10 de agosto 2024
Este verano boreal, dos grandes eventos culturales —la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos 2024 de París y la película Deadpool & Wolverine— nos ofrecieron espectáculos deslumbrantes y saturados de ironía... pero eso es prácticamente todo lo que tienen en común, y analizando las diferencias entre ambos podremos apreciar mejor la naturaleza profundamente ambigua de la ironía actual.
La distancia irónica frente al orden social establecido suele funcionar como una forma apenas velada de conformismo. Como escribió Wendy Ide en The Observer sobre Deadpool & Wolverine —que no es más que el último episodio de un ciclo aparentemente interminable de éxitos de taquilla sobre superhéroes de Marvel— la película «puede resultar detestable y, al mismo tiempo, muy divertida [...] Pero también es chapucera, repetitiva y visualmente lamentable; y depende en exceso de bromas derivadas de memes y chistes dolorosamente internos para metafanáticos de los cómics».
¡Qué descripción perfecta del funcionamiento actual de la ideología! Sabiendo que ya nadie se toma en serio al mensaje central, ofrece chistes autorreferenciales, saltos por el multiverso y un enjambre de digresiones que dan por tierra con la cuarta pared. El mismo enfoque —ironía al servicio del statu quo— también es la manera en que gran parte del público soporta un mundo cada vez más loco y violento.
Pero Thomas Jolly, director de la ceremonia inaugural olímpica, nos recordó que hay otro tipo de ironía a nuestra disposición: aunque se ciñó estrechamente a la Carta Olímpica para mostrar a la ciudad anfitriona y la cultura francesa, recibió amplias críticas. Dejando de lado a los católicos que confundieron la descripción de las celebraciones bacanales con una burla a la última cena, fue el primer ministro húngaro Viktor Orbán quien mejor captó las reacciones negativas:
«Los occidentales ya no creen en la existencia del Estado-nación; niegan la existencia de una cultura común y una moral pública basadas en él. No hay moral... y si ayer vieron la apertura de los Juegos Olímpicos, lo habrán notado».
Esto sugiere la enorme importancia de lo que está en juego; para Orbán, la ceremonia marcó el suicidio espiritual europeo, mientras que para Jolly (y muchos de nosotros, espero) fue una rara manifestación del verdadero legado cultural de Europa. El mundo pudo darse una idea del país de Descartes, fundador de la filosofía moderna, cuya duda radical se basaba en una perspectiva universal —y, por lo tanto, «multicultural»; Descartes entendía que las tradiciones propias no son mejores que las supuestamente «excéntricas» de los demás:
«Me enseñaron, incluso en mis épocas universitarias, que no es posible imaginar algo tan extraño o poco creíble que no haya sido propuesto por algún filósofo, y durante mis viajes entendí mejor que quienes albergan sentimientos muy contrarios a los nuestros no necesariamente son, sin embargo, bárbaros o salvajes, sino que pueden poseer un grado de razón igual al nuestro o incluso mayor».
Solo relativizando las particularidades podemos llegar a una posición auténticamente universalista; en términos kantianos, aferrarnos a nuestras raíces étnicas nos lleva al uso privado de la razón, que nos restringe con supuestos dogmáticos contingentes. En «¿Qué es la Ilustración»», Kant opone a este uso privado e inmaduro de la razón uno más público y objetivo. El primero meramente refleja nuestro propio Estado, religión e instituciones, y solo sirve a ellos, mientras que la razón pública nos obliga a adoptar una postura transnacional.
Lo que vimos en la ceremonia de apertura es la razón universal: un raro destello del núcleo emancipatorio de la Europa moderna. Eran imágenes de Francia y París, es cierto, pero los chistes autorreferenciales dejaron en claro que no se trató de un uso privado de la razón. Jolly logró con maestría una distancia irónica de todos los marcos institucionales «privados», e incluso del Estado francés.
Los conservadores sencillamente se equivocan al denunciar la ceremonia como una muestra de ideología LGBTQ+ y uniformidad políticamente correcta. Por supuesto, hubo críticas implícitas al nacionalismo conservador, pero en estilo y contenido estuvo aún más dirigida contra el rígido moralismo de la corrección política, o «movimiento woke». En vez de preocuparse por la diversidad y la inclusión del modo políticamente correcto estándar (que excluye a todos quienes no están de acuerdo con una noción específica de la inclusión), el espectáculo abrió las puertas a todos. La cabeza guillotinada de María Antonieta cantando quedó contrapuesta a La Gioconda flotando en el Sena, y a una jubilosa bacanal de cuerpos semidesnudos. Quienes están reparando la catedral de Notre Dame bailaron mientras trabajaban, y el espectáculo no se desarrolló en un estadio, sino en toda la ciudad, que sigue abierta al mundo.
Un espectáculo tan irónico y obsceno está lo más lejos posible de la corrección política estéril y sin sentido del humor. La ceremonia no solo presentó lo mejor de Europa, sino que recordó al mundo que solo allí es posible llevar a cabo una ceremonia de ese tipo. Sí, fue global, multicultural y todo eso... pero el mensaje se envió desde el punto de vista de la capital francesa, la mejor ciudad del mundo. Fue un mensaje de esperanza que imagina un mundo con gran diversidad, donde no caben la guerra ni el odio.
Comparemos eso con la visión que ofreció Aleksandr Dugin, un filósofo político ruso de derecha, en una entrevista reciente con el periodista brasileño Pepe Escobar. Para Dugin, Europa es ahora irrelevante, un jardín podrido protegido por un alto muro. La única opción es entre el Estado profundo globalista estadounidense y el nuevo orden mundial pacífico de los Estados soberanos (sería pacífico, sugirió, porque Rusia distribuiría armas nucleares a todos los países en desarrollo, para aplicar por doquier el principio de la destrucción mutua asegurada).
Las elecciones presidenciales estadounidenses de este año serán una batalla entre el Estado profundo estadounidense y Donald Trump y, según Dugin, decidirán por lo tanto el destino de la humanidad: si gana Trump, será posible desandar la escalada; si ganan los demócratas, vamos rumbo a una guerra mundial y el fin de la humanidad.
Frente a las ideas de gente como Orbán y Dugin, el mensaje de Jolly resulta profundamente ético y susurra al oído de los nacionalistas conservadores: «Vuelvan a mirar la ceremonia con detenimiento... y avergüéncense de lo que son».
*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate