29 de junio 2024
Una ciudadanía puede soportar la restricción de libertades, e incluso a dictaduras si el precio de esa aceptación se traduce en mayor seguridad social, laboral y económica. Ese es precisamente el secreto de la dictadura china, país en donde ha sido fundado el capitalismo perfecto: un Estado económico sin sindicatos, sin partidos, sin derechos humanos, sin debate público, sin política, pero con masas consumidoras a las que no falta Seguridad Social ni trabajo.
El Gobierno de Nicolás Maduro no solo ha cercenado libertades ciudadanas. Además, siguiendo el ejemplo de la nación hermana de los chavistas, Cuba, ha convertido a la economía en una realidad excremental. Por esas, y no por otras razones —a menos que Maduro, antes o después de las elecciones, dé una patada en la mesa y decida configurar definitivamente a su Gobierno como una dictadura similar a la de Lukashenko en Bielorrusia— el chavismo deberá aceptar su derrota electoral para dejar de ser Gobierno y pasar a ser un partido político de oposición, como sucede en todos los países democráticos de la tierra. Ahí, sin embargo, yace justamente el nudo del problema.
Independientemente a que no exista una sola definición politológica acerca del tipo de Gobierno que encabeza Maduro (dictatorial para algunos, autocrático para otros, autoritario para unos pocos) lo cierto es que el suyo es un Gobierno al que, con la mejor voluntad del mundo, no podríamos definir como democrático. Mucho menos si consideramos que en los círculos estrechos a Maduro circulan personas poseídas, no por un ethos, pero sí por un pathos misional, uno que los hace imaginarse a sí mismos como herederos del mito totémico fundador: Hugo Chávez.
Para que se entienda mejor: al hablar de Maduro y los suyos no estamos hablando de políticos normales sino de personajes que creen (creen, en el sentido religioso de la palabra creencia) que ellos son revolucionarios haciendo una revolución y, como toda revolución, esta no debe estar sujeta a constituciones ni a leyes. La oposición políticamente organizada tiene entonces frente a sí una tarea inmensa. No solo deberá derrotar ampliamente a Maduro (una victoria estrecha no sirve mucho). Además, deberá “civilizar” al chavismo en el tránsito que lo lleve a convertirse en, de lo que ahora es, un partido-Estado, en lo que debería ser si Maduro pierde las elecciones: un partido de oposición.
¿Aceptaría Maduro ese nuevo papel? Las dudas son más que legítimas. En parte, depende de él mismo; pero también depende de la capacidad política de la oposición para caminar sobre arenas movedizas como son las de toda transición, no de Gobierno, sino, seamos claros, de régimen. Y bien, en ese periodo, los vínculos internacionales jugarán un papel de suma importancia.
Venezuela en el orden político latinoamericano
Como dijimos al comienzo, casi nadie vota pensando en la situación internacional. Pero cabría agregar que las fuerzas políticas en contienda no solo representan a contingentes internos, sino también a los externos de modo que, se quiera o no, cada elector vota a favor o en contra de una determinada pertenencia internacional. En primer lugar, por una pertenencia continental, en segundo lugar, por una pertenencia global.
Ahora bien, en el plano continental, el chavismo tiene una conocida historia.
Chávez, recordemos, entendió su acceso al Gobierno como parte de una tendencia continental a la que él suponía anticapitalista y antimperialista. El eje de esa tendencia reposaba en la hermandad que se dio entre Venezuela y Cuba, vale decir, entre Chávez y los Castro. A partir de ahí —recordemos que Chávez quería no solo ser líder de una revolución nacional, sino continental— Chávez recogió la frase de Hans Dieterich acerca del “socialismo del siglo XXl”. ¿Alguien se acuerda todavía de Dieterich?
En su narcisismo político Chávez imaginó ser redentor del socialismo fracasado en la Europa del siglo XX y convertirse en promotor de una nueva versión latinoamericana del socialismo. De acuerdo a la partitura de esa melodía, Chávez, superlíder, sería cortejado por líderes menores al estilo del cocalero Evo Morales, del neosomocista Daniel Ortega, del latifundista hondureño Manuel Zelaya, del desarrollista Rafael Correa, de la inefable Cristina peronista, hasta llegar a incluir nada menos que a las FARC. Ahora, la pregunta es válida: ¿Qué queda de todo esa parafernalia seudorevolucionaria? La respuesta es: nada, absolutamente nada. Usando palabras del propio Chávez, el socialismo del siglo XXI fue convertido en “polvo cósmico”.
¿A qué contexto histórico político continental representa Maduro? Al peor que es posible imaginar. A la Venezuela de hoy los comentaristas internacionales la nombran junto con la horrorosa dictadura de Ortega-Murillo y con una destartalada Cuba subsidiada desde Miraflores. Tiene razón entonces Maduro al no decir ni pío sobre la situación latinoamericana. Con los amigos que se gasta estaría condenado a la derrota.
El madurismo, a diferencias de chavismo, es una fuerza nacional sin contexto ni discurso continental. El chavismo —ya en los tiempos de Chávez— fue derrotado a nivel latinoamericano. En su forma madurista podría ser derrotado a nivel venezolano. Quizás ha llegado la hora. Repito, quizás.
