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Juegos de guerra y pasiones tribales

El nacionalismo deportivo funciona como fe laica, que explica las hipérboles de los comentaristas deportivos y el celo cuasirreligioso de los hinchas

Con un gol de Ollie Watkins de último minuto, Inglaterra eliminó a Países Bajos de la Euro 2024. Foto: EFE

Ian Buruma

13 de agosto 2024

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Cuando Inglaterra derrotó a los Países Bajos en las semifinales del campeonato europeo de fútbol el mes pasado, los comentaristas deportivos británicos señalaron que se trató de una victoria “histórica”, que “cambiaría la vida de todos”... ya sabemos de la tendencia de esos comentaristas a la hipérbole —es su trabajo—, pero sus afirmaciones sonaron ridículas. Las naciones más pequeñas, como los Países Bajos, suelen ver a esas competencias como raras oportunidades para brillar en el escenario mundial, ¿pero necesita realmente el Reino Unido ese tipo de validación? Evidentemente, sí.

El escritor húngaro Arthur Koestler hizo una famosa distinción entre el nacionalismo común y el nacionalismo futbolero; para él, este último es más fuerte: a pesar de estar orgulloso de haberse convertido en ciudadano del Reino Unido, Koestler mantuvo su devoción por el fútbol húngaro toda la vida.

El nacionalismo futbolero es tribal, de banderas ondeantes y, con frecuencia, agresivo: los primeros planos en televisión de las tribunas con hombres musculosos mostrando los dientes, golpeándose el pecho desnudo y rugiendo nos recuerdan que compartimos ancestros con los simios.

Los sentimientos tribales se nutren de la animosidad colectiva, durante los partidos contra Alemania, algunos hinchas británicos aún cantan “Diez bombarderos alemanes” —una canción que celebra los derribos defensivos de la Real Fuerza Aérea— y extienden los brazos simulando aviones. Cuando los Países Bajos derrotaron a Alemania Occidental en las semifinales de la Eurocopa de 1988 —justamente, en Hamburgo— y ganaron luego el campeonato, las celebraciones en las calles de Ámsterdam superaron incluso a las de mayo de 1945, cuando el país fue liberado de la ocupación nazi. Tal vez eso haya ayudado a quitar una espina histórica, el sentimiento antialemán disminuyó rápidamente después de eso.


Cuando el equipo de hockey sobre hielo checoslovaco derrotó a la Unión Soviética en el Campeonato Mundial de 1969, apenas un año después de que los tanques soviéticos entraran a Praga, la victoria desató celebraciones desbordantes que se convirtieron en protestas generalizadas. Un diplomático estadounidense dijo que “nunca había visto a los checoslovacos tan contentos. Claramente, la ciudad no vivía una alegría como esa desde la derrota de los nazis en 1945”.

Para quienes aprendimos que el fervor nacionalista es indecoroso, sentirnos atraídos por las emociones que generan las banderas ondeantes puede resultar un tanto embarazoso, sin embargo, su poder es innegable: soy holandés y también me regocijé cuando los Países Bajos vencieron a Alemania Occidental en 1988.

Pero, ¿podemos considerar al nacionalismo deportivo como algo verdaderamente bueno, teniendo en cuenta que puede derivar en violencia? A fines del siglo XIX, esa pregunta llevó a un acalorado debate entre el barón Pierre de Coubertin, fundador de los Juegos Olímpicos modernos, y el ideólogo de extrema derecha Charles Maurras, líder del grupo antisemita Action française. De Coubertin creía que las competencias deportivas internacionales alentarían la unión y el entendimiento mundiales; Maurras, por el contrario, sostenía que esos eventos fomentan las animosidades nacionales, que él, como nacionalista, alentaba.

Aunque Maurras tenía razón al cuestionar las nociones románticas de hermandad universal de Coubertin, sus ideas racistas contribuyeron a preparar el camino para los horrores de la Segunda Guerra Mundial... pero eso no significa que el nacionalismo deportivo sea inherentemente malo, también se lo puede entender como la expresión de emociones compartidas que requieren un escape teatral o ceremonial.

El tribalismo, en los deportes y más allá, puede reflejar afinidades religiosas, ideológicas, étnicas, regionales y nacionales; y esto se torna más evidente en los deportes de equipo, como el fútbol. La larga rivalidad entre los clubes escoceses Celtic y Rangers deriva de sus respectivas afiliaciones católica y protestante; los hinchas del Liverpool y el Manchester odian a los clubes de Londres; y los rivales del Ajax (Ámsterdam) y el Tottenham Hotspur (Londres) los asocian con los judíos (en Ámsterdam y el norte de Londres hubo en algún momento poblaciones judías bastante grandes), lo que lleva a un lenguaje bastante desagradable.

Pero esas asociaciones ya no están basadas en la realidad, actualmente, los clubes de fútbol son empresas mundiales que reclutan jugadores de todo el mundo. Solo un puñado de futbolistas británicos juega en los grandes equipos del Reino Unido, y lo mismo ocurre en los principales clubes de los Países Bajos, Alemania, Francia, Italia y España.

De hecho, Coubertin tenía razón sobre los jugadores, pero se equivocó con los hinchas. Los atletas de hoy forman parte de una élite cosmopolita extremadamente bien remunerada, carente de animosidades nacionales, raciales y religiosas, que a menudo se abrazan como colegas y amigos incluso después de partidos internacionales durísimos. Pero esa camaradería no parece afectar demasiado a los hinchas, muchos de quienes siguen tratando a clubes como el Tottenham, Ajax y Bayern Múnich —cuyos jugadores y directores técnicos son, en su mayoría, extranjeros— como equipos locales.

Esto muestra que el nacionalismo deportivo está menos relacionado con nociones tradicionales como la sangre o el territorio, como creía Maurras, que con algo más abstracto: el ansia de unión, de la experiencia de compartir emociones y adular héroes... en pocas palabras, las cosas que los lugares de adoración religiosa siempre han ofrecido. La adoración requiere un objeto, pero eso también puede ser abstraído (por ese motivo algunas religiones prohíben la representación de seres humanos).

El nacionalismo deportivo, entonces, funciona como una fe laica, que explica las hipérboles de los comentaristas deportivos y el celo cuasirreligioso de los hinchas. A veces los rituales tribales —tanto en las festividades religiosas como en los estadios— se descontrolan y terminan en violencia; pero, en general, gracias al tribalismo ritualizado la gente puede permitirse emociones que, de otra forma, serían peligrosas. Ojalá tengamos un mundo en el que los fanáticos del deporte palestinos e israelíes se pinten la cara, ondeen banderas y rujan, en una batalla confinada a un estadio de fútbol.

*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate.

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Ian Buruma

Ian Buruma

Escritor y editor holandés. Vive y trabaja en los Estados Unidos. Gran parte de su escritura se ha centrado en la cultura de Asia, en particular la de China y el Japón del siglo XX.

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