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La gran contraola antidemocrática: ¿ocaso de occidente?

La ideología predominante es negativa: un antiliberalismo político en contra de la cultura occidental

El presidente ruso, Vladímir Putin (der.), estrecha la mano del primer ministro húngaro, Viktor Orban, durante una reunión en el Kremlin, en Moscú, el 5 de julio de 2024. Foto: EFE

Fernando Mires

7 de julio 2024

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Ya parece estar claro que después del auge de las democracias a fines del siglo XX, con el fin de las dictaduras del sur europeo y de las dictaduras de “seguridad nacional” latinoamericanas, pero sobre todo con el colapso de las dictaduras comunistas en la URSS y en el Este de de Europa, arrasa desde comienzos del siglo XXl una inmensa contraola antidemocrática. La contraola proviene de potencias imperiales antidemocráticas, pero también de los interiores de las democracias, por lo general tomando la forma de movimientos nacional-populistas (de derecha e izquierda). La ideología predominante es negativa: un antiliberalismo político en contra de lo que los antidemócratas llaman cultura occidental, o simplemente Occidente.

La democracia no es una cultura

“Todos contra Occidente”, pareciera ser una consigna arrancada de los textos de Samuel Hungtinton. Motivo que ha llamado a tararear la añeja canción relativa a “la decadencia de Occidente”, popularizada desde hace mucho tiempo en los ámbitos intelectuales por Spengler y Toimbee, autores que, siguiendo la ruta de un naturalismo historicista de corte darwiniano, consideraban a lo que ellos llaman culturas como organismos sometidos a leyes de evolución que comienzan con el nacimiento, siguen con el desarrollo y terminan con su ocaso.

La concepción naturalista a la que también podemos llamar ideología culturalista no rige, sin embargo, para lo que los enemigos de Occidente llaman Occidente, entre otras razones porque ese Occidente no es, o ha llegado a no ser, una cultura, sino un orden político que permite la existencia de múltiples culturas bajo la única condición de que acepten las normas derivadas de la Constitución, de las leyes y de las instituciones del país donde existen. En frase corta: lo que los culturalistas designan con el nombre de Occidente son las democracias, y toda democracia, justamente por ser democracia, es multicultural o no es.

Las imágenes hablan por sí solas. En los conciertos al aire libre de verano que nos son ofrecidos en las grandes ciudades europeas, vemos no solo a un público multicultural tarareando a Bach, Vivaldi, Mozart, Ravel, también a músicos de diferentes culturas interpretando a grandes compositores europeos. Del mismo modo, en el campeonato europeo de fútbol, vemos a jugadores provenientes de culturas asiáticas y africanas entonar desafinadamente, pero con fervor patriótico a los himnos nacionales de cada país. Vemos también a hombres  de todas las naciones del mundo correr detrás del balón defendiendo a la nación a la que, tal vez, no pertenecen de modo cultural, pero sí de modo constitucional. Esa es la realidad de Europa. Solo pocos países juegan sin tener algún jugador de “color”. Por eso nos es difícil entender por qué Italia, teniendo una emigración cuantitativamente parecida a la de Francia y España y un futbol local multinacional y multicultural, integra su selección solo con hombres de apellido italiano. Afortunadamente no les fue muy bien con esa medieval “pureza de sangre”, pensamos discretamente muchos.


Si quisiéramos definir a Occidente como una cultura tendríamos que hablar de una “cultura de la multiculturalidad”, a diferencia de otros ordenes políticos que se dejan regir de acuerdo a normas derivadas de una tradición, de una cultura y de una religión dominante. A riesgo de ser simples, podríamos decir que los actuales enemigos de la democracia, imposibilitados de decir que odian a las democracias, las llaman con el título del Occidente

Y, sin embargo, el concepto de Occidente no es occidental.

