28 de junio 2024
Los tanques en la Plaza Murillo terminaron siendo una especie de farsa que podría haber derivado en tragedia, en un clima político crecientemente deteriorado por las disputas en el interior del Movimiento al Socialismo (MAS), hoy fracturado en dos alas: evistas y arcistas. En la tarde del miércoles 26 de junio el comandante general del Ejército, Juan José Zúñiga ---quien había sido destituido el martes en la noche pero se negaba a reconocer la decisión presidencial--- ocupó esa emblemática plaza con tanquetas. Utilizó incluso una de ellas para abrir por la fuerza la puerta del Palacio Quemado, la antigua sede del gobierno hoy compartida con la aledaña Casa Grande del Pueblo. La confusión sobre las intenciones y las estrategias en juego reinó durante casi toda la asonada, mientras varios ministros colocaban muebles para evitar el ingreso de los uniformados.
La tensión había ido escalando luego de que el general Zúñiga se refiriera a la imposibilidad del ex-presidente Evo Morales de volver a presentarse a las elecciones presidenciales y respondiera a varias de sus acusaciones tildándolo de «mitómano». En una entrevista con el programa local No Mentirás del 24 de junio, el jefe castrense dijo que «legalmente Evo Morales está inhabilitado. La CPE [Constitución Política del Estado] dice que no puede ser más de dos gestiones, y el señor fue reelegido. El Ejército y las Fuerzas Armadas tienen la misión de hacer respetar y cumplir la CPE. Ese señor no puede volver a ser presidente de este país».
Zúñiga se refería a un polémico fallo del Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP) que, en una sentencia sobre otra cuestión, incluyó una forzada interpretación de la Constitución de 2009 que dejaría afuera de la carrera presidencial al tres veces presidente. La Constitución señala que solo son posibles dos mandatos consecutivos, pero el tribunal «interpretó» que son dos en total -consecutivos o no-, lo que fue presentado por Morales como un intento de proscripción política por parte de la «derecha endógena», en el marco de lo que denominó un «plan negro» para sacarlo del juego político, orquestado, según él, por los ministros de Justicia, Iván Lima, y de Gobierno, Eduardo del Castillo.
Las declaraciones amenazantes de Zúñiga, nombrado comandante del Ejército a fines de 2022 por el presidente Luis Arce Catacora, enervaron al ex-presidente y al evismo, que comenzó a hablar de un «autogolpe» en ciernes. «El tipo de amenazas hechas por el comandante general del Ejército, Juan José Zúñiga, nunca se dieron en democracia. Si no son desautorizadas por el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas [Luis Arce] se comprobará que lo que en verdad están organizando es un autogolpe», denunció Morales en su cuenta de X, desde donde critica a diario al gobierno de Arce, al que considera un traidor al llamado «Proceso de cambio».
Pero no fue solo el ex-presidente. Las amenazas de Zúñiga violaban los reglamentos militares y la Constitución, lo que explica la decisión de Arce de destituirlo. Pero esto fue considerado por el jefe militar como una expresión de «desprecio» pese a su lealtad al presidente. El miércoles, 26 de junio, según informó el diario El Deber, fue citado para ser relevado formalmente, pero llegó a la Plaza Murillo con blindados y soldados encapuchados. Y el país asistió a un general actuando como «movimiento social», lo que en los hechos constituye un golpe de Estado, increpando cara a cara al presidente Arce tras ingresar por la fuerza al Palacio Quemado, mientras los colaboradores del presidente le gritaban golpista y le exigían a gritos que retirara a los uniformados.
El aislamiento de Zúñiga, sin apoyo político ni social, explica posiblemente su intento de darle un contenido político a su rebelión: dijo que iba a liberar a «presos políticos» como la ex-presidenta Jeanine Áñez y el ex-gobernador de Santa Cruz Fernando Camacho y que iba a restaurar la democracia. «Una elite se ha hecho cargo del país, vándalos que han destruido al país», arengó a las puertas de su vehículo blindado, frente al Palacio Quemado y el Parlamento. Su argumento de que «las Fuerzas Armadas pretenden reestructurar la democracia, [para] que sea una verdadera democracia, no de unos dueños que ya están 30 y 40 años en el poder» cayó en saco roto. La reacción interna y externa fue contundente. Hasta opositores actualmente en prisión como Áñez y Camacho condenaron la acción militar. También lo hicieron los ex-presidentes Carlos D. Mesa y Jorge «Tuto» Quiroga. Fuera del país, mandatarios de diverso signo ideológico -salvo el argentino Javier Milei, que lo dejó en manos de su canciller- llamaron a defender las instituciones y condenaron a los sublevados.
Entretanto, organizaciones matrices como la Central Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB) o la Central Obrera Boliviana (COB), al igual que Evo Morales, que sigue siendo el líder de los sindicatos de cultivadores de coca del Chapare en Cochabamba (tiene allí sus oficinas y su emprendimiento de piscicultura), convocaron a la huelga general, el bloqueo de caminos y una gran marcha hacia La Paz.
Arce, por su lado, dio un breve discurso, llamando también a la movilización, en medio de conatos de enfrentamientos en la Plaza Murillo, donde los manifestantes eran expulsados con gases lacrimógenos. Y se dispuso a nombrar un nuevo mando militar en las tres fuerzas.
