania, sancionada en 2017, les exige a las plataformas con más de dos millones de usuarios que retiren el contenido “claramente ilegal”.
En cuarto lugar, las comisiones electorales independientes necesitan competencias para verificar y corregir las afirmaciones falsas y bloquear la desinformación o las falsificaciones más perjudiciales en el período previo a las elecciones, cuando la verdad es más vulnerable, el riesgo de interferencia es mayor y lo que está en juego para la democracia es más importante.
En quinto lugar, la próxima generación debe estar mejor equipada para distinguir la verdad de las mentiras. Las escuelas deberían preparar a los jóvenes para detectar falsedades de todo tipo. Finlandia y Dinamarca van a la vanguardia al haber incorporado lecciones sobre desinformación en sus programas escolares.
Por último, pioneros tecnológicos como Factiverse, Fullfact en el Reino Unido, Myth Detector en Georgia y Faktisk Verifiserbar de Noruega están desarrollando nuevas herramientas que combinan inteligencia artificial y colectiva para detectar y evaluar la desinformación. Estas y otras iniciativas deberían fomentarse y respaldarse.
Para garantizar su éxito, el derecho a la verdad —en otras palabras, el derecho a que organizaciones poderosas e influyentes no nos mientan o engañen a sabiendas— debería incluirse como un protocolo en la Convención Europea sobre Derechos Humanos y equilibrar la garantía de libertad de expresión de la Constitución de Estados Unidos. Debería existir una vara alta para invocar este derecho, a fin de tener en cuenta las diferencias de opinión e interpretación. Y debería ser implementado por los tribunales, no por los gobiernos o los “Ministerios de la Verdad”.
Todas las otras libertades civiles implícitamente dependen de algún derecho a la verdad. Por ejemplo, el derecho a un juicio justo por jurado tiene poco sentido si los jueces no garantizan que los jurados cuenten con la mejor información posible. En términos más amplios, la verdad depende de un proceso interminable de descubrimiento reforzado por leyes e instituciones.
Musk y otros creen fervientemente que la libertad de expresión es un bien absoluto, y que el derecho a mentir debería pesar más que cualquier derecho a la verdad. Su opinión es entendible, y tiene raíces honorables. Pero se ha vuelto cada vez más peligrosa e inadecuada para los tiempos que corren.
El matemático francés del siglo XVII Blaise Pascal escribió: “La verdad es demasiado oscura en estos tiempos, y la falsedad está tan establecida, que a menos que amemos la verdad, no podremos conocerla”. Hoy, deberíamos demostrar ese amor convirtiéndola en un derecho y poniéndola en el corazón de nuestras leyes y constituciones.
*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate.