7 de agosto 2024
Cuando empezaron a filtrarse los resultados de los conteos rápidos en la tarde del domingo 28 de julio, con una ventaja mayor de 30 puntos para Edmundo González sobre Nicolás Maduro, me sentí aliviado de equivocarme en mis peores vaticinios de que en Venezuela era inevitable un desenlace como el de Nicaragua en 2021.
Llegada la hora de la votación, contra todo pronóstico, parecía que una dictadura respaldada solo por una minoría política se había atrevido a exponerse a perder el poder en una elección. Las primeras señales indicaban que no se había producido la abstención masiva que fomentaba el régimen con sus trampas electorales y la amenaza del “baño de sangre” de Maduro y, con un sistema de voto electrónico altamente confiable como el venezolano, el margen de ventaja de la oposición proyectaba una victoria irreversible.
Sin embargo, unas horas después nos dimos cuenta que en Venezuela estaba en marcha la “madre de todos los fraudes”, no como las “urnas preñadas”, el “voto de los difuntos”, o la “reelección sin competencia electoral”, que se practica en Nicaragua, sino un megafraude de más de cinco millones de votos. Con impudicia y alevosía, el Consejo Nacional Electoral controlado por el chavismo le borró de un tajo más de dos millones de votos a Edmundo González, y le regaló más de tres millones de votos a Nicolás Maduro.
Un fraude, claramente improvisado, porque de otra forma no se explica cómo hicieron una operación tan burda que puso en evidencia la huella de un crimen imposible de ocultar, sobre todo cuando la oposición se preparó concienzudamente para defender el voto y preservar las actas que ahora Maduro no puede suplantar.
En resumen, hubo una elección semicompetitiva bajo un régimen autoritario, la oposición ganó de forma aplastante, Maduro hizo un fraude monumental, pero más allá de su previsible resistencia a entregar el poder, el principal resultado de la elección es la formidable movilización de un movimiento político que, actas de votación en mano, sigue demandando la salida de la dictadura del poder y un cambio democrático.
Los más avezados analistas venezolanos que consulté a lo largo de la campaña electoral, nunca descartaron la posibilidad de que Maduro diera un zarpazo para imponer el “escenario Nicaragua”, pero siempre insistieron en que existían algunas diferencias sustantivas entre estas dos dictaduras y sus elecciones. Primero, el contexto institucional internacional en que se llegó a las elecciones de Venezuela como producto de una negociación facilitada por Noruega entre el Gobierno y la oposición, con el acompañamiento de México, y el auspicio de Colombia y Brasil, además de la negociación bilateral entre Estados Unidos y Venezuela. Mal que bien, los acuerdos de Barbados y Qatar, condicionaban al régimen de Maduro a realizar las elecciones, con todas las ventajas del poder y los dados cargados en el CNE, pero sin atreverse a abortarlas como Ortega en 2021. Segundo, la resiliencia democrática después de 25 años de autoritarismo, represión, persecución, encarcelamiento y destierro de líderes opositores, y éxodo masivo de la población, dejó en Venezuela una sociedad civil democrática enraizada en asociaciones, partidos políticos, medios de comunicación, universidades, centros de pensamiento, y una cultura democrática que ni Chávez ni Maduro jamás pudieron extirpar, y que María Corina Machado logró catalizar en la demanda un cambio político por la vía electoral. Tercero, y para mí este es el factor decisivo, el hermanamiento entre la resistencia cívica y el movimiento electoral, nunca uno a costa del otro. A pesar de la represión, las inhabilitaciones de los candidatos, y el ventajismo del Estado, la campaña electoral se convirtió en un movimiento de resistencia y movilización popular conducido por un liderazgo que le devolvió la esperanza a Venezuela.