Sin rebelión en los cuarteles militares ni policiales, la cuerda de Zúñiga para mantener el levantamiento y lograr quedarse en su puesto por la fuerza se iba acabando. Involucrado en al menos un caso de desvío de fondos -del pago del bono Juancito Pinto, en manos de militares- durante el gobierno de Evo Morales, y sin un gran desempeño en su carrera, este militar era considerado muy cercano a Arce y parece haber reaccionado de manera impulsiva. Su retirada de la Plaza Murillo se pareció a una desbandada, con manifestantes persiguiendo a los soldados rezagados.
Tras ser detenido, junto al vicealmirante Juan Arnez, ex-comandante de la Armada, Zúñiga dijo que había actuado por orden del presidente: «El presidente [Arce] me dijo la 'situación está muy jodida, es necesario preparar algo para levantar mi popularidad'». Eso dejó una granada activada para los próximos días. La idea de un autogolpe stricto sensu parece desmentida por el propio hilo de los acontecimientos -¿cuál era exactamente el plan?-, que se parecen más a una sucesión de hechos descarrilados en el marco de una fuerte erosión de la institucionalidad -y de la gestión del oficialismo-, producto en gran medida del enfrentamiento en el interior del MAS.
Luego de su vuelta al poder en diciembre de 2020 de la mano de Luis Arce, el candidato elegido por Morales desde su exilio en Argentina, las relaciones entre el ex-presidente y su ministro de economía durante más de una década se desgastaron rápidamente y terminaron en una disputa abierta por el poder. Arce, quien al parecer se había comprometido a no competir por la reelección en 2025, decidió luego que sí buscará un segundo mandato; y Evo Morales, que intentó una reelección tras otra, sin reparar en la letra y el espíritu de la nueva Carta Magna, considera que fue destituido por un golpe de Estado en 2019 y que tiene el derecho de competir nuevamente por la presidencia. Esa disputa tiene paralizada a la Asamblea Legislativa, en un contexto económico que hoy tiene poco que ver con los años del auge económico pre-2019.
La escasez de dólares y combustibles deja ver un agotamiento del modelo aplicado desde 2006, cuando Evo Morales fue elegido como el primer presidente indígena de Bolivia y, en medio de una espectacular épica política, dio inicio a la «Revolución democrática y cultural», que en el plano económico desplegó un «populismo prudente» muy pendiente de no aumentar el déficit fiscal y acumular reservas de divisas récord en el Banco Central.
El propio Arce reconoció hace poco que la situación del diésel era «patética» y ordenó la militarización del sistema de provisión de combustibles, con el objetivo de evitar el contrabando a los países vecinos de diésel subsidiado por el Estado boliviano. La crisis económica afecta muy especialmente a Arce, quien, sin gran carisma, construyó su legitimidad como el ministro del «milagro económico». En el plano político, la pinza entre el Poder Ejecutivo y el Judicial ha debilitado al Poder Legislativo, cuya mayoría se divide también en arcistas y evistas, y cada bando acusa al otro de «hacerle el juego a la derecha». También se han prolongado los mandatos de las autoridades judiciales, lo que es denunciado a diario por los evistas.
El presidente del senado, Andrónico Rodríguez, un sindicalista cocalero formado por Evo Morales como una suerte de sucesor, tuiteó tras el repliegue de los militares: «De magistrados autoprorrogados a un supuesto golpe o autogolpe, el pueblo boliviano se hunde en la incertidumbre. Este desorden institucional, donde las autoridades extienden ilegalmente sus mandatos y se socavan los principios democráticos, está llevando al país a una situación de caos y desconfianza, agravando la crisis y amenazando la estabilidad y el bienestar del país». Los coletazos de la asonada continuarán. Lejos de una tregua en el espacio masista, la lucha interna se intensificará.
Parte de la disputa es por la siglas del Movimiento al Socialismo (MAS), un partido de movimientos sociales que mostró, en 2020, su capacidad de movilización electoral incluso en contextos difíciles como el que vivió bajo el gobierno de Áñez -y del ministro de Gobierno Arturo Murillo, luego detenido en Estados Unidos por corrupción-: se han judicializado los congresos de cada ala, con miras a 2025, año del bicentenario boliviano.
La debilidad de la oposición, que quedó asociada al gobierno autoritario, ineficiente y marcado por la corrupción de Jeanine Áñez, y tiene grandes dificultades para encontrar nuevas figuras, atiza la «ch’ampa guerra» entre evistas y arcistas, que piensan el poder como una disputa «interna». Pero en medio de la volatilidad electoral regional y global, esta visión entraña un riesgo, incluso si consideramos que la base electoral alrededor del MAS sigue siendo fuerte y que la experiencia de Áñez funciona como una «dosis de recuerdo» para los movimientos sociales e indígenas.
Aun es pronto para saber cómo impactará el putsch fallido en las relaciones de fuerza en el interior del espacio del MAS (que hoy ya no existe como partido unificado). Tras superar el desafío del grupo militar sublevado, Arce se enfrenta ahora al fuego político cruzado de evistas y opositores, que ya comenzaron a hablar de «show político» para tratar de devaluar el capital político que el presidente podría conseguir por el apoyo nacional e internacional a las instituciones y la vigencia de la democracia, y su decisión de increpar cara a cara al «general golpista».
*Este artículo se publicó originalmente en Nueva Sociedad.