Occidente como unidad cultural nació del cisma religioso entre Bizancio y Roma (1054). Occidente era, para los seguidores del cristianismo oriental (el griego), una designación religiosa aplicada en tiempos no secularizados, cuando cultura, tradición y religión, si no eran sinónimos, tampoco eran antónimos. Hoy los enemigos de la democracia llaman Occidente a todos los países que no se dejan regir ni por una religión, ni por una cultura, pero sí por un Estado de derecho que garantiza la pluralidad no solo cultural o religiosa, sino política, en marcos nacionales donde el debate público posibilita a la democracia, ya sea como forma de gobierno, ya sea como modo de vida.

Para las naciones regidas de acuerdo a una religión o a una cultura, toda democracia representaría, casi por definición, una afrenta a las normas y a las creencias sobre las cuales están montadas las instituciones del poder sacralizado. Pues bien, a ese orden plural y secular, han declarado la guerra los regímenes autocráticos de la tierra, apoyados por los enemigos endógenos de cada democracia los que paradojamente existen gracias a la misma democracia. Ahora, cuando esos enemigos internos, apoyados en los enemigos externos, logran apoderarse de los aparatos de poder, como está por ocurrir hoy en dos países considerados cunas de las democracias modernas, como son los Estados Unidos y Francia, hablamos de crisis de las democracias. Los culturalistas, en cambio, sacan del baúl de los rótulos premodernos la tesis de “la decadencia de Occidente”, hecha suya por Gobiernos tiránicos como son los de Rusia e Irán.

No deja de ser ilustrativo el hecho de que una dictadura en guerra, como es la que impera en la Rusia de Putin, no cuenta con el apoyo explícito de ninguna democracia. A la inversa, las democracias del mundo apoyan a Ucrania. Esa toma de posiciones nos indica que la guerra que tiene lugar en terreno ucraniano es, en última instancia (repito, en última instancia) no una guerra entre Rusia y Occidente, como miente Putin, sino una guerra entre dos ordenes políticos (y no culturales) mundiales: el democrático y el antidemocrático.

La gran paradoja de toda democracia es que, al ser liberal (es decir, al ser democrática) permite la existencia de los enemigos de la democracia, abriendo incluso el camino para que estos enemigos se hagan del poder y destruyan a la propia democracia. Dicho en términos más dialécticos: toda democracia al ser democracia contiene su propia negación. ¿Quiero decir que a una democracia pertenecen también los enemigos de la democracia? Sí, efectivamente: eso quiero decir. Una democracia hecha solo para sus amigos no sería democracia, pues el pueblo, el demos de toda democracia, no es unitario sino heterogéneo. La democracia fue inventada para que lidiaran sus amigos y sus enemigos.

No deja de ser significativo el hecho de que las principales ideologías “antioccidentales” del siglo pasado, el fascismo y el comunismo, nacieran en países llamados “occidentales”. Del mismo modo, la llamada extrema derecha de nuestros días es un producto occidental. Le Pen y Trump, para decirlo explícitamente, son tan occidentales como ayer lo fueron el fascismo y el comunismo. Que ellos coincidan externamente con enemigos territoriales de las democracias como son los Gobiernos de Rusia e Irán, no niega la marca de su procedencia. 

Toda democracia, al institucionalizar las libertades, permite la institucionalización de las antidemocracias. Naturalmente, no han faltado iniciativas cuyo objetivo es limitar la expansión de los enemigos de la democracia. Por ejemplo, durante la era comunista, en diversos países democráticos fueron dictadas leyes anticomunistas. Pero esas leyes, a la vez, traían como efecto, la degradación de las democracias que los propios demócratas defendían. El periodo de McCarthy en los Estados Unidos (1947- 1950) es hoy todavía recordado como uno de los más nefastos habidos en la historia política de la nación.

La democracia, al ser acosada desde sus interiores y desde sus exteriores, se encuentra hoy viviendo una fase defensiva, o si se quiere, de resistencia. Cuanto durará este acoso, nadie puede predecirlo. Lo único que podemos afirmar por el momento, es que esa es una fase, y como tal, debemos entenderla.