En Nicaragua, en cambio, el Gobierno nunca aceptó negociar con la oposición sobre las elecciones, y los testigos internacionales que participaron en el segundo diálogo nacional en 2019, la OEA y el Vaticano, tampoco lograron ser garantes del acuerdo de suspender el Estado policial. El canciller de Ortega firmó, pero la dictadura nunca cumplió, mientras la OEA se dio por satisfecha con la excarcelación de un importante número de presos políticos, pero nunca reclamó el incumplimiento de Ortega. De manera que cuando en mayo de 2021 el Consejo Supremo Supremo Electoral convocó a las elecciones de noviembre, el país tenía ya casi tres años de vivir bajo Estado policial, sin libertades de reunión y movilización, ni libertades de prensa y de expresión, y de inmediato el régimen encarceló y criminalizó a todos los precandidatos opositores y a los principales líderes políticos y cívicos.
Ortega, primero masacró las protestas cívicas con un brutal despliegue de violencia policial y paramilitar; después, impuso el Estado policial; y por último, anuló las elecciones; y para consolidar su dictadura totalitaria, alineada a Rusia, China, Irán, Siria, Cuba y Venezuela, arrasó con todos los espacios cívicos y canceló más de 4,000 asociaciones, gremios, oenegés, universidades, medios de comunicación, dsatando una feroz persecución contra la Iglesia católica.
El caudillo sandinista pagó por adelantado todos los costos políticos de su salto hacia adelante, pero cuando se robó las elecciones y se reeligió sin competencia política, en medio de una abstención masiva, el movimiento cívico perseguido y descabezado no tenía capacidad de protesta, y la reacción de la comunidad internacional fue tibia, a pesar de las resoluciones de la OEA que no reconocieron la farsa como una elección democrática, pero tampoco ejercieron una presión política efectiva en contra de la dictadura.
En Venezuela, la secuencia del proceso ha sido a la inversa: primero movilización y elecciones, después fraude y represión, y ahora la amenaza de un Estado policial para imponer por la fuerza un modelo que solo apunta al totalitarismo. Sin embargo, puede ser ya demasiado tarde, por el enorme rechazo nacional e internacional que ha provocado el nuevo golpe de Estado “desde arriba” del chavismo. Si el objetivo de Maduro era siempre mantenerse en el poder a cualquier costo, entonces cometió un error de cálculo estratégico al dejar correr demasiado largo las aguas de la demanda de cambio político. Con el pueblo movilizado y organizado, aferrado a sus actas de votación, ahora le será mucho más difícil contenerlas. Dependerá de la capacidad de sus liderazgos, para sostener la resistencia cívica en una lucha de mediano plazo que ya está siendo duramente reprimida, con el acompañamiento de la presión política internacional. Maduro ya está esbozando su propio modelo de Estado policial y su primer objetivo es criminalizar a Maria Corina Machado y Edmundo González, descabezar el liderazgo e imponerles, cárcel y/o casa por cárcel, el silencio, la incomunicación, o el destierro.
Se vislumbran, por lo tanto, días de máxima tensión en Venezuela, que pondrán a prueba la cohesión de la oposición, y el verdadero compromiso democrático de Brasil, Colombia, y México, para facilitar una negociación que desemboque en una transición democrática.
En medio de la incertidumbre y las amenazas de la represión, Venezuela ya está iniciando un proceso de cambio, que requiere alcanzar un punto de máxima presión política, nacional e internacional, para debilitar al régimen y abrir el camino a una salida democrática negociada.
Una eventual transición democrática en Venezuela tendrá un efecto definitivo en las dictaduras de Cuba y Nicaragua, al exponer a sus cúpulas políticas a mayor aislamiento internacional. Pero, en última instancia, son los actores del cambio, los pueblos de Cuba y Nicaragua y sus liderazgos democráticos, los que deben aprender de las lecciones políticas que enseña Venezuela sobre cómo ganar unas elecciones bajo autoritarismo: sin Estado policial; con resistencia cívica y estrategia electoral, en un proceso simultáneo; y en una gran alianza nacional, que reivindica el valor supremo del cambio democrático, para acabar con la dictadura.