Los tres canales de la política latinoamericana
No obstante, la débil representación latinoamericana que ostenta Maduro no puede llevar a pensar en que la candidatura de Edmundo González actúa en representación de un contexto político continental homogéneo. Cierto es que el nombre de Maduro es asociado en la mayoría de los países latinoamericanos como representante de un régimen antidemocrático (por decir lo menos). Pero no es menos cierto que es muy difícil encontrar una vinculación política continental en la oposición, entre otras razones porque ni en los épicos discursos de la líder María Corina Machado, ni en las moderadas interlocuciones de Edmundo González, hay menciones al tema. Puede que eso ocurra como consecuencia de la estrategia electoral, pero también puede ser porque este podría ser un asunto que llevaría a la oposición más a dividirse que a unirse en momentos cuando la unidad parece ser un imperativo categórico. Sin embargo, si la oposición llega al Gobierno, el tema de la pertenencia continental del país será ineludible. Al fin, cada tiempo tiene sus temas.
No conviene, sin embargo, ignorar que la América Latina de nuestro tiempo está surcada al menos por tres canales políticos acerca de los cuales todo Gobierno deberá tomar posición A riesgo de esquematizar podríamos numerarlos así:
Primero: un canal político democrático liberal al que pertenecen derechas e izquierdas no extremistas, actualmente vigente en su forma izquierdista en el Chile de Boric (también en el Brasil de Lula, en la Colombia de Petro), con ciertos recelos en la Bolivia de Arce, y en su forma derechista en el Uruguay de Lacalle Pou, y tal vez en el futuro México de Sheinbaum.
Segundo: un canal político republicano antiliberal irrumpiendo con fuerza el que, en caso de que Trump triunfe en las elecciones norteamericanas, será aún más fuerte. Al antiliberalismo (o trumpismo latinoamericano) pertenecen por ahora El Salvador de Bukele, el Ecuador de Novoa, el numeroso electorado bolsonarista de Brasil y el Gobierno “libertarista” de Milei en Argentina.
Tercero: el socialismo del siglo XXl de hecho ha muerto, pero falta todavía extender el certificado de defunción. Eso podría suceder solo si Maduro es electoralmente derrotado.
Evidentemente, llegado el momento, la oposición venezolana deberá optar por los canales 1 y 2. Pero hay que repetir: este es un tema futurista y la política es siempre presentista.
Conviene sí aclarar que los tres canales corresponden a esquemas más bien tipológicos y la realidad es más compleja que sus esquemas. Con esto se quiere decir que esos canales no siempre surcan de modo paralelo. Por lo mismo hay que contar con entrecruces. Pongamos dos ejemplos. Uno es el Gobierno de Milei. Dicho Gobierno puede ser considerado una versión argentina del trumpismo, menos en un punto muy importante: Milei no ha dejado de señalar que él apoya sin reservas a la causa ucraniana a diferencias de Trump quien en cuanto puede muestra su admiración a Putin, coincidiendo en ese punto con el trío infernal formado por Ortega, Díaz-Canel, Maduro.
El otro ejemplo es Lula. El presidente brasileño pertenece a una tradición liberal-socialdemócrata, pero a la vez, debido a la dependencia económica de Brasil con China, ha llegado a ser un abierto defensor del “nuevo orden global”, cuyas asociaciones financieras tipo BRICS agrupan a casi todas las dictaduras del planeta en contra de las democracias llamadas occidentales. En ese punto Lula coincide más con Maduro y Ortega que con los gobernantes democráticos de América Latina.
Venezuela en el orden político global
El relativo aislamiento continental de Maduro podría hacer pensar que nos encontramos frente a un Gobierno sin resguardo internacional. Sin embargo, no es así. Los grandes apoyos de Maduro no se encuentran en el espacio continental, pero sí en el espacio global. El Gobierno de Maduro, para decirlo de modo sucinto, es junto a los de Cuba y Nicaragua, miembro de una amplia coalición global antidemocrática cuyo eje está formado por las dictaduras de Rusia, China e Irán. Un eje no económico como quieren hacer creer Lula y el jefe de gobierno hindú, Ramnath Modi, sino uno cuyos alcances son, al menos para Putin, geomilitares.
Los recientes ejercicios militares que han tenido lugar entre Cuba y Rusia muestran claramente que el dictador ruso no solo parece dispuesto a reintegrar los terrenos que ayer pertenecieron a la URSS, sino también a antiguos y nuevos espacios de dominación hegemónica, incluyendo áreas latinoamericanas. Pues bien, por sus riquezas naturales, por la ubicación geográfica de Venezuela y por sus afinidades ideológicas con el chavo-madurismo, Maduro es un socio irrenunciable para Putin. Por eso, así como Marine Le Pen es la candidata de Putin en Francia, así como Donald Trump es el candidato de Putin en los EE. UU., el candidato de Putin en Venezuela se llama Nicolás Maduro.
No hay que ser demasiado inteligente para darse cuenta que Putin hará todo lo que sea posible para evitar que Maduro pierda el poder en Venezuela, del mismo modo como los Estados Unidos harán todo lo posible para bloquear la injerencia rusa. Aunque Maduro no lo diga o, aunque la oposición venezolana no se haya dado cuenta, el hecho objetivo es que las elecciones venezolanas han sido puestas en el centro de la candela internacional.
Maduro está lejos de ser solo un gobernante autoritario local. Gracias a la raya trazada por Putin en contra de las democracias occidentales, Venezuela está a punto de convertirse en una pieza estratégica en el ajedrez geopolítico de la combinación imperial chino-rusa-iraní. Sacar a Venezuela de la red antidemocrática mundial a la que la llevó Hugo Chávez (Maduro al fin es solo un heredero) y hacerla volver al redil democrático occidental y latinoamericano, es la tarea de Sísifo que deberá llevar a cabo la oposición venezolana, aunque sus líderes no lo digan. O no quieran, o no puedan, o no sepan decirlo.
*Fragmento. La versión completa se publicó en el blog Polis: Política y Cultura.