8 de agosto 2024
Junto a millones de militantes de izquierda en el mundo, el proyecto popular bolivariano, liderado por Hugo Chávez, nos llenó de esperanzas. Él llegó al gobierno en las elecciones de 1998, limpiamente, y una vez en el poder tuvo la osadía de empujar una Constitución muy avanzada en la que se reivindicaba la democracia política, económica y social, y se establecían amplios espacios a la participación ciudadana, entre ellos los plebiscitos para revocación de mandatos, a los que se sometió varias veces, resultando incuestionablemente respaldado por el voto popular. Se puede criticar a Chávez por la deriva caudillista y personalista de su liderazgo y otros errores en materia de política económica, pero nunca de haberse robado elecciones para mantenerse en el poder.
Chávez formó parte del ascenso de fuerzas progresistas que llegaron democráticamente al poder, con una propuesta de transformaciones profundas en una Latinoamérica llena de cicatrices y heridas aún sangrantes, resultados de intervenciones —abiertas o encubiertas— de parte de los Estados Unidos y de dictaduras de derechas y gobiernos militares, que dejaron miles de desaparecidos y asesinados. Era una propuesta para un continente que padecía profundas desigualdades sociales, con mayorías empobrecidas por la corrupción y el despojo de nuestros recursos, y además políticas neoliberales (privatizaciones, desregulación laboral, dictadura de mercado, abandono de políticas sociales), instaladas como recetas en todos nuestros países.
Es claro que luego el proyecto fue totalmente pervertido. Baste decir que, si la principal intención de los proyectos transformadores era mejorar las condiciones de vida de las grandes mayorías y acabar con las desigualdades, esos propósitos fueron abandonados por las nuevas élites, reduciéndolos a un propósito de poder por el poder, para beneficio de los intereses materiales de minorías económicas, de los gobernantes o asociados a él. Estos fracasos explican el dolor de la migración de millones de venezolanos, las dificultades sociales que viven amplios sectores dentro del país y el colapso de su economía.
A final, la dirigencia de esa anunciada revolución derivó en burocrática, autoritaria y represiva. Lamentablemente esos vicios ya los habíamos padecido con las dictaduras de derecha, pero también con proyectos como el del Socialismo Real (elevados exponencialmente en el estalinismo) y los vivimos en nuestra propia experiencia en Nicaragua, con la mutación de las aspiraciones de la revolución sandinista a la dictadura orteguista pura y dura. Para nosotros, Venezuela no es más que el caso de otra revolución traicionada.
Los nicaragüenses hasta hoy seguimos soportando una dictadura que, con palabrerío antiimperialista y socialista, ha aplastado la democracia y la independencia de poderes, perseguido toda opinión disidente e instaurado un sistema totalitario, absolutista, sultánico y mafioso, que despues de asesinar y apresar, ha expulsado no solo a la oposición política, sino a liderazgos sociales, defensores de derechos humanos, periodistas independientes, religiosos, feministas, antiguos líderes sandinistas, desnacionalizando a muchos, y manteniendo una política tan violenta y sistemática que ha alcanzado el nivel de crímenes de lesa humanidad.
Por todo ello, la apertura de las posibilidades de elecciones libres en Venezuela y sus resultados no puede sernos indiferente. No lo vemos desde la fría posición intelectual de algunos que tal vez no han padecido de cerca el sufrimiento directo de las dictaduras. Lamentablemente, algunos de nosotros ya vamos luchando contra dos dictaduras. Antes con las armas en la mano, viviendo desde la adolescencia en la clandestinidad, viendo a nuestras hermanas víctimas de violaciones en las cárceles, y en ambas dictaduras padeciendo por tanta gente masacrada, injustamente apresada, desterradas y perseguidas, padeciendo el sufrimiento, que siempre se ensaña en los más vulnerables: los pobres.
Cierto, al igual que en el caso de Nicaragua, en Venezuela las alternativas opositoras de izquierda son impensables, porque los regímenes de Ortega y Maduro exacerban su persecución contra aquellos que vienen de las filas originarias de la revolución y porque exponen la naturaleza reaccionaria de estos gobiernos. Pero quienes desde las izquierdas vemos a las familias desgarradas, la patria empeñada, el Estado y las instituciones colapsadas, y el terror instalado como el modus vivendi cotidiano, no tenemos duda alguna: el primer paso es acabar con la dictadura al precio que sea.
La democracia es así. Países latinoamericanos han transitado de gobiernos progresistas a regímenes neoconservadores, como ocurrió en Brasil con Bolsonaro y en Argentina con Milei, pero mientras se respete un mínimo las reglas de la imperfecta democracia, el desafío es la construcción desde abajo de proyectos alternativos y someterlos a la decisión soberana de los pueblos. Pero en dictadura, sea que se reclamen de izquierda o derecha, ese derecho es conculcado, aplastado, pervertido. Y las elecciones, robadas.
En Nicaragua hubo elecciones presidenciales en noviembre del 2021, pero antes de ellas, Ortega encarceló a todos los candidatos, ilegalizó a todas las fuerzas independientes, y con el control absoluto de todos los poderes del Estado se autoproclamó ganador por tercer período consecutivo. En las recientes elecciones en Venezuela, aún precedidas con todas las trampas del poder y que hicieron de estas unas elecciones parcialmente justas, la gente pudo expresar su voluntad. Si Maduro perdió es porque cosechó el repudio y el desencanto de las mayorías del pueblo. Ni Ortega ni Maduro son víctimas de planes imperialistas.
No negamos que las potencias imperiales trabajan todos los días por sus intereses y que a la derecha mundial le complace la victoria de Edmundo González. Pero eso es parte de la democracia. Frente a la constatación de la voluntad popular, es inmoral seguir responsabilizando de los errores del propio proceder a factores externos, negándose a reconocer las causas verdaderas que están detrás de estas derrotas. —¡Golpe de Estado, golpe de Estado! —gritó también Ortega, para justificar el asesinato de más de trescientos cincuenta nicaragüenses en las protestas de 2018, y de esta crisis represiva ya resultan cerca de un millón de gentes que han sido obligadas al exilio.
¡La movilización ciudadana y popular nunca puede ser golpe de Estado!
No podemos más que sumarnos al clamor del pueblo venezolano, que desde dentro y fuera de ese país exigen el respeto de los resultados de las elecciones del 28 de julio, verificándolos con claridad, como se debe, con el conteo una por una de las actas. También nos sumamos a la demanda nacional e internacional por el respeto a los derechos humanos.
¡Que cese la criminalización contra el derecho a la movilización y la protesta!
¡Que cesen las capturas y todas las medidas de represión contra la gente que se ha movilizado en defensa del voto popular!
¡Libertad para todos los detenidos y búsqueda de una salida pacífica del conflicto!