Lo más probable es que durante un determinado tiempo aparecerán más Gobiernos y sistemas antidemocráticos. Con eso tenemos que contar. No está descartada tampoco la posibilidad de que aparezcan Gobiernos híbridos, entendiendo por ello a Gobiernos que introducen normas autocráticas al interior de las estructuras democráticas. Me refiero a Gobiernos como el del húngaro Orban, el del turco Erdogan, el del hindú Modi, el del israelí Netanyahu, y quizás en un momento próximo, el de la francesa Le Pen y el del norteamericano Trump. Todos esos Gobiernos, como ha constatado Nina L. Krushcheva en un reciente artículo, al mismo tiempo que se oponen a la democracia que ellos llaman liberal, intentan convencernos de que la única alternativa para defenderla de sus enemigos reside en la instalación de democracias autoritarias sustentadas en bases culturales y religiosas. Así, no está descartada la irónica posibilidad de que alguna vez surjan “modelos democráticos-teocráticos” aplicados a Gobiernos que reactivan a la tradición, a la cultura y a la religión como formas de dominación destinadas a detener lo que ellos llaman crisis de Occidente. No de otro modo podemos entender las empatías de Gobiernos europeos, entre ellos el húngaro y el turco, con la dictadura rusa.

La miseria del culturalismo político

En efecto, Putin es un gobernante culturalista. Las razones que dio para legitimar la invasión a Ucrania en su ensayo Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos no nombra ni una sola vez la presencia de la OTAN como una amenaza que podría haber explicado la criminal ocupación del país vecino. Las razones de Putin son solo geográficas, culturales, idiomáticas y religiosas. Pues bien, de esas razones se alimenta el culturalismo, hijo putativo del racismo al declarar como enemigos a las masas migratorias que avanzan hacia Europa, no para desatar una lucha cultural, no para islamizar a Europa, no para imponer normas y cultos, sino simplemente para sobrevivir como cuerpos biológicos humanos. Pero la solidaridad de especie, propia a todas las formas animales, no existe, o fue eliminada de la animalidad humana. Ha sido sustituida, ayer por la solidaridad de raza, hoy por la solidaridad de culturas. El culturalismo, en ese sentido, no pasa de ser una variante del racismo. En el mejor caso, otra forma de exclusión de los unos por los otros. No deja de ser iluminador que Trump, al referirse a los emigrantes latinoamericanos, use los mismos términos despreciativos que usó Hitler para referirse a los miembros de la comunidad judía. De la marginación a la eliminación hay un solo paso.

No se trata por cierto de idealizar a las culturas de los pueblos emigrantes. Todos sabemos que en su mayoría son víctimas, pero también portadores de discursos ideológicos opresivos y, no en pocas ocasiones, sus comunidades, sobre todo las religiosas, comparten las mismas concepciones de sus enemigos culturalistas en los países a los que han emigrado. Al igual que ellos, no pocos emigrantes deciden declararse profundamente antioccidentales. Pero el paso del tiempo ha demostrado que, por lo menos, a partir de la tercera generación (la primera son seres asustados, la segunda son seres traumatizados) establecen vínculos ciudadanos al interior de las nación-polis de las que, quieran o no, serán parte. Así se forman las naciones, así cambian las naciones.

¿Por qué escribo este artículo?

Antes de poner punto final a este artículo quisiera explicar por qué lo escribí. Comencé a concebirlo leyendo a un autor al que siempre consideré muy interesante. Se trata del filósofo italiano Giorgio Agamben. De él he aprendido bastante acerca de los orígenes culturales y religiosos del occidente político. Como lector de San Agustín, como un alguien que se mueve entre la ciudad de dios y la de los mortales (entre el ser en el ser y el ser en el estar, diríamos hoy) y por lo mismo, como un autor que, como Agamben, también se ha ocupado de la intensa teología de Joseph Ratzinger, sintonizaba muy bien con su filosofía. Sin embargo, al hojear en el ABC de España del domingo 30 de junio me topé con alguien a quien si no hubiera conocido en sus textos, podría definir como a un enemigo político (político, entiéndase).

La razón: en su muy breve artículo sustenta Agamben una tesis profundamente antidemocrática.

La crisis de Occidente, que para el autor es solo Europa, se manifiesta en que Occidente ya no cree en su Dios, en la libertad, en la igualdad, en la democracia y en la justicia. Para disimular esa crisis, Occidente ha inventado un enemigo: La Rusia de Putin. Cito:

“Creo que muchos se han preguntado por qué Occidente, y en particular los países europeos, cambiando radicalmente la política que habían seguido en las ultimas décadas, de repente decidieron hacer de Rusia su enemigo mortal. En realidad, existe una respuesta perfectamente posible. La historia muestra que cuando, por alguna razón, fallan los principios que aseguran la propia identidad, la invención de un enemigo es el dispositivo que permite —aunque sea de manera precaria y en última instancia ruinosa— hacerle frente”.

De más decir, Agamben asume la principal tesis del tirano Putin como propia. El Occidente se encuentra en una profunda crisis de valores, por eso agrede a Rusia apoyando a Ucrania. Sí, a Ucrania. Palabra que signa a una nación que Agamben no nombra en ningún lugar. Como si Ucrania nunca hubiera existido. Como si los muertos ucranianos hubieran resucitado. Como si Europa se hubiera decidido atacar a Rusia —nunca lo ha hecho, ni antes ni ahora— sin mediar motivos y razones. Como si los más de quince tratados internacionales que firmó Putin con los Gobiernos europeos fueran documentos falsificados. Todo eso es, para Agamben, una simple invención occidental para salvarse a sí misma de su crisis. 

Cualquier lectura de la realidad lleva fácilmente a opinar exactamente en términos contrarios al filósofo italiano. Precisamente, el apoyo brindado a una nación europea víctima —sí europea, de acuerdo con la decisión de sus ciudadanos expresada en un plebiscito llevado a cabo en 1991 reconocida después como nación por el Gobierno ruso y acreditada como nación independiente, libre y soberana en las Naciones Unidas— fue un hecho que probó ante los ojos del mundo que Europa ha llegado a ser más europea y más occidental que nunca.

El ser, sea colectivo o individual, se define no solo en razón de lo que en sí es, pues lo que es se define en razón de lo que niega su ser. No Europa niega a Rusia; Rusia, o por lo menos la Rusia de Putin, niega a Europa en nombre de un supuesto Occidente, y con ello posibilita que Europa se reconozca a sí misma y así logre afirmarse, no en lo que ha sido, sino en lo que ha llegado a ser: una parte del mundo en donde rige el derecho nacional e internacional, un lugar donde las libertades que nos regala la vida están reguladas por constituciones y leyes, un espacio no solo territorial en donde el pueblo, políticamente constituido, elige a sus representantes, sean buenos o malos, sean democráticos o no tanto.

Occidente no está en crisis. La democracia occidental, no Occidente, después de sus muchos avances de posguerra está siendo internacional y nacionalmente acosada. La democracia, esa es la situación de hoy, se encuentra en una fase de repliegue interno y externo. Eso es imposible negarlo. Pero ya llegará el momento en que habrá que intentar nuevos avances. Hoy toca defenderla. Agamben no lo hace.

“La traición de los intelectuales” detectada ya por Julien Benda en 1927 al contemplar la capitulación de gran parte de la intelectualidad europea frente a las seducciones provenientes de la racionalización de la historia y de sus supuestos principios universales, continúa apareciendo hoy, esta vez en la pluma de intelectuales seducidos por el culturalismo belicoso de un dictador llamado Vladímir Putin.

La Rusia de hoy representa en gran medida el pasado no político de Europa. En contra de esa Rusia imperial de Putin, como ayer en contra de la URSS imperial de Stalin, Europa defiende a su presente y con ello a su futuro. Es una lucha que como todas las luchas históricas tendrá sus pausas. Lo que no tiene ni tendrá será una fecha de vencimiento. Al fin, como dijo Benedicto XVl, “Dios nos dio este mundo para que lo disputáramos”.

*Artículo publicado originalmente en el blog POLIS: Política y cultura.

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Fernando Mires

Fernando Mires

Historiador y escritor chileno. Profesor emérito de la universidad de Oldenburg, Alemania. Se diplomó como profesor de Historia y tiene estudios de postgrado en Historia Moderna. En 1991 recibió el titulo de Privat Dozent, el más alto grado académico que confieren las universidades alemanas